– Las famosas cuatro conferencias de Washington sobre los indios Colastiné -dice el Matemático.
Leto ha oído hablar de ellas -de un modo fragmentario, por supuesto, como, por otra parte, de todo lo relativo a Washington. Viene trabajando en ellas -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- desde hace cuatro o cinco años; de un modo fragmentario, ¿no?, por ejemplo, que Washington, de quien Leto, antes de mudarse desde Rosario, nunca había oído hablar, en fin, que Washington, por ejemplo, ha estado en la cárcel varias veces, sobre todo en los años veinte y treinta, y que no después, a finales de los cuarenta, ha pasado un tiempo en un psiquiátrico, que se ha casado dos veces y separado las dos, que la hija se casó con un médico y vive en Córdoba desde hace algunos años, que la casa de Rincón Norte, en todo caso el terreno, lo heredó de su padre, farmacéutico en Emilia, con el que desde 1912 hasta su muerte (la del padre, ¿no?), no se habían dirigido más la palabra, que Washington vive de una pensión por invalidez que le dieron cuando salió del psiquiátrico y de traducciones, etc., etc. -y muchas otras cosas desordenadas, que ha ido pescando al azar de las conversaciones, que le ha oído decir a Tomatis, a Barco, a César Rey, a los mellizos, etcétera.
Asintiendo, sin volver la vista hacia el Matemático, Leto sacude la cabeza. Ahora han llegado a la altura de la casa de discos, en la otra vereda, así que cuando pasan enfrente pueden oír con mayor nitidez la música que, igual que ellos por la calle recta, ha venido avanzando, por el camino más intrincado de la melodía, hasta ese encuentro pasajero. Pero la indiferencia actual del Matemático respecto de ella es tan completa que Leto siente una irritación rápida, una especie de rebeldía, como si, con esa indiferencia súbita, el Matemático lo defraudara -lo cual de algún modo es exacto, porque cuando lo ha visto absorbido por la música, Leto ha sentido por él una admiración confusa y un poco problemática. Ajeno a todo accidente exterior, el Matemático prosigue:
– Pero esa es otra historia -dice.
Las conferencias, ¿no? En la noche tranquila de Rincón Norte, en el estudio iluminado y silencioso donde el humo del cigarrillo olvidado en la muesca del cenicero sube callado y regular hacia la lámpara, Washington lee, apacible, el libro abierto sobre la mesa. Y es ahí donde los tres mosquitos hacen su aparición.
Aquí el Matemático efectúa una pausa ostentosa y satisfecha, volviendo brusco la cabeza hacia Leto que, para castigarlo por su ligereza de hace unos instantes, decide no registrar el efecto, absteniéndose de desviar la vista del punto fijo ante él muchos metros más adelante en la vereda recta en que la viene fijando, de modo que la sonrisa un poco teatral que el Matemático ha comenzado a esbozar se borra de su cara, y una expresión indescriptible, pero muy leve, de pánico y tristeza, aparece en ella. Pero casi en el mismo momento en que se lo ha propuesto, Leto, por falta de carácter o por desaprobar en el fondo lo pueril de su actitud, cede y gira la cabeza, adoptando una expresión intrigada no menos teatral que la pausa satisfecha del Matemático. El Matemático revive. Nuevos relentes del Episodio, en onda fugaces, tenues y sucesivas, lo han asaltado, relentes de los que la expresión leve de pánico y tristeza, que acaba de pasar inadvertida para Leto, ha sido únicamente la manifestación más exterior, como las lámparas de Entre Ríos que, según dicen, vibraron, parece, la noche del terremoto de San Juan. Las ondas refluyen, y en la imaginación del Matemático, Washington, absorto en la lectura, oye el triple zumbido mucho después que los mosquitos han comenzado a revolotear en la pieza, por encima de su cabeza, en algún punto entre la mesa y el techo -y esto, desde luego, según Botón, y, según Botón, según Washington.
Ahora, casi a cada puerta de calle, abierta a menudo entre dos vidrieras, corresponde un negocio. En la vereda de enfrente, por ejemplo, después de la casa de discos, que va quedando atrás, dé modo que la intensidad de la música disminuye, hay una sedería, una mueblería, el negocio de artefactos eléctricos Lux, la zapatería para damas Chez Juanita. En la vereda por la que vienen caminando, Leto y el Matemático dejan atrás sucesivamente un quiosco de cigarrillos expuesto en la vidriera de un bar americano exiguo y oscuro a pesar de sus taburetes de plástico y de su mostrador de fórmica multicolor, una florería, una confitería de lujo, una cigarrería ante cuya vidriera un hombre de cierta edad está poniéndose los lentes para estudiar, con seriedad minuciosa, los extractos de lotería. De cada negocio, desde la parte superior de la fachada, entre la planta baja y la alta, entre los balcones, se despliegan hacia la calle los letreros luminosos, verticales u horizontales, de formas diversas que, aunque apagados, forman, por decirlo de algún modo, como un palio, como se dice, que cubre, hasta donde alcanza la vista a cierta altura, la calle principal, o como una multitud de estandartes rígidos, en formación rigurosa que, si fuesen los de un ejército, impresionarían al enemigo por su inmovilidad, por su número, y por su variedad -cada uno, como la música de la casa de discos, anunciándose, tautológico, a sí mismo, repitiendo, un poco más arriba, de modo emblemático, el sentido ya desplegado en representación directa y analítica en las vidrieras, de la misma manera que algunas religiones, como si la presencia del creador no fuese evidente en la creación misma deben valerse, para demostrar su existencia, de algún signo de esencia diferente a la de los objetos creados.
Por razones estadísticas, más que de popularidad efectiva, el Matemático se ve obligado, de tanto en tanto, a saludar, ya sea con un ademán rápido, con un movimiento de cabeza, o con alguna fórmula escueta y convencional, a los conocidos que va cruzando -estadísticas que por una parte desfavorecen a Leto ya que, como vive en la ciudad desde hace poco tiempo, tiene muchos menos conocidos que el Matemático, que pertenece a ella ab orígenes, y que por otra parte, desde hace algunas cuadras, considerando el aumento gradual y sistemático del número de peatones a medida que van llegando al centro, acrecientan en favor del Matemático las posibilidades de toparse con conocidos. A decir verdad, únicamente en términos cuantitativos sale favorecido, porque en los planos estético, político, afectivo y emocional, como dicen, ¿no?, y, como dicen también, moral, y, si se quiere, y hablando mal y pronto, y como se decía antes, existencial, el Matemático abomina del grueso de sus conciudadanos, en especial los de su propia clase -la burguesía sanguinaria- contra la que, desde los ocho o nueve años, un desprecio reconcentrado y un odio inexplicable lo trabajan. A pesar de sus ideas liberales, sus padres contemporizan con jefes y poseedores los cuales, a su vez, por respeto al nombre patricio y, sobre todo, a la extensión de las tierras alrededor de Tostado, toleran en ellos el humanismo liberal, como en otros miembros de su clase la epilepsia o la pederastia. El hermano, Leandro (por… ¿no?), varios años mayor que él, en quien, según la expresión textual del Matemático, los reflejos morales parecerían inexistentes y el dinero y la figuración social los fundamentos a priori de su ontología, se ha adaptado desde la infancia al medio poseedor, a punto tal que hasta sus propios padres, a pesar del afecto genuino que sienten por él, muestran cierta prudencia en sus conversaciones cuando está presente. Leandro, por su parte, en su fuero interno, trata a sus padres de comunistas y de bohemios. Y entre el Matemático y el hermano, después de varios altercados graves, las relaciones se limitan, cuando se encuentran en familia, a un intercambio de monosílabos fríos y espesos de sobreentendidos -el Matemático sospecha, por ejemplo, que en la época en que era dirigente trotsquista, el hermano, subsecretario de gobierno, lo había hecho detener durante una semana para darle una lección. Y a pesar de eso, ¡qué caballero! No se le pasaba ningún aniversario importante para la familia, jamás se olvidaba de llamar por teléfono a su madre día por medio, a las ocho de la noche, como era la costumbre, y había que verlo en una cancha de tenis, bien engominado y bronceado, ceder con equidad a todos los reclamos justos de su adversario para después despacharlo como una aplanadora al segundo set. Y a propósito de él no puede extraerse ninguna generalización acerca de la naturaleza humana, porque es difícil determinar si, aparte de los bienes muebles e inmuebles y las veladas en el Jockey Club y en el Rotary, existe en él algún elemento propiamente humano apto para motivar una generalización -le comentaba una vez a Tomatis, con su humor característico que gusta simular el asombro y la falsa imparcialidad.
¿Por qué los odiaba tanto? Es de orden psicoanalítico -diagnosticaba Tomatis, con ligereza y desinterés-: Como tus padres son perfectos, te ves obligado a transferir el odio que deberías sentir por ellos a todos los miembros de su clase. Lo contrario de Washington que, según parece, odiaba tanto a su padre que la cuota de amor que debía sentir por él la transfirió a toda la especie humana.