– ¿Ah, sí? -dice Leto-. ¿Y quién te lo contó?
– Botón -dice el Matemático.
Leto sacude, afirmativo, la cabeza. Ese nombre, o sobrenombre, mejor, Botón, aparece de vez en cuando en las conversaciones, pero a Leto no le evoca ninguna representación precisa, porque nunca ha visto a su titular. Le parece que es entrerriano, que estudia derecho, que fue dirigente reformista, que se lo ve mucho en vernissages y en conferencias, y que toca la guitarra. Tres o cuatro veces le ha oído pronunciar a Tomatis, hablando con un tercero, frases tales como: Anoche lo encontramos a Botón que se caía en el bar de la Terminal, o, una vez, refiriéndose a una pintora: Botón le baja la caña. Pero Leto nunca lo ha visto. A decir verdad, cuando oye el sobrenombre, lo primero que se representa es un verdadero botón, un botón negro con cuatro agujeritos en el centro, y recién después de una corrección rapidísima empieza a ver la imagen de una persona, un tipo de pelo lacio y piel oscura, picado de viruela, que no corresponde a ningún recuerdo pero que llena, con su aparición servicial, la ausencia de experiencia. "Siempre tiene que haber algo", piensa Leto. "Si no hay nada uno piensa que no hay nada y ese pensamiento ya es algo."
Sí, en efecto, Botón, acaba de repetir el Matemático. Botón, que, aunque no estaba previsto, se encontró por casualidad con el Gato Garay en la escuela de Bellas Artes y prometió llevar la guitarra. Pero que, como no había vuelto a su casa después del encuentro, ni siquiera había llevado la guitarra y, luego de hacer un par de diligencias en el centro, había sido el primero en llegar a Colastiné, donde era la fiesta. Había comprado tres botellas de vino blanco. Por si faltaba, dice el Matemático. Siempre tiene miedo de que falte. Según Botón, y, desde luego, según el Matemático, ¿no?, como no debían ser más de las cinco y el sol estaba alto todavía, y Basso, el dueño de la quinta, acababa de levantarse de la siesta, se habían ido al fondo y se habían puesto a puntear. Basso según el Matemático tiene un huerto biológico, cría gallinas y, con unas rentas que le dejó la abuela materna, puede vivir sin trabajar. Leto, que no conoce ni a Basso ni a Botón ni nunca ha estado en esa esquina, ve dos tipos punteando tierra negra, contra el sol declinante de un fin de invierno benigno, en el fondo de un patio cuya imagen proviene, sin que él mismo se dé cuenta, de dos o tres quintas diferentes a las que ha ido, desde que se mudó de Rosario, en Colastiné y en Rincón. Y el lugar en el que esa quinta se levanta, como el nombre de Colastiné abarca una extensión material que excede por lejos su experiencia, es un punto aproximativo, un poco fabuloso, que Leto ubica, sin saber por qué ni tampoco preguntárselo, en una zona fronteriza entre su experiencia y los muchos fragmentos puramente imaginarios que incluye la palabra Colastiné y que él nunca ha visitado.
Pero al rato nomás, dice el Matemático, habían empezado a llegar los otros: los mellizos Garay, que hubiesen querido prestar la casa de Rincón pero que debieron desistir a último momento porque la madre había decidido desratizarla esa semana, y Cuello, el escritor. ¿Cuello?, dice Leto. Cuello. Sí, El Centauro, El Centauro Cuello, dice el Matemático. ¿El Centauro?, repite Leto, intrigado. El Matemático se echa a reír. Sí. El Centauro. Porque es medio animal. Leto también se ríe, sacudiendo la cabeza. La risa, que expelen gargantas humanas y que chispea, al mismo tiempo, en ojos humanos, sale al aire tibio del exterior. Un peatón que los cruza, un hombre en mangas de camisa que lleva un portafolios bajo el brazo, cuarentón regordete y casi calvo, se ríe a su vez, sin que ellos lo adviertan, contagiado por la eclosión de risa súbita que acaba de presenciar. Y el Matemático continúa: Cuello venía temprano, había dicho Botón (al que se lo había dicho el Gato en Bellas Artes) por si Noca, un pescador, que debía traer un cargamento de moncholos y amarillos, fallaba a último momento, ya que en ese caso, como trabajaba en la Mutual de Carniceros, hubiese podido procurar, Cuello, ¿no?, a último momento, un asado de recambio. Pero Noca no falló; casi en el mismo momento que Cuello, pero viniendo desde la costa y no desde la ciudad, había llegado con dos canastos llenos de amarillos y moncholos que, después de pescarlos, se había tomado el trabajo de vaciar de sus órganos y de lavar en el agua misma del río. A juzgar por el modo como lo cuenta el Matemático, Botón ha trasmitido la llegada de Noca valiéndose del ditirambo; pero a medida que la repite, el Matemático, aplicando un protocolo riguroso, desmantela la versión de su informante: Botón, que es gringo, se apaisana a discreción; tiene un gusto excesivo por el barbarismo; los criterios de verdad se los suministran el rasguido doble y la chamarrita. A Noca, él lo conoce: en vez de ir a pescar él mismo, se lo pasa en el boliche; le compra el pescado a los verdaderos pescadores, y se lo revende a los puebleros que tienen quinta en la región. Va a terminar acopiador. Sin embargo, es la versión de Botón la que, por entre las objeciones sociológicas definitivas aunque desinteresadas del Matemático, Leto adopta y retiene: el Noca mítico buscando, con pericia inmemorial, por el río salvaje, los últimos amarillos, prevalece en desmedro del trashumante de clases a causa de la movilidad social que produce la urbanización creciente de la región litoral. Pero, de percibirla, al Matemático la reticencia de Leto no le iría ni le vendría: en realidad, del mismo modo que a ningún crítico de arte se le ocurriría invalidar un retrato sosteniendo que el modelo representado es feo, o viejo, u hombre o mujer, sino que atacaría la técnica del pintor, al Matemático el objeto Noca en su objetividad objetiva le importa, dice, hablando mal y pronto, tres pepinos, pero no así la descripción hecha por Botón, compuesta, según el Matemático, de apriorismos estereotipados y no de verdaderos datos empíricos. Puro material radiotelefónico, dice el Matemático.