La esquina, en la que las dos hileras de autos que recorren San Martín en ambas direcciones aminoran, tiene esta particularidad: como la calle transversal corre de Este a Oeste, la sombra de la hilera de casas desaparece, y como no hay nada que intercepte los rayos del sol que brilla en lo alto de la calle, calle y vereda están ahora llenas de luz, en tanto que la sombra de Leto, que ha aparecido de un modo súbito proyectándose sobre las baldosas grises, tal vez un poco más corta que el cuerpo, se estira ahora hacia el Oeste. Cuando Leto está por bajar de la vereda gris a la calle empedrada, su sombra se quiebra en el filo del cordón y sigue proyectándose sobre los adoquines parejos de la calle. La sombra se desliza hacia adelante, un poco oblicua al cuerpo, vuelve a quebrarse contra el filo del cordón en la vereda de enfrente y cuando los zapatos de Leto tocan las baldosas, sigue deslizándose por la vereda hasta que Leto entra en la sombra de la hilera de casas y su propia sombra desaparece. La cuadra está desierta; no abandonada, sino desierta -vacía, sin presencias humanas que, aparte de Leto, y como él sean también el centro de un horizonte que, a medida que se desplazan, van desplazándose con ellas. Después de caminar unos metros bajo los árboles, ve aparecer, de pronto, en la esquina siguiente, un chico en bicicleta que ha doblado desde la transversal, avanzando hacia él por la vereda. Progresa con esa especie de ondulación que tienen las bicicletas cuando no van demasiado rápido, de la que el equilibrio, que el ciclista reconquista a cada pedaleada, no es la consecuencia principal sino la fase pasajera y frágil de un movimiento más amplio y más complejo. El ciclista, de no más de nueve o diez años, las piernas estiradas al máximo para alcanzar los pedales cuando se hallan en la posición más baja de su movimiento circular, se desplaza, a pesar de su lentitud, mucho más rápido que Leto, cuyo paso, ni lento ni rápido, no ha variado desde que atravesó el bulevar y empezó a caminar por San Martín. A medida que va acercándose -su velocidad, aunque constante, como acrecentada por el desplazamiento inverso de Leto-, Leto puede oír, cada vez más nítido, el complejo de ruidos que manda la bicicleta, chirridos metálicos, rumor de gomas contra las baldosas, crujidos y golpeteos de cuero, pedales, rayos, caños, que suenan en un orden invariable y que se repiten periódicos a causa de la uniformidad del movimiento. La bicicleta, pasa, entre Leto y la hilera de casas, y la serie de sonidos, que había alcanzado, al llegar junto a Leto, su intensidad máxima, empieza a decrecer a sus espaldas hasta que por fin deja de oírse. Leto ni se da vuelta y, en rigor de verdad, como se dice, ¿no?, apenas si se han mirado, desplazándose en sentido inverso y llevándose con ellos, en dirección opuesta, cada uno su propio horizonte.
Al oír el segundo chistido, Leto advierte que, distraído, ha oído también el primero y se da vuelta. Los brazotes, un poco separados del cuerpo, vienen boyando en el aire, y la cabeza, que se quiere elegante, y sin duda lo es, se bambolea un poco, ya que el Matemático, en la espalda meditabunda que se desplaza varios metros delante de él, ha reconocido a Leto y se ha puesto a chistarle para que pare y lo espere. Al mismo tiempo que lo reconoce, Leto piensa: "Si acaba de doblar, lo que es muy probable, ya que vive en esa calle, debe haberse cruzado recién con la bicicleta puesto que, como no se lo ve, también el ciclista debe haber doblado la esquina". El Matemático, una cabeza más grande que él, lo alcanza y le estrecha la mano. ¿Qué se cuenta?, dice. Sin mirarlo a los ojos, Leto responde con vaguedad. Y, dice, aquí andamos.
El Matemático deja persistir una sonrisa indecisa. A Leto sus mocasines blancos, lo mismo que su bronceado, le parecen prematuros, pero sabe que acaba de volver de Europa, donde ha pasado tres meses recorriendo fábricas, playas, museos y monumentos con el grupo anual de egresados de Ingeniería Química. Están incontrolables desde que vieron La Dolce Vita, le ha oído decir a Tomatis, con desdén distraído, la semana anterior. Y ha sido Tomatis, por otra parte, según le ha oído decir Leto ya no sabe a quién, el que ha empezado a llamarlo el Matemático. No es un mal tipo, no, dice a menudo, un poco snob a lo sumo, pero, francamente, no sé qué satisfacción malsana le dan las ciencias exactas. ¿No notaste el tonito con que te habla de la teoría de la relatividad? Ya por su estatura tiene tendencia a mirar el mundo desde arriba pero, digo yo, ¿acaso uno tiene la culpa de que multiplicando la masa de un cuerpo por el cuadrado de la velocidad de la luz se obtenga la energía que daría la desintegración completa de ese cuerpo? Durante unos segundos, los dos hombres jóvenes, uno bronceado, rubio, alto, vestido todo de blanco, incluso los mocasines que lleva puestos sin medias, corpulento y macizo, el otro más bien flaco, de anteojos, el pelo marrón abundante y bien peinado, la calidad de cuya vestimenta es a simple vista inferior a la del primero, a cincuenta centímetros uno del otro, permanecen silenciosos, sin hosquedad pero sin mucho que decirse tampoco, y sumido cada uno en sus propios pensamientos como en una ciénaga interna que contrasta con el exterior luminoso, de la que les estuviese costando un esfuerzo indescriptible emerger y en la que, por esa tendencia a considerar lo que nos es ajeno a salvo de nuestras imposibilidades, piensan a la vez que el otro nunca se empasta o se empastaría. Sin darse cuenta, Leto, que, no sabiendo qué hacer, lleva la mano al bolsillo de su camisa para sacar los cigarrillos, siente que, por alguna razón, él está excluido de muchos mundos que el Matemático frecuenta, que el Matemático es una especie de ente solar perteneciente a un sistema en el que todo es preciso y luminoso y que él, en cambio, chapotea en una zona viscosa y nocturna, de la que rara vez puede salir, en tanto que el Matemático, a pesar de su cabeza elegante llena de recuerdos recientes y coloridos de Viena, Amsterdam, Cannes, Málaga y Spoleto, siente haber estado desterrado en las tinieblas exteriores durante tres meses y que Leto, Tomatis, Barco, los mellizos Garay y todos los otros, han aprovechado su ausencia para darse la gran vida en la ciudad. Por fin, y concentrándose en el acto de abrir su paquete de cigarrillos, de modo de no verse obligado a alzar la cabeza, Leto murmura: Y Europa, ¿qué tal?
– Lamento apelar a un lugar común -dice, orondo, el Matemático-, pero es una vieja madama decadente.
Leto no sospecha que, bajo el desinterés aparente y la estimación generosa respecto de los que no han viajado, el Matemático teme que una apreciación demasiado admirativa lo descalifique. Y lo oye agregar: Justamente, salgo a distribuir a los diarios el comunicado de prensa de la asociación. Va de cajón que los puteríos no figuran en el balance. Sin advertir que el Matemático lleva la pipa apagada aferrándola por el hornillo, en la mano derecha que pende contra la costura del pantalón, y que por eso, con un movimiento de la mano libre, lo rechaza, Leto, después de golpear la base del paquete de cigarrillos para hacer salir tres o cuatro por la abertura que ha practicado en el borde superior, tiende el paquete hacia el Matemático ofreciéndole uno. Para que la razón de su rechazo se haga evidente, el Matemático se lleva la pipa a la boca y la sostiene apretándola entre sus dientes blanquísimos y regulares. "Para seguir tan bronceado y tan saludable", piensa Leto, "al día siguiente de su llegada debe haberse ido a remar". Mientras Leto enciende el cigarrillo, el Matemático, aprovechando su distracción, lo induce, poniéndose en marcha él mismo, a seguir caminando. Avanzan -o sea van pasando-, gracias a la facultad que poseen no se sabe bien por qué, de un punto a otro en el espacio, ganando, por decirlo de algún modo, terreno, aunque esos puntos entre los que se desplazan estén todos, con ellos dos adentro, en cada uno de los puntos, y en todos a la vez, en el mismo lugar. No, hablando en serio ahora, dice ahora el Matemático, es una experiencia que se debe hacer-y lo que él llama experiencia son esos recuerdos que, aunque frescos y coloridos, no son más accesibles a su propio ser que un paquete de tarjetas postales de Amsterdam, de Viena, de Capri, de Cadaqués, de San Gimignano. Siena es una imagen rojiza, elevada en la bruma caliente del atardecer; París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico. Mientras lo escucha, Leto va poniendo imágenes en los nombres que resuenan en la mañana tibia, y esas imágenes, que forma con recuerdos heterogéneos salvados de experiencias dispares y sin relación real con los nombres que escucha, no son ni más ni menos pertinentes y satisfactorias que los recuerdos del Matemático, incapaces de volver más accesible la cosa aun cuando provengan de lo que el Matemático podría llamar su experiencia. Los nombres de ciudades van pasando como adosados a una sierra sin fin o a una calesita, de modo tal que, periódicos, a pesar de las variantes y de las nuevas inclusiones, tarde o temprano los mismos nombres reaparecen en la memoria del Matemático, que los hace resonar para los oídos de Leto como a un instrumento: La Baule, a pesar de que era pleno verano el mar estaba helado; Praga, gran parte de la obra de Kafka se explica cuando uno llega; Brujas, pintaban lo que veían; París, una lluvia inesperada. De pronto, el Matemático, que viene caminando del lado de la pared, da un salto al costado empujando consigo a Leto que, manteniéndose firme, trastabilla un poco pero sigue caminando: como están llegando a la esquina, el Matemático, concentrado en su relato, se ha sobresaltado al ver aparecer, brusco, aunque manteniendo siempre su pedaleo plácido y ondulante, al chico de la bicicleta que, en el tiempo que ellos han puesto para recorrer la cuadra, ha dado la vuelta manzana. Un silencio colérico, un poco ostentoso, interrumpe, después del salto, la ristra de recuerdos del Matemático, que se para y se da vuelta y ve alejarse, por la vereda gris, bajo los árboles, la bicicleta lenta con sus ruidos metálicos, discretos y complicados. Leto, que ha continuado su marcha, le saca algunos pasos de ventaja y se queda a esperarlo, más allá del borde oblicuo de la sombra de las casas. El Matemático lo alcanza, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Si te atropella, dice Leto, te engrasa los pantalones. Lo rompo a patadas, dice, mostrando con su tono jovial que de ningún modo lo haría, el Matemático. Parece menos un ser de carne y hueso que uno de esos arquetipos que aparecen en los afiches publicitarios, de los que toda contingencia inherente a lo humano ha desaparecido. Su aspecto físico, perfeccionado por el bronceado europeo y por la blancura de su vestimenta, no es otra cosa que la consecuencia de sus perfecciones biográficas: a pesar de haber sido una de las estrellas del equipo de rugby del club Universitario tiene, según la expresión de Tomatis, algo un poco más denso en la cabeza que lo que suelen tener adentro, una vez infladas, las pelotas de rugby. Aun cuando no pocas hectáreas en el Norte de la provincia, cerca de Tostado, le pertenezcan, el padre del Matemático, yrigoyenista escrupuloso, abomina de oligarcas y militares y es uno de los viejos abogados liberales cuyo nombre figura al pie de los recursos de habeas corpus de casi todos los presos políticos de la ciudad; y el Matemático, a diferencia de su hermano mayor que es también abogado pero que ha aceptado cargos oficiales de casi todos los gobiernos, el Matemático, decía, ¿no?, no solamente ha seguido la tradición liberal de su padre y de su abuelo materno sino que, en determinado momento, cuatro o cinco años atrás, ha estado entre los miembros fundadores de esos grupos trotsquistas o de renovación socialista que, después de 1955, empezaron a proliferar. Pero el Matemático es un pensador y no un activista; un contemplativo, no un organizador; y no un práctico sino un teórico. Le gustan más los tratados que las reuniones de célula, y prefiere los manifiestos futuristas a los constructores de futuro. Sus estudios de ingeniería son, sin duda, el resultado de alguna estrategia familiar destinada a afrontar, con el diploma correspondiente, el desarrollo nacional que obligará un día a los herederos a pasar de la propiedad pasiva de la tierra a la inversión industrial. Serán todo lo liberales que quieras, sabe comentar, malévolo, Tomatis, pero no dan puntada sin hilo. El Matemático, que tal vez presiente, en la reserva dicharachera de Tomatis, el escepticismo o la desconfianza, sigue impasible en el papel que se ha asignado: el de aportar, sin que, en verdad, nadie se lo haya pedido por no haber notado su ausencia, el rigor lógico en las discusiones y una exactitud en la información que, por su insistencia, termina resultando molesta. En realidad, lo que Tomatis le reprocha es que el Matemático lo tome demasiado al pie de la letra. Si, por ejemplo, en medio de una discusión Tomatis cita a un filósofo alemán, a la semana siguiente el Matemático ha leído ya todas sus obras y vuelve dispuesto a retomar el punto en que la discusión ha quedado la semana anterior. Tomatis ha citado a ese filósofo debido al azar de sus asociaciones, no porque considere que es imprescindible perder la juventud y quemarse las pestañas leyendo sus tratados, pero es demasiado vanidoso como para esquivar la discusión. A causa de su credulidad, el Matemático tiene más información que todos los otros, porque le basta oír mencionar a un autor para ponerse a leer sus obras completas y aparecerse quince días más tarde, fresco y tranquilo, a conversar sobre ellas. "Bien mirado, hay pocos reproches que hacerle", piensa Leto. Porque ni siquiera es de los que quieren ganar a toda costa las discusiones; es amable, discreto y servicial. "Salvo", piensa Leto, "salvo cuando se vale, sin darse cuenta él mismo, estoy seguro, de sus dichosos axiomas, postulados y definiciones. Entonces le aparece en la mirada algo semejante a lo que le venía con la luna llena al hombre lobo o en presencia de las putas ajadas a Jack el Destripador".