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El Matemático se puso los lentes. En la cabina semivacía su gesto brusco y lento al mismo tiempo, contrastó con la inmovilidad ilusoria del avión asentado en medio de las nubes grisáceas, semejante a un objeto frágil protegido por una envoltura algodonosa. A la de lo exterior en equilibrio, correspondía en ese momento una especie de inmovilidad interior, desprovista de toda superioridad moral o emotiva, resultado de una cadena demasiado larga, demasiado complicada y demasiado secreta de acontecimientos como para sentirse con ganas de analizarla, pero bastante paradójica como para que, en medio de tantas malas noticias, de vuelta al Norte oscuro y a la soledad casi total por tres o cuatro meses, esa inmovilidad indudable de su interior, en el limbo inmóvil e iluminado del avión entre las nubes o coincidiendo con él, no fuese muy diferente del bienestar. ¡Y todo por el paseo que habían hecho la víspera con Pichón Garay, a la salida de l'Assemblée Nationale, caminando por el bulevar Saint-Germain en dirección a la Plaza Maubert! Después del encuentro con los diputados, los otros miembros de la delegación habían propuesto almorzar todos juntos, pero sin haberse puesto previamente de acuerdo, Pichón y el Matemático rechazaron la invitación. Con los otros miembros de la delegación, no tenían, a decir verdad, más que principios en común, muy respetables en verdad, pero sin la fuerza de la experiencia o del recuerdo. Y despidiéndose de los otros, se habían puesto a caminar.

Sin saber cómo, habían empezado a hablar del cumpleaños de Washington, tal vez porque de esa noche, había quedado una expresión, es como los mosquitos de Washington, que equivalía a decir de existencia dudosa, y que Pichón había empleado unos momentos antes aplicándola a las promesas de una posible ayuda a los refugiados por parte del gobierno francés. Esa expresión, el Matemático la conocía muy bien, pero la dispersión de los últimos años la había relegado un poco, de modo que al oírla, reavivada, igual que el cosmos periódico, gracias a un período de olvido, grandes fragmentos, intactos y claros, de su vida pasada, cobraron, como se dice, actualidad, y el Matemático empezó a evocar, sin proponérselo, recuerdos de experiencias que nunca habían realizado. No se sabía quién había utilizado por la primera vez la expresión, ni cuándo, pero, en aquellos años, después de la famosa noche, aparecía seguido en las conversaciones, y una vez, incluso, maravilloso, el Matemático se la había oído emplear a alguien que no únicamente no conocía a Washington ni a ninguno de sus allegados, sino que tampoco podía estar al tanto de la historia, no hubiese siquiera podido imaginársela y, si la hubiese oído, no la habría comprendido ni le hubiese acordado el menor interés. Pichón se había puesto a perorar sobre la expresión después de haberla empleado, evocando el cumpleaños sin advertir que el Matemático, que en ese momento estaba visitando fábricas en Francfort, sacudía afirmativo la cabeza ya que, dieciocho años más tarde, todavía le producía una especie de vergüenza o de humillación el hecho de no haber estado presente, y que sólo gracias a su fuerza de voluntad logró transformar el movimiento afirmativo de su cabeza en un sacudimiento negativo, antes de declarar, creando una confusión pasajera en los recuerdos de Pichón: Yo, desgraciadamente, no estuve. Pichón no se acordaba muy bien:…era una historia con tres mosquitos… tres mosquitos que… ¿cómo era?… ¿así que él no había estado? Curioso, porque en sus recuerdos, él lo veía patente cerca del barril de chop, discutiendo con Horacio Barco. ¿No había sido él, el Matemático, el que a la madrugada, cuando Pirulo, un poco borracho, había querido pelearse con Miguel Ángel Podio, por no se acordaba bien qué historia política, había tratado de separarlos? El Matemático sacudía la cabeza a medida que Pichón iba adjudicándole actos que nunca había realizado, sin darse cuenta de que la confusión de Pichón suprimía la desventaja posible de los ausentes y que, después de tantos años, los hechos eran tan ajenos e inaccesibles a los que habían participado de ellos como a los que únicamente los conocían de oídas. Y Pichón, que se resistía a sacarlo de sus recuerdos, y que a decir verdad nunca lo lograría, rascándose perplejo el mentón, continuaba: ¿cómo? ¿no era él, el Matemático, el que había traído a Washington en auto? ¿No había sido con él que él, Pichón, había ido a juntar mandarinas heladas para traerlas a la mesa y que viendo que un árbol se sacudía con violencia en la oscuridad se habían acercado pensando que se trataba de una lechuza para comprobar que Barco y la Chichito susurraban y se reían en voz baja, encastrados y ocultos entre las hojas? Y hubiese jurado que el Matemático también era de la partida al amanecer, cuando ya muchos se habían ido a dormir o vuelto a sus casas y únicamente quedaban seis o siete arracimados alrededor de la estufa y del brasero en el interior de la casa, tomando mate -Basso, Barco, Beatriz, Silvia Cohen, él, Pichón, ¿no?- mientras Washington, fresco y pausado, empezó a comparar, quién sabe por qué atajos de la conversación, los mûdra del Hatha Yoga con la utopía fourierista, argumentando que los mûdra, que obligan al cuerpo humano a adoptar posiciones antinaturales y a realizar actos fisiológicos considerados a priori como imposibles, refutan el fatalismo biológico, del mismo modo que la sociedad concebida por Fourier, en la que todo es deliberado y construido racionalmente en oposición a la autorregulación espontaneísta liberal, desmorona el fatalismo social que pretende fundamentar la opresión en una naturaleza humana dada de una vez y para siempre. Pichón, de los mosquitos, del caballo de Noca, casi ni se acordaba, pero a esa discusión alrededor de la estufa, en el alba helada, todavía la tenía presente. Y, sobre todo, la vuelta a la ciudad. Washington tenía que pasar a hacer unas cosas antes de volverse a Rincón Norte, cobrar la pensión o algo así, Pichón ya no se acordaba, pero de lo que le parecía estar seguro era de que habían vuelto en dos coches, el de la Chichito y el del Matemático, ¿no? Y el Matemático negaba con la cabeza: Tchttchttchtch… imposible; él, en esos momentos, estaba en Francfort, se acordaba muy bien; y Pichón se había visto obligado, no sin esfuerzo, y sin duda sin convicción, y temporariamente, a sacarlo de su recuerdo, tan fresco, nítido y ordenado, como si le viniese del día anterior; falso o verdadero, era más o menos así: excitados por el alcohol de la noche, por haberse amanecido, por las discusiones, salieron a la mañana fría para descubrir que, como la temperatura había ido bajando en la madrugada, lo que los había obligado en determinado momento a pasar del quincho a la casa, en muchos puntos del campo amarillento, el sereno había ido depositándose en manchas blancas de helada que el sol ya alto, brillando en un cielo pálido, no había logrado todavía fundir; Pichón se acordaba del aire limpio, gélido, y de que, al salir de la casa, Silvia Cohen había ido derecho a observar los primeros brotes de un árbol preguntando en voz alta a los presentes si la helada no los mataría. Todo el mundo se había puesto a mirar el cielo, el aire, los árboles, el camino arenoso. tratando de estimar, con miradas que se volvían de pronto desconfiadas y graves, la intensidad real de la helada, decididos a expedirse sobre la supervivencia posible de los brotes, hasta que por fin, después de una deliberación bien sopesada, dictaminaron, en el momento en que iban entrando en los coches, que se trataba de una helada de fuerza relativamente escasa y que los brotes, sin duda alguna, resistirían. Pichón se había echado a reír con carcajadas tan comunicativas que el Matemático, contagiado, se reía a su vez, sin ningún otro motivo, ya que la risa de Pichón provenía de una reflexión que todavía no había hecho y que recién lanzó unos segundos más tarde, a saber que, si después de ponderar con ojos, piel, pulmones, la fuerza de la helada, habían decretado su inocuidad, no era porque tuviesen la menor capacidad de realizar un examen objetivo de las condiciones climáticas, sino porque después de la noche que habían pasado, del alcohol y de la amanecida, de los toqueteos carnales y fugaces en los márgenes oscuros de la reunión, de la excitación de las discusiones, habían salido a la mañana gélida dichosos y reconciliados con el todo y deseaban, porque el olvido de sí actualizaba la esperanza, que esas ondas benévolas que los mecían se verificaran, incontrovertibles, en lo exterior.

Y así. O, si se quiere, más o menos -más o menos así, ¿no? A través de los lentes, el Matemático paseaba su mirada por la cabina iluminada, sin prestar, como se dice, demasiada atención a las cabezas inmóviles que sobresalían de las cimas de los respaldos, ni a las ventanillas bloqueadas por esa sustancia algodonosa que, interceptando la luz exterior, había acentuado, paradójica, la claridad artificial de la cabina. En todos esos años, había engordado un poco, no mucho, porque la convicción de que el deporte era la mejor manera de contrabalancear su sedentarismo lo había preservado, gracias a la práctica metódica, aunque menos obsesiva que la religión del propio cuerpo que, después del eclipse de los dioses, había hecho su aparición en Occidente, de los estragos que el tiempo hace en los cuarentones, pero su cabello rubio se había vuelto opaco y un poco ceniciento, y unas arrugas finísimas, más parecidas a las de un bebé que a las de un anciano, le ajaban la cara en paquetes de líneas más o menos paralelas, que se orientaban reproduciendo en la piel la disposición oculta de los músculos faciales. La explosión súbita de las risas en el bulevar Saint-Germain, el día anterior, resonaba en su fuero interno, con ese atributo singular de las rememoraciones sonoras que, aunque vuelven silenciosas a la memoria, no pierden ni timbre, ni color, ni intensidad. El bienestar le venía menos de la alegría implícita en la conversación, al fin y al cabo restringida, en sí misma y en el contexto en que había aparecido, que del efecto de ciertas palabras, de ciertas asociaciones las cuales, de un modo inesperado, le permitieron desplegar, o despegar más bien, porciones de su vida superpuestas entre sí y apelmazadas, igual que esos carteles que, en las paredes de las ciudades, bajo capas sucesivas de engrudo y papel impreso, forman una especie de costra de las que apenas si pueden hojearse los bordes toscos y atormentados, aunque uno sepa que en cada una de las láminas recubiertas subsiste, invisible, una imagen. Desde el día anterior, muchas de esas imágenes recubiertas habían reaparecido gracias, no a sus propios recuerdos, sino a los de Pichón -Pichón, ¿no?, que a pesar de los privilegios de la experiencia, no está menos perdido en la incertidumbre engañosa que él, que en aquellos días se había despreciado un poco por haber estado en Francfort, privándose de ese modo de atrapar, en un punto preciso de lo que es, la sucesión rugosa del acaecer con la red de sus cinco sentidos.