Incluso Leto lo mira, no sin asombro, echando un poco la cabeza hacia atrás para dar por registrada la vehemencia; Leto que, desde que el Matemático ha visto a Tomatis parado en la puerta del diario y ha comenzado a gesticular hacia él desde la otra vereda, tiene la impresión de haberse vuelto transparente, en razón de la atención excesiva que se acuerdan, mutuos, Tomatis y el Matemático, formando una especie de aura común, impalpable y vivaz, de la que se siente excluido. Y sin embargo, en la cuadra anterior, el Matemático lo ha mirado por encima de la cabeza de Tomatis para crear con él una especie de complicidad destinada a neutralizar las tiradas arbitrarias y compulsivas que Tomatis no puede abstenerse de proferir a causa, sin que ellos lo sepan, de las titilaciones tenaces de la amenaza. La exclusión penosa que lo vuelve como transparente incita a Leto, paradójica, a sonreír todo el tiempo, tal vez para ocultar sus sentimientos verdaderos, pero los músculos de la cara, que deberían obedecer a sus intenciones y configurar su sonrisa, se le resisten, como si tuviese la piel tirante y dura, a punto tal que, de tanto esforzarse por sonreír o a causa de su impresión agobiadora de transparencia, siente un dolorcito esporádico en la mandíbula.
Según Tomatis, entonces, los famosos mosquitos habían sido, para Washington, un pretexto -y Tomatis recuerda que Washington asintió con la cabeza cuando Cohen, al terminar Washington su relato, hizo la sugerencia siguiente: si Washington había matado a uno de los mosquitos, a ése de entre los tres que, precisamente, se había dejado atrapar al primer manotazo, la razón había que buscarla no en el mosquito sino en Washington. A esa sugerencia de Cohen, Washington asintió con la cabeza, dice Tomatis. Y también que cuando alguien objetó que si uno de los mosquitos había venido a picarlo hasta su mejilla dejándose matar de un manotazo, se debía tal vez al simple hecho de que son las hembras y no los machos los que pican y que podía deducirse que la que había venido a picarlo era una hembra y los dos que se habían mantenido a distancia eran machos, Washington lo refutó diciendo que en primer lugar uno de los otros dos mosquitos había venido a asentarse varias veces en su mejilla o en las cercanías lo cual probaba que también debía tratarse de una hembra, y en segundo lugar, y esto era, al parecer por el tono firme con que lo dijo, su argumento mayor, que en el plano al que él se estaba refiriendo, el sexo no es una determinación principal."
"¡La putísima madre!", piensa Leto. "No largan prenda sobre ese dichoso plano. Mejor. Total, me importa una mierda." Pero no es cierto. La prueba es que dieciséis, diecisiete años más tarde, se seguirá acordando todavía de los mosquitos de Washington.
También el Matemático que, una mañana de mil novecientos setenta y nueve, a bordo de un avión que viene desde París y que empieza a bajar hacia el aeropuerto de Estocolmo, mientras espera, paciente, el aterrizaje, saca la billetera del bolsillo y, de entre los billetes, las tarjetas de crédito, las credenciales, retira la hoja doblada en cuatro que Tomatis le regaló en la puerta del diario, la hoja cuyos dobleces ya están más marrones que amarillos y, tan gastados que, para abrirla sobre la mesita plegadiza de la que la azafata acaba de llevarse la bandeja con los restos del desayuno, el Matemático toma infinitas precauciones, por miedo de que los dobleces, ya rasgados en parte, se separen por completo. Pero el Matemático ni siquiera lee los cinco versos mecanografiados -se limita a recorrerlos con la mirada, ya que la hoja, después de tantos años y de tanto ser transportada por pura costumbre de una billetera a otra, de un saco a otro, de un continente a otro, únicamente a medias guarecida de los años en los bolsillos tibios del Matemático, ha perdido ya su carácter de mensaje para volverse objeto y, sobre todo, reliquia, a caballo entre su presencia material y, como quien dice, el gran fondo de olvido que tarde o temprano dará cuenta de ella; o vestigio, más bien, no de Tomatis, desde luego, de quien ha estado hablando el día anterior nomás con Pichón Garay, mientras paseaban por Saint-Germain des Prés. viniendo desde la Assemblée Nationale en dirección a la Place Maubert, no, no de Tomatis, sino de la mañana en que, acabando de volver de su primer viaje a Europa, se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el Sur. El Matemático mira la hoja, sacude la cabeza, la vuelve a plegar con cuidado y, después de meterla otra vez en la billetera, y de guardar la billetera en el bolsillo interior del saco sport, se pone la pipa vacía en la boca y, cruzando las manos sobre la mesita plegadiza, se queda pensativo. A decir verdad, la primera vez que la puso en la billetera fue porque, a punto de cambiar de pantalón, en el anochecer del mismo día en que Tomatis se la regaló, sacó todos los objetos de su bolsillo, pañuelo, llaves, la pipa vacía -la llenaba y la encendía muy de cuando en cuando-, una copia del comunicado de la Asociación y, como la hoja plegada en cuatro estaba entre ellos, la guardó rápido en la billetera porque si no llegaría tarde a la reunión de la Asociación, y durante meses la tuvo olvidada en un compartimiento, hasta que un día, cuando la billetera estuvo demasiado gastada, en los dobleces también, como la hoja, y su madre le regaló una nueva para sus veintiocho años, al pasar papeles y billetes de una a otra la volvió a encontrar. Estuvo a punto de dejarla en su escritorio, para después ponerla en un cajón con otros papeles, pero una vacilación supersticiosa lo detuvo: le vino la intuición, desagradable por cierto porque lo sometía a una especie de servidumbre, de que si se desprendía de esa hoja de papel, algo grave sucedería. Con un sacudimiento de cabeza y una sonrisita corta y escéptica, característica de quien se concede una debilidad pasajera que no coincide con su personalidad y que cuenta corregir apenas tenga tiempo de ocuparse a fondo del problema, guardó la hoja en la billetera nueva y volvió a olvidarla durante varios meses. Un día en que estaba leyendo en su cuarto se acordó de que la tenía y de la vacilación que lo asaltó cuando había tratado de desprenderse de ella y, como estaba de humor excelente y se sentía limpio, organizado y sólido por dentro, decidió sacarla de la billetera para abolir con un gesto decidido el malestar que, después de todo, le había dejado su reacción supersticiosa, de modo que abrió el ropero en el que estaba colgado su saco, retiró la billetera del bolsillo, la hoja de la billetera, volvió a guardar la billetera en el bolsillo del saco, cerró la puerta del ropero y, abriendo un cajón del escritorio se dispuso a dejar caer la hoja doblada en cuatro sobre unos papeles que, como se dice, dormían en el fondo del cajón, pero a último momento se dijo que si obraba de esa manera se trataría de un acto compulsivo y que era más conveniente, en lugar de esconderla en el cajón del escritorio, dejarla un tiempo, con naturalidad, sobre la mesa, como hubiese hecho con un objeto cualquiera. Así que dejó la hoja sobre la mesa y se sentó a leer. Se hizo de noche. Había estado concentrado un buen rato en la lectura, distrayéndose únicamente para encender la lámpara cuando advirtió que oscurecía, y de golpe alzó la cabeza y vio el rectángulo de papel blanco bien nítido sobre la mesa, expuesto a la luz intensa de la lámpara que, colocada con mucha estrategia, proyectaba un círculo luminoso sobre una porción de la mesa en que estaban sus manos, el libro y el papel, y dejaba el resto de la habitación en penumbras. Pero únicamente el papel parecía estar presente; presa de otra de esas emociones que, como a él le gustaba decir, si
bien no son mensurables, en esta etapa de nuestros conocimientos por lo menos, no parecería haber razón para que un día de éstos se resistan a, etc., etc., ¿no?, presa otra vez de una de esas emociones, decía, que ponían al desnudo su fragilidad, el Matemático percibió, con la misma claridad con que podía percibir la energía que irradiaba la materia combustible al arder, que ese papel tirado sobre la mesa irradiaba peligro, que la hoja plegada en cuatro estaba en relación secreta con fragmentos heterogéneos del universo, y que si él quería preservarlos de la destrucción no debía desprenderse de ella de ninguna manera -el Matemático, ¿no?, que después de pensar en forma bien clara y serena lo que antecede, sacudió la cabeza como la primera vez, y emitió la misma risita incrédula y breve. Decidió salir, dar una vuelta por el bar de la galería, comer un sandwich o una pizza cerca de la terminal de ómnibus y volver para seguir trabajando hasta medianoche. Pero cuando después de peinarse un poco, ajustarse la corbata y ponerse el saco se resolvió a dejar la habitación, un obstáculo insuperable, que no obstante haberse levantado en su interior parecía bloquear, invisible pero corpóreo, el hueco de la puerta, lo hizo pararse de un modo brusco en la entrada. Eran las radiaciones de peligro que, fulgurando sobre la mesa, mandaba la hoja blanca doblada en cuatro. La vacilación intensa lo hizo ponerse de costado en el hueco de la puerta, de modo que quedó con una mitad del cuerpo en el pasillo y la otra en la habitación, la cara vuelta hacia la mesa sobre la que el rectángulo blanco reverberaba en la luz cruda -el rectángulo blanco del que dependían, inermes y anónimos, pero ya unidos a él por vínculos secretos, fragmentos del mundo exterior, personas quizás, procesos, cosas, no sabía, algo que él, con una decisión tan banal en apariencia, podía contribuir a exterminar. Pensó que no debía ceder y, apagando la luz y cerrando la puerta tras de sí, resolvió que no cedería. Salió a la calle con determinación y, durante los primeros pasos que dio en la vereda, que le insumieron pocos segundos a causa de la velocidad que llevaba, se olvidó del papel, pero casi en seguida nomás empezó a aminorar hasta que, sacudiendo la cabeza, contrariado, como se dice, más que temeroso, se paró por completo. Y cuando volvió a buscar el papel, para neutralizarlo, y lo guardó otra vez en la billetera, se dijo que lo hacía menos por temor de que esos vínculos temibles existiesen realmente, que porque no quería que sus rumiaciones le arruinaran el paseo. Con el mundo a salvo en un compartimiento de su billetera se podía pensar mejor, y así en frío no le costaba mucho darse cuenta de que ni los versos de Tomatis ni Tomatis tenían nada que ver con esa especie de energía nefasta que se había acumulado en la hoja, sino que, por una de esas casualidades, se había producido un encuentro entre la hoja de papel, hasta ese momento neutra o inscripta en otra red de relaciones, y un instante de debilidad de su propia persona, debido tal vez al cansancio, a una transformación pasajera que, para reorganizar los elementos constitutivos de su personalidad, los traía a la superficie a todos sin excepción, incluso los más secundarios o los más arcaicos, con el fin de realizar una nueva síntesis que relegaría de un modo definitivo los componentes inútiles, del mismo modo que, cuando limpiaba su escritorio, sacaba y leía todos los papeles que guardaba en los cajones, los que conservaría y los que había decidido tirar. Era una buena explicación y el Matemático no le daba, a esa rareza pasajera, la misma jerarquía que al Episodio pero, aunque pensaba en ella muy de cuando en cuando, y siempre con la misma sonrisita interior escéptica y breve, dieciocho años más tarde todavía llevaba la hoja doblada en cuatro en un compartimiento de su billetera y, aunque conocía los versos de memoria, de vez en cuando la sacaba y le echaba una mirada, de un modo mecánico, no premeditado, con los gestos grises y un poco ajados de la costumbre, como esa mañana sobre la mesa plegadiza de la que la azafata acababa de llevarse la bandeja del desayuno cuando el avión que, como decíamos, o decía mejor, el que suscribe, hace un momento, había despegado un par de horas antes en París, empezaba a bajar hacia el aeropuerto de Estocolmo.