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El Matemático sacudía la cabeza: Tchtchtchtch… no. Aceptar esa interpretación hubiese sido facilitarles las cosas. Plegarse de plano a la hipótesis subjetiva equivalía a ignorar las buenas razones objetivas que existían para detestarlos: por ejemplo la avidez y el cálculo con que acumulaban la riqueza y la crueldad que ponían en evidencia al defenderla; la ignorancia egocéntrica y el narcisismo compulsivo que los hacía aislarse del resto del mundo y el mimetismo rastrero que empleaban en copiar a los modelos extranjeros, los ingleses y los franceses primero, los americanos más tarde -un tío de él, del Matemático, ¿no?, había propuesto en los años treinta que el país pasara a las órdenes de la corona de Inglaterra-; eran malos perdedores, revanchistas, llevaban el genocidio en la sangre, el racismo en el alma, la soberbia en el corazón, y estaban dispuestos a aniquilar en todo momento todo lo que fuese heterogéneo a lo que ellos consideraban su propia esencia, y todo lo que no reflejara con pelos y señales la supuesta imagen de lo que pretendían ser. En una palabra, terminaba diciendo siempre el Matemático después de esos hervores oratorios, tratando de reencontrar un tono equilibrado y jovial, en una palabra, no son interesantes.

Ese odio añejo, ya casi rancio, del Matemático por su propia clase, aparte de exteriorizarse en confidencias ocasionales, no transparentaba casi nunca en sus gestos ni en sus actos, no porque tratara de disimularlos, sino por una especie de fatalismo -no valía la pena ocuparse de ellos, no eran interesantes, para qué perder el tiempo en escupirles la cara si la vida entera no le alcanzaría para meditar la Ética de Spinoza o la paradoja EPR. Sin embargo, algo salía a veces de ese odio al exterior, puesto que el Matemático, que era atento, cordial, respetuoso, en algunos casos hasta la afectación según Tomatis, cuando estaba frente a un patricio, a un pudiente cualquiera, un sobrino de obispo, un ministro, o un hijo de general, no podía reprimir una condescendencia irónica ante lo que él consideraba, de antemano y sin apelación, las inepcias del otro. Si el encuentro tenía lugar en presencia de algún testigo, de alguien a quien respetaba o admiraba, esa ironía no estaba exenta de crueldad, como si con ella tratase de diferenciarse al máximo de su interlocutor. El Matemático, ¿no? ¡Y cómo lo habían marcado los mismos que detestaba! Basta verlo ahora, en la calle principal, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en Florencia, bronceado bien parejo, alto, rubio, al abrigo de la imperfección y de la contingencia para quien, como Leto, lo observa desde el exterior, a tal punto que su sola presencia, sus expresiones exactas y pausadas, el cúmulo aparente de sus atributos positivos, refuerzan todavía más en Leto su sentimiento de exclusión, de torpeza, de ser no el capricho, sino el error irredimible del Todo.

Pero ya han llegado a la esquina, ese ángulo recto que, en los cálculos sumarios de Hipodamos, interrumpiendo abrupto la vereda, introduciendo un hiato evidente para conductores y peatones, facilitando la orientación, la circulación y la visibilidad, geometrizando de un modo ilusorio el espacio que, a decir verdad, no tiene forma ni nombre, pondría un orden convencional en las mañanas del Pireo. Sombra, baldosas grises, sol lateral, cordón, empedrado, cordón, baldosas grises, sol lateral, sombra: ya están, sin novedades ni mayores modificaciones de ritmo o velocidad, ni sobre todo de trayectoria, caminando por la vereda siguiente. El Matemático dice que Washington, cuando oye el triple zumbido, levanta, un poco extrañado, la cabeza, y ve los tres mosquitos revoloteando no lejos de la lámpara. Extrañado porque el último verano ha sido demasiado seco como para que las larvas, y después las ninfas, como les dicen, de esos así llamados dípteros, hayan podido acrecentar su prole, o sea, como se dice, proliferar. Mosquitos, a decir verdad, no escasean en la región y si en invierno hacen, como quien dice, las valijas y desaparecen, después, a partir de noviembre, cuando el calor comienza a apretar, si ha llovido lo suficiente como para que larvas y después ninfas prosperen, el aire se pone negro al atardecer, y los animales de sangre caliente se ven obligados a desplazarse a los cabezazos entre nubes insistentes, rapaces y zumbadoras. El hombre -el hombre, ¿no?, el ser humano, que compone, en su conjunto, lo que llaman la humanidad, o sea la suma de individuos desde la aparición de la especie, como la llaman, en, pareciera, el África oriental, por salto cualitativo en ramas evolutivas colaterales, y los atributos específicos que él mismo se atribuye-, el hombre decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, le ha puesto ese nombre, diminutivo o peyorativo de mosca, siguiendo sin duda una clasificación anatómica por tamaño, bastante imprecisa de todos modos, pero en fin, de todos modos, en forma imprecisa y todo, no hay otra salida, hay que nombrar. Todo esto, desde luego, según el Matemático, más o menos y siempre según Botón, y, según Botón, decía, según Washington. Pensándolo bien, nadie dice los mosquitos, todos dicen el mosquito, como si fuera siempre el mismo y como si, por medio de esa sinécdoque, que le dicen, se tratara de escamotear o, quizás, al contrario, de sugerir, el problema fundamentaclass="underline" ¿uno o muchos? ¿Es siempre el mismo mosquito que, rehaciéndose una y otra vez del golpe que lo aplasta contra la pared blanca, vuelve a la carga cada anochecer de verano, o nuevas hordas de individuos, flamantes e igualmente transitorias, brotan todos los días, ávidas, de los pantanos, en busca de su sangre necesaria, para, después de haber sido larva, ninfa, punta volátil y zumbadora, si ha logrado escapar al manotazo asesino, digerir burguesamente, decaer y morir? ¿Forma parte de los que, definitivamente, nacen y mueren, o mecanismos intercambiables y biodegradables vienen a rellenar sucesivos un ente de ocho milímetros que pica y zumba, esencia invariable sin contingencia ni destino, exterior al melodrama espacio-temporal, y sin diferenciación individual? ¿Su función es ser alguien en la vida o palpitación anónima que va absorbiendo, a medida que aparece, para brillar inmutable, imperecedera, aun cuando no tuviese más cuerpitos grises que devorar, insaciable, la esencia? Y previa, dicen algunos, extrafáctica, postempírica, ultramaterial, etc., etc. -en fin, más o menos, según el Matemático seguramente no según Botón, pero sí, seguro, piensa, a través de Botón, según Washington.

Leto va siguiendo, no sin dificultad, el relato del Matemático que lo explaya sin concesiones pedagógicas y sin preciosidad pero que, pareciera, va cobrando orden y sentido a medida que es proferido en frases claras y bien construidas, no solamente para el oyente, sino también, e incluso en mayor medida, para el relator, más atento a la coherencia del relato que su oyente, ya que, concentrándose en la formación de sus frases, de sus conceptos, estructurando sus recuerdos, sus interpretaciones, sus fragmentos de recuerdos y de interpretaciones, el Matemático es menos vulnerable a las interferencias sensoriales que Leto, para quien la historia de la que el Matemático parece tan empapado y satisfecho es un compuesto heterogéneo de palabras vagas y opacas, a las que casi no presta atención, y de tramos transparentes gracias a los cuales su imaginación, que se enciende y se apaga con intermitencias, fabrica visiones expresivas y nítidas: hubo una comilona en lo de un tal Basso, en Colastiné, a fines de agosto, para festejar el cumpleaños de Washington y se pusieron a discutir de un caballo que había tropezado; al Matemático -es Tomatis el que le puso el sobrenombre- se lo había contado Botón el sábado anterior en la balsa de Paraná, Botón, un tipo al que había oído nombrar muchas veces, pero que no tenía el gusto de conocer, y después Washington había dicho que el ejemplo del caballo no era adecuado para aplicarlo al problema que estaban discutiendo -Leto se pregunta oscuramente, sin atreverse a plantearle el caso al Matemático por temor de que el Matemático lo desprecie un poco, cuál diablos podría ser ese dichoso problema-, que el mosquito, si Leto ha entendido bien, sería un ente más apropiado, en razón de su carencia de finalismo antropocentrista, para utilizarlo como objeto de discusión y que justamente él, Washington, ¿no?, el verano anterior, después de medianoche, mientras trabajaba en sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, había tenido la ocasión de observar tres mosquitos que por su conducta singular, adquirían valor paradigmático y servían, más que el caballo, sobrecargado de proyecciones, para esclarecer el debate, todo eso, en la imaginación de Leto, ilustrado con pinturas esporádicas y fugaces, Basso y Botón puteando en el fondo de un patio impreciso, en un atardecer de invierno benigno, Beatriz armando un cigarrillo, el auto celeste de Marcos Rosemberg, llegando, cintilante y sin ruido, ante la casa de Basso que Leto nunca visitó, los amarillos y los moncholos envueltos en hojas de La Región de la víspera, untadas de aceite, Tomatis y los mellizos Garay, Barco, un tal Dib, que tiene un autoservicio, Silvia Cohen, Cohen, un tal Cuello al que le dicen el Centauro porque es medio animal, la noche lenta bajo el quincho, la noche de invierno que va enfriándose, en el fondo, entre los mandarinos -se quedaron, parece, hasta la madrugada, hasta el alba, incluso, los últimos, y después se volvieron, excitados y soñolientos, a la ciudad, entre los primeros rayos del sol y el rocío helado, y él, Leto, ¿no?, hubiese podido ir si hubiese querido, y sobre todo, si hubiese sabido, era demasiado íntimo de Tomatis como para necesitar invitación, resultaba incluso curioso que Tomatis no le hubiese dicho nada, tal vez por considerar que era imposible que no lo supiese y que eran tan íntimos que ni siquiera valía la pena explicitar la invitación, pero en fin, había que rendirse ante la evidencia: no lo invitaron.

Leto alza el brazo y señala la vereda de enfrente, unos veinte metros más adelante.

– Tomatis -dice.

El Matemático se interrumpe y mira en la dirección que Leto acaba de señalar, un poco desorientado primero, como si saliera de un semisueño, y, cuando comprende, sacude afirmativo la cabeza y empieza a esbozar una sonrisa.

– En efecto. Pane lucrando -dice.

En efecto; y, como diría el Matemático, pane lucrando. En mangas de camisa, la cara vuelta hacia el Sur, en el escalón superior de los dos de granito reconstituido que conducen a la entrada principal de La Región, interceptando la puerta, entre las dos vidrieras que exhiben las pizarras de felpa negra en las que se difunden, pegando letras móviles de latón blanco, las noticias principales del día. Tomatis está encendiendo un cigarrillo, con el fósforo protegido en el hueco de las palmas aunque no sopla la más mínima brisa y hubiese podido por lo tanto exponer la llama al aire matinal sin ningún peligro de que se apague. Un hombre alto, bien trajeado, que lleva un portafolios bajo el brazo, y al que Tomatis, ocupado en encender su cigarrillo, le impide salir del diario, le da un golpecito en el hombro de modo que Tomatis, sorprendido y serio, se da vuelta y se desplaza unos centímetros al mismo tiempo, para dejarle paso, con bastante mala voluntad, bajando un escalón y sin dignarse responder cuando el otro, al pasar, le lanza un agradecimiento de pura cortesía. Desde el escalón inferior, mientras se guarda los fósforos en el bolsillo, sin sacarse el cigarrillo de entre los labios, sigue oteando el Sur, indiferente al tumulto de la calle. Los autos pasan, muy lentos, en ambas direcciones, interceptando, intermitentes, la vereda del diario, de modo que la presencia de Tomatis. parado en el primer escalón de la entrada principal, se borra y reaparece, para Leto y el Matemático, discontinua y fragmentaria. Pareciera de mal humor -dice el Matemático, menos como resultado de una observación verídica que para exhibir, en presencia de Leto, un conocimiento íntimo de Tomatis; y Leto, por razones muy semejantes: Pareciera.

Pero no es exactamente eso, no -no mal humor. No. Tomatis, que tiene la cara vuelta hacia el Sur, como decía, hacia el pleno centro en rigor de verdad, y a pesar de los autos que pasan, de la gente que va y viene, del sol de la mañana -porque es, como decía nomás hace un momento, la mañana- del exceso rugoso y cambiante de lo perceptible, que podría ser uno de los nombres adecuados para darle a eso, está, desde que abrió los ojos en su cama, en un estado turbio y doloroso, del que la camisa arrugada, el pantalón lleno de manchas y la barba de tres días son la manifestación exterior, del mismo modo que la expresión ausente y preocupada. Desde el despertar, la realidad lo amenaza -la realidad, ¿no?, que es otro nombre, y de los menos felices, posible para eso, y que puede ser, a causa de su opacidad obstinada, adversidad y amenaza. De tanto en tanto, esas crecidas de amenaza lo visitan y cubren, oscureciéndolas, sin excepciones, las cosas. Ayer ha estado lo más bien, en acuerdo consigo mismo y con el mundo, y aunque el día ha transcurrido sin exaltación particular, él, Tomatis, ¿no?, lo ha ido atravesando también sin divergencias, bien amoldado a su envoltura, contemporáneo estricto de sus actos e idéntico a cada uno de ellos, el despertar, el trabajo, la comida, recuerdos neutros y proyectos tranquilos, las conversaciones, un paseo por la costanera al atardecer, aprovechando el buen tiempo, y un poco de lectura a la luz de la lámpara, en su cuarto de la terraza, después de la cena -un día entero, homogéneo, de primavera, sin accidentes, con su tinte apacible de permanencia, de continuidad, de existencia inequívoca y llana, uno de esos días que, por su naturalidad lisa y repetitiva, deben haber dado origen a la noción de eternidad. A eso de medianoche, sin novedades, se ha ido a acostar y él, Tomatis, a quien de tanto en tanto, y durante semanas, el insomnio lo hace dar vueltas cada vez más desesperadas en la cama hasta que, como dicen, lo sorprende el alba, anoche, justamente anoche, se ha dormido en el acto, sin soñar nada, con un sueño tan tranquilo que a la mañana, al despertar, lo primero que ha comprobado es que la cama con él bien encastrado entre las dos sábanas está casi intacta, como si acabara de entrar en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, inesperada, no bien abre los ojos, sin razón aparente, ya se ha instalado en él, como otras veces, indefinible y ensombrecedora, la amenaza. Desde bien temprano, las cosas naufragan en ella -o la Cosa, más bien, el universo, ¿no?, que puede ser también, y si se quiere, otra manera de llamar a eso, lo que está o acaece o en lo que se está y se acaece, o ambas cosas a la vez, como si se fuese pasando por zonas, por regiones, inerme y ciego, ente únicamente, ni individuo, ni carácter, ni persona, como dicen, problemático, y mortal sobre todo, chapoteando en lo empírico hasta que sobreviene, inconcebible, el apagón. Naufragan. Y Tomatis, incierto, indeciso, espera, durante el día plagado de peligro, recibir un golpe desde no sabe bien dónde, ni desde luego, por qué, la mente un poco sucia, como un vidrio semienterrado, recubierto, podría decirse, de ceniza reseca y, si se quiere, lleno de burbujas y de nudos que le son constitutivos y deforman la visión. Ahí está ahora, chupando, ansioso, con demasiada frecuencia, el cigarrillo, mordiéndose distraído el labio superior, ajeno al tumulto soleado de la calle principal que va adensándose hacia el Sur. Desde la vereda de enfrente, a medida que se acercan, Leto y el Matemático sienten la misma euforia tenue que produce siempre el encuentro inesperado con alguien cuya compañía resulta placentera, observando la actitud agobiada de Tomatis, los hombros redondos, la inmovilidad contraída que de tanto en tanto perturban movimientos del brazo o de la cabeza torpes y como mal, como se dice, coordinados. Al llegar a la altura de Tomatis, se detienen en el borde de la vereda, llamándolo por entre los autos, y deben silbar, chistar, gritarle dos o tres veces, antes de sacarlo de su distracción, pero cuando por fin los oye, y los descubre gritando y gesticulando en la vereda de enfrente, después de haberlos buscado con una mirada turbia y extrañada en varios puntos diferentes de la calle, una risa amplia, sin la menor duda postiza, en la que persisten todavía vestigios de ansiedad, aparece en su cara sombría. Tomatis se acerca a su vez al cordón de la vereda, y, riéndose y sacudiendo la cabeza, grita algo incomprensible en dirección al Matemático.