Mientras cruzan, el Matemático condesciende a retomar, sin mucha convicción, la lista de nombres que traen pegados, en el reverso, expresiones y recuerdos inamovibles y simplificados: Roma, se la imaginaba de otra manera; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Florencia, también ellos pintaban lo que veían; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico. Dejan atrás la calle, el cordón de la vereda, el sol lateral, y entran en la sombra tibia de la cuadra siguiente. Un viejo está abriendo los postigos de una ventana en la planta baja. El Matemático que, de un modo brusco, unos segundos antes, ha interrumpido su relato, lo saluda con una inclinación de cabeza y sigue caminando, pensativo. A pesar de la diferencia de estatura, Leto y el Matemático llevan el mismo paso, ni lento ni rápido, tan bien coordinado que no puede saberse si es el Matemático el que reduce la extensión de sus trancos para igualarlos a los pasos de Leto o si, por el contrario, las piernas más flacas y más cortas de Leto se acomodan, sin esfuerzo visible, a la marcha del rugbyman adepto a la scientia recte judicandi. Durante unos metros, parecen no saber de qué hablar. Está lo que se había dicho más arriba ¿no?, que el Matemático, por temor de que un entusiasmo excesivo por su gira europea lo descalifique un poco entre los que se han quedado, se muestra reticente en cuanto a la transmisión de sus recuerdos. Y, por otra parte, con la ansiedad propia de los ausentes que temen que la realidad haya sido más intensa mientras ellos no estaban, viene reteniendo, desde que se encontró con Leto, la pregunta que no se atreve a formular para no demostrar tampoco un interés excesivo, semejante al celoso que, para no traicionar la obsesión que lo ha poseído durante su ausencia, busca el momento oportuno para comenzar su interrogatorio disimulándolo con una serie de preguntas desinteresadas y banales. Mientras tanto, Leto está pensando: "Habría que ver si Lopecito se lo creyó. Sin embargo, es demasiado escrupuloso como para rechazar la idea de plano. Ha sido, durante veinticinco años, el jamón del sandwich. Y, desde que él murió, las cosas se le empeoraron. El podría inclinarse en favor de la tesis de mamá aunque ni aun así es seguro de que obtenga lo que viene prometiéndole sin comprometerse demasiado desde que jugaban a la casita, pero si lo acepta en su fuero interno como lo hace públicamente corre el riesgo de que el supuesto enfermo incurable se le esté riendo en el otro mundo".
Observándolo, discreto y un poco cortado, el Matemático percibe la expresión retraída de Leto, de modo que aprovecha para decir: ¿Y por aquí, cómo anduvo la cosa todo este tiempo?, mordiendo la pipa apagada hasta tal punto que, en vez de proferir, farfulla su pregunta entre los dientes apretados y la lengua que, sin libertad de movimiento, se enreda con la boquilla de la pipa y la hace vibrar contra el filo de los dientes. El Matemático ignora que a Leto le sobran razones para sentirse, aun estando presente, mucho más excluido que él de los ramalazos de intensidad que, arbitraria, la realidad podría dispensar a los círculos que frecuenta: que, por empezar, hace apenas un poco menos de un año que vive en la ciudad, y es, por lo tanto, un mero agregado tardío, un recién llegado; que, por otra parte, como tiene apenas veintiún años, es bastante más joven que varios de los más jóvenes, que no interviene casi nunca en las discusiones y que si lo invitan a algún lado es únicamente en tanto que apéndice de Tomatis; que, único sostén de madre viuda, tiene que llevar varias contabilidades para poder mantenerla y que, en definitiva, algo en su interior, como la carcoma al mueble, roe por anticipado su expectativa ante toda posible intensidad, lo cual explica un poco sus ausencias y sus silencios; y él quisiera, ¿no es cierto?, de tanto en tanto, que algo fuese posible. Leto, dejando escapar mucho humo por los labios entreabiertos, de los que acaba de retirar, con dedos cuidadosos, el cigarrillo, responde: él ha visto poco a la gente; él sale poco; de esos tres meses, tiene poco y nada que contar.
Imaginémonos un jugador que, desde hace un buen rato, tiene en su poder la carta que va a permitirle ganar la partida pero que durante muchas vueltas no puede jugarla porque, de los otros jugadores, ninguna le da la ocasión de hacerlo; durante vueltas y vueltas, el jugador va tirando cartas inútiles, indiferentes, que no cambian para nada el curso de la partida, hasta que, de pronto, la combinación que necesita se forma sobre la mesa, permitiéndole lanzar, con euforia y decisión, la carta ganadora. La confesión retraída de Leto ha puesto.al Matemático en esa situación superior.
– ¿Cómo? -dice-. ¿No estuviste en el cumpleaños de Washington?
Leto niega con un sacudimiento de cabeza, mientras piensa: "Y hoy todavía, esta mañana, cuando ella dice que él ha sufrido tanto es menos para recordarme ese sufrimiento que para controlar si creo en él o no". Y el Matemático, observándolo sin mirarlo, mirando la vereda recta frente a sí más bien, pero observándolo sin embargo con el costado derecho de su cuerpo, es decir, el que casi roza, durante la marcha, el costado izquierdo del cuerpo de Leto, el Matemático, decía, ¿no?, a su vez, aunque es siempre, como decía hace un momento, la misma vez, piensa: "No lo invitaron".
Leto sale como de bajo el agua. Ha estado pensando, acordándose de su madre, de la muerte de su padre, de Lopecito, hundiéndose durante unos segundos en esos pensamientos y recuerdos como en un canal subterráneo paralelo al aire de primavera, y, al emerger, al volver a la superficie, se encuentra con que ese tipo rubio, buen mozo, de unos veintisiete años, vestido todo de blanco, al que Tomatis le dice el Matemático, que acaba de volver de Europa y que ha salido a distribuir a los diarios comunicados de la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química, acaba, también, hace unos segundos, de preguntarle si ha estado en el cumpleaños de Washington, y como él, con un movimiento de cabeza, ha respondido que no, teme ahora que el otro, que está como acechándolo, esté acechándolo no con desprecio, sino con extrañeza y con cierta compasión. "En primer lugar, no hubiese necesitado que me invitaran. Hubiese podido ir si hubiese querido, sin necesidad de que me invitaran. Pero sobre todo, no hubiese querido que me invitaran porque eso significaría que no me consideran tan íntimo como para que resulte de cajón que tengo que ir. Ahora bien, sentado esto, hay que rendirse ante la evidencia: no me invitaron."