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– Sí -dice el Matemático-. Botón me contó.

Tomatis no parece escucharlo. Están llegando a la esquina: un atolladero de autos y de colectivos que se interceptan unos a otros trata de fluir en el cruce, a causa de que en la esquina la calle se vuelve exclusivamente peatonal, de modo que los autos que vienen desde el Norte se ven obligados a doblar por la transversal, para evitar las barreras que impiden seguir adelante, y los que vienen por la transversal únicamente pueden seguir derecho o doblar hacia el Norte. De tanto en tanto alguna bocina connota, mediante la producción artificial de, como las llaman, ondas sonoras convencionales, la impaciencia y, podría decirse, la excitación nerviosa de los conductores, lo que, sumado al pito perentorio pero inconsecuente de un agente de tránsito que revolea los brazos sobre una tarima, y al rumor general de la ciudad sobre el que resaltan los ruidos más cercanos y diferenciados, agrega algunas variables imprevistas al esquema ideal de intersecciones periódicas concebido por Hipodamos. Leto, Tomatis y el Matemático se dispersan, adoptando estrategias separadas para cruzar, mediante tanteos, desvíos, avances y retrocesos, por entre los vehículos inmovilizados, y cuando llegan al otro lado, casi en el mismo momento, retoman la posición inicial, de mayor a menor, y siguen caminando juntos, esta vez por el medio de la calle, desembarazada, por varias cuadras y durante algunas horas, de toda clase de vehículos -Tomatis en el medio, refractario al silencio circunspecto de los que lo acompañan, a la reticencia un poco desolada que genera, hosco y desprevenido, su relato, y que, enceguecido por la compulsión amarga de la amenaza, no se abstiene de continuar: no, la verdad, no fue una buena idea haber invitado a toda esa gente, a todos ésos, varios de los cuales, por otra parte, no tenían ningún derecho a estar presentes; debió haberse hecho algo más íntimo, con los verdaderos amigos, los que, cuando Washington se da vuelta, no tienen la costumbre de clavarle la puñalada por la espalda: Pirulo, por ejemplo, que se cree con derecho a mirarlo desde arriba porque Washington no comparte su culto supersticioso por los criterios cuantitativos en sociología, o el Centauro Cuello, que ahora pretende ser uno de sus íntimos, pero que cuando en el cuarenta y nueve los peronistas, para neutralizarlo políticamente a Washington que pedía todo el poder para el pueblo, lo habían hecho encerrar en el manicomio, él, que estaba entre los dirigentes de la juventud, se había lavado las manos; y todavía él, Tomatis, ¿no?, no está seguro de que Cuello no haya estado metido hasta el ídem en la maquinación. Lo mismo podría decirse de Dib, que, cuando fue dirigente del Centro de Estudiantes de Filosofía en Rosario, se las ingenió, con pretextos políticos, para boicotear una conferencia que los Cohen le habían obtenido a Washington con el fin de mitigar su miseria, porque hacía un año que no le pagaban la pensión -y de la vocación y del rigor filosófico de Dib puede poseerse, dice Tomatis, una prueba palpable cuando no se ignora que Dib, en cuya boca la palabra idealista es el peor de los insultos, apenas dispuso de capitales que le dejó su padre al morir, abandonó los estudios y se volvió a la ciudad para instalar un autoservicio, no sin dejar de calcular, él que se dice marxista, que la ventaja principal de un autoservicio es que puede funcionar, como las estancias de la oligarquía, con muy poco personal. De todos modos, dice Tomatis, haber sido dirigente del Centro de Estudiantes, ya es una prueba suficiente de su vocación de negrero, porque entre las costumbres de esos señores figura en primer lugar mandar al frente a la tropa durante las manifestaciones y reservarse para ellos los puestos de la jerarquía. No, a decir verdad, había varios que estaban de más esa noche. Y varios que no estaban y que deberían haber estado.

Leto le echa una mirada discreta, de reojo, para ver si la última frase ha querido reparar la falta de no haberlo invitado, pero el perfil pálido de Tomatis no se modifica cuando lo roza su mirada; y, del otro lado, el Matemático, a quien también la frase acaba de llamar la atención, dictamina, en su fuero interno que, casi seguro, esa frase está dirigida a sus oyentes, no porque la ausencia de sus oyentes en la fiesta de cumpleaños le parezca una injusticia capital, sino porque, para mitigar un poco la malevolencia de su discurso, Tomatis estimula sin proponérselo de un modo deliberado la vanidad de sus oyentes para equilibrar la negrura de sus descripciones. La pausa de Tomatis le parece una confirmación, de modo que discreto pero no menos perentorio, aprovechando la cesura, se atreve a sugerir: ¿no está exagerando un poco? Está bien que la versión de Botón no es muy de fiar, sobre todo cuando pretende, en vez de atenerse con circunspección a los hechos, aderezarlos con sus propias interpretaciones, pero por lo que él -el Matemático, ¿no?- sabe de la gente que estuvo presente, le parece que, después de todo, la versión de Botón, dejando de lado algunas fantasías, no debe andar muy lejos de la verdad. Y por último, las caracterizaciones psicológicas de Tomatis -aquí el Matemático trata sin resultado de cruzar una mirada rápida de complicidad con Leto por encima de la cabeza de Tomatis-. si bien no son injustas o incorrectas en ciertos casos, le parecen más bien secundarias: ¿así que Botón se mama? ¡Chocolate por la noticia! ¿Que las concepciones de Pirulo son de lo más limitadas y que Cohen siempre la embarra con su psicologismo rudimentario? Ya se habían puesto de acuerdo sobre eso veinte veces. No; por lo que a él le ha dicho Botón, el interés de la fiesta no está en todas esas banalidades, sino en la discusión sobre el caballo de Noca y los tres mosquitos de Washington. Al terminar su tirada, el Matemático se pone la pipa vacía en la boca y, sin siquiera mirar a Tomatis, dispuesto a no hacer más concesiones, se queda esperando una respuesta.

– El caballo de Noca, el caballo de Noca, los tres mosquitos… ¡Ah, sí! Ya me acuerdo -concede poquito a poco Tomatis, simulando tener que hurgar con mucho esfuerzo en su memoria para actualizar esos detalles insignificantes. Y agrega, exagerando su escepticismo: Sí, sí. Podría ser.

Aunque, a su juicio, hay que mostrarse prudente. Si se propusiesen, por una vez, ser rigurosos, las objeciones sobrarían: en primer lugar que el caballo de Noca haya tropezado o no es un hecho inverificable por toda la eternidad, porque las fabulaciones de Noca son conocidas en la costa entera, desde la ciudad hasta San Javier y más al Norte todavía, y las razones que lo inducen a elaborarlas, de índole pragmática o artística según los casos, pero siempre estimuladas por el vino abocado, pueden variar hasta el infinito; existen por lo tanto muchas probabilidades de estar discutiendo a partir de algo que nunca sucedió. Además, si él se acuerda bien, Noca le habría dado esa explicación, motivada por la demora de los pescados, a Basso, el dueño de casa, fuente, como es bien sabido, más que discutible, en razón de su total incapacidad para el manejo de cualquier clase de criterio de verdad, a causa ir, de su pretendido orientalismo, mal leído y peor interpretado; y por último, si la memoria no le falla, el que lanzó la polémica fue Cohen, mientras preparaba el fuego, y ya se sabe que Cohen tiene una tendencia particular para exponer problemas que se presentan como fundamentales nada más que porque adopta formulaciones que parecen sutiles y expresiones que él supone muy entendidas para exponerlo; y todo eso porque Silvia, su mujer, es más inteligente que él cosa que él soporta a duras penas. Además-agrega Tomatis antes de quedarse pensativo unos segundos- habría que ver si, como él lo pretende, el instinto es necesidad pura.

– Instigado por -dice el Matemático, sacándose la pipa de la boca, sacudiéndola en el aire, y volviéndola a colocar entre los dientes-. Yo le decía a Leto, hace un momento.

Tomatis no parece escucharlo. Habría que ver, repite. Además, prosigue, vehemente, las intervenciones de Barco, que participó mucho en la primera parte de la discusión, son bastante dudosas, porque se la pasaba yendo y viniendo del quincho, donde Cohen estaba preparando el fuego, al barril de chop que había instalado en la entrada de la cocina, de modo que había que repetirle la mitad de las cosas que se decían mientras desaparecía para ir a tirar lisos, ya que no permitía que nadie tocara la canilla, por miedo de que se venga abajo la instalación bastante precaria que había hecho de la serpentina. Por otra parte, él se pregunta: ¿a quién, pero a quién entre los presentes podía interesarle una discusión así? Sin contar a Cohen, que, como acaba de decir, gusta presentarse en público como un dialéctico consumado a causa de los complejos que le origina la superioridad intelectual de su mujer, dejando de lado a Basso y su irracionalismo de tres por cinco, eliminando al Gato, que durante ese tipo de polémicas se limita a mirar con aire sardónico a los diferentes participantes, a Pichón, que no es de los que gastan mucha saliva en las conversaciones, a Silvia y a Beatriz, que cuando empezó la cosa estaban en la cocina, a Washington que no dijo nada hasta después de la comida, y a Marcos Rosemberg que desde que la mujer lo plantó con César Rey no abre la boca, y a Barco que, como acaba de decir, se la pasaba yendo y viniendo del barril al quincho y del quincho al barril, ¿qué otro de los presentes podía tener la menor idea de lo que se estaba discutiendo?

Y Tomatis sacude la cabeza, agobiado por la cantidad de invitados al cumpleaños de Washington incapaces de estar a la altura de la discusión. Pero el Matemático, alerta, no se deja impresionar: en todos los que, según Tomatis, serían capaces de mantener una controversia de calidad, reconoce, sin dificultades, a los mejores amigos del propio Tomatis quien, sin el menor escrúpulo, ha relegado al resto de la humanidad a las tinieblas exteriores. ¿Y él, Tomatis? Como si hubiese adivinado la interrogación mental del Matemático, Tomatis continúa, refiriéndose justo a su propia persona: él no intervino para nada, todo ese despliegue inútil de supuesta dialéctica tenía la capacidad de hincharlo soberanamente, así que se limitó a quedarse mudo en la punta de la mesa comiendo lo más tranquilo su amarillo y tomando piola su vino blanco -lo cual, si el Matemático se atiene a la versión de Botón, sería más bien falso, puesto que, según Botón, Tomatis, por cuyas arterias ya circulaban, desde antes de llegar a la fiesta con Barco y las chicas, tres o cuatro whiskies, si bien es cierto que no intervino de modo directo en la discusión, se la pasó todo el tiempo hostigando a unos y a otros, ridiculizando con juegos de palabras de segundo orden las diferentes intervenciones y reduciendo al absurdo, por pura volubilidad, la mayor parte de los argumentos. Mudo en la punta de la mesa comiendo lo más tranquilo su amarillo y tomando piola su vino blanco, pretende por segunda vez Tomatis, igual que un segundo martillazo que se da por las dudas para que el clavo entre del todo y bien, sospechando de un modo difuso que la cifra de su credibilidad ante el Matemático, y aun ante Leto que sigue silencioso la conversación, no dista mucho de ser equivalente a cero. Pero la amenaza es más fuerte que el amor propio: de Washington, por ejemplo, insiste, es difícil saber cuándo habla en broma o en serio, y el hecho de que haya permanecido en silencio durante tanto tiempo antes de intervenir a él le da bastante mala espina. Tal vez su intervención tan tardía fue un modo socarrón de decir que también él estaba harto. Esa historia de los tres mosquitos, uno que no se aventura, uno que se aventura y que levanta vuelo y se va cada vez que la mano sube para aplastarlo, y uno que a la primera tentativa nomás se deja aplastar contra la mejilla, le parece, a él, a Tomatis, que lo conoce bien a Washington, ¿no?, de lo más dudosa. Aun cuando la cosa haya ocurrido de verdad y que, sin duda alguna, los tres mosquitos hayan existido, apareciendo en las circunstancias consignadas y comportándose de la manera descripta por Washington, aun así, habría que ver primero si traerlos a colación podía ser algo más que un modo indirecto por parte de Washington de decirles a Cohen, Barco y compañía, que como se habían puesto a delirar sobre un caballo por qué no deliraban ya que estaban sobre tres mosquitos, de manera tal que, puesto que se les había dado por delirar, deliraran en serio, no a costa de un pobre caballo sobrecargado desde el vamos de delirio insensato por la especie humana, sino, si eran capaces, y ya que tanto les gustaba delirar, de tres mosquitos, grises, diminutos y neutros, un modo elegante de sugerirles que, cuanto más irrisorio es el objeto, más claro resulta el tamaño del delirio. Y, segundo, si se acepta la posibilidad de que Washington haya hablado en serio, no hay que dejar de considerar que, después de todo, Washington no es infalible. ¿Por qué no analizan un poco, a ver? Ahora, él, Tomatis, se acuerda -curioso, se le había borrado casi por completo. No conoce la versión de Botón pero como en cambio lo conoce a Botón, le basta y sobra. Por ende, la deja de lado. Además él, Tomatis, ha estado presente, y aunque no le haya interesado participar, o tal vez por esa razón, no se considera, después de todo, tan poco autorizado para reproducirla. Por otra parte, si alguien puede jactarse de conocerlo bien a Washington y ser capaz de captar las intenciones múltiples que a veces se vislumbran en lo que dice, no resultaría demasiado forzado admitir que él, Tomatis, podría ser esa persona. Pues bien, desde su punto de vista (el de él, el de Tomatis, ¿no?), si, desde luego, no se trató de una tomadura de pelo descomunal -el gusto de Washington por la cachada pocos se dan cuenta de lo pronunciado que es-, la intervención de Washington habría consistido en una meditación, indirecta desde luego, sobre la noción de destino, y no de un curso acelerado sobre aspectos oscuros de alguna rama marginal de la entomología. Puesto que para él, Tomatis, Washington, que se ha divorciado dos veces y que por lo tanto no se siente obligado, cada vez que está en público, a demostrar que es más inteligente que su mujer, no es tan ingenuo tampoco como para creer que cuando se pone a hacer fiorituras sobre el comportamiento de tres mosquitos, está hablando en verdad de esos tres mosquitos y no de otra cosa. Porque el que dice, del mosquito, que es tal o cual cosa, no dice, dice Tomatis, a decir verdad, del mosquito, nada. Dice de él, no del mosquito, dice Tomatis, y lo repite, tan fuerte en la mañana soleada y en la calle principal, que una mujer que cruza en ese momento, levanta la cabeza y lo mira sorprendida: ¡Dice de él! ¡Dice de él!, con el tono, no exento de pasión, de quien, demostrando poco a poco un complot, profiere por fin la revelación fundamental que, como se dice, echará por tierra de un modo definitivo la superchería.