Leto ya no se ríe. La palabra radiotelefónico trae, como pegada en el reverso, la imagen de su padre: pero no es la tristeza lo que ha borrado la risa de su cara, sino esa gravedad un poco mecánica que asumimos cuando, con su llamado insistente, un pensamiento o un recuerdo tratan de atraernos hacia el interior. Durante unos segundos, la narración del Matemático, intensa y bien detallada, se vuelve, poco a poco, palabras sueltas, ruido carente de sentido, rumor lejano, como si, a pesar del ritmo idéntico de la marcha y de los brazos que casi se rozan, caminasen por espacios disociados, probando en qué medida un recuerdo puede separar a dos hombres, hasta que, por fin, el llamado se desvanece, no sin dejar una huella imprecisa en su interior, como una mancha de la que se ignora el origen impresa en una pared blanca, de modo que la expresión de Leto se vuelve otra vez sonriente y atenta y las palabras del Matemático que, como veníamos diciendo, ¿no?, le está contando a Leto el cumpleaños de Washington Noriega, salen del horizonte de ruido y continúan llenando de imágenes, no siempre adecuadas, su cabeza. Y los mellizos… dice el Matemático. Empiezan a cruzar; un auto colorado frena en la esquina, esperando para doblar por San Martín; vacilan, lo sortean, atraviesan la transversal que a diferencia de las anteriores es asfaltada y no empedrada, y llegan a la vereda de enfrente. Dejan atrás la esquina soleada y avanzan bajo la sombra de los árboles. Al bajar a la calle, el Matemático se ha callado, posponiendo lo que estaba por decir, y adoptando una expresión vigilante al ver venir el auto colorado, un aire de vacilación ostentosa cuando el auto, parándose en la esquina, les corta el paso; y, cuando dejan atrás el auto, al aire vacilante lo sucede un sacudimiento distraído y reprobatorio de la cabeza, que se detiene cuando llegan a la vereda de enfrente. "Los mellizos Garay", va, por su parte, pensando Leto. Los mellizos, retoma el Matemático cuando entran en la sombra de los árboles, consiguieron una serpentina para instalar un barril de chop. En el patio hipotético, situado en un lugar fabuloso, las figuras humanas, simplificadas por la imaginación de Leto, se dispersan y se mueven, activas, recortándose contra el crepúsculo: el Centauro, la señora de Basso con las dos nenas, Botón y Basso que puntean en el fondo, los mellizos que instalan, en la entrada de la cocina, el barril de chop, cubriendo de hielo la serpentina, y el sulky de Noca que se aleja hacia la costa por un camino arenoso que Leto y Barco han recorrido una vez a pie, tres meses antes, un domingo a la mañana, para ir a pescar. Y a medida que el Matemático va profiriendo nuevos nombres, la imagen más o menos fija, formada de recuerdos heterogéneos, se puebla de nuevas figuras que pasan a ocupar en ella un lugar y una función: Cohen, y Silvia, su mujer, Tomatis y Beatriz, Barco y la Chichito -los Cohen que han llegado por su lado, en colectivo-, y Beatriz, Barco y la Chichito que han pasado a buscar a Tomatis a la salida del diario en el auto del padre de la Chichito y lo han visto salir por la puerta principal con un paquete de diarios de la víspera destinados a envolver los pescados para ponerlos en la parrilla. Según le ha dicho Basso o Botón, dice el Matemático, Marcos Rosemberg trajo el vino la víspera, veinticuatro botellas, y era el que se encargaba de pasar a buscar a Washington para llevarlo a lo de Basso. Por fin llegan, antes de que anochezca; el auto celeste de Marcos Rosemberg estaciona frente a la quinta. Para ser exactos, el Matemático dice únicamente en el auto de Marcos Rosemberg, pero como Leto lo conoce por haber subido dos o tres veces en él, se lo representa con el color adecuado, de modo que ve, en el crepúsculo, la máquina celeste llegar, ondulante y silenciosa, cintilando un poco en la última luz, ante el frente de la quinta imaginaria. Le hicieron un recibimiento apoteósico, dice, irónico, el Matemático, citando la expresión textual de Botón. Evidentemente, la canilla de chop estaba mal instalada -salía pura espuma-, de modo que Barco, que tiene genio práctico, desmontó y volvió a montar la instalación. ¿Tira? ¿Tira?, indagaban, en círculo, alrededor, varias caras ansiosas. Por fin empezó a tirar. Como a la noche iba a refrescar, habían preparado una mesa grande, que todavía no estaba puesta, bajo el quincho, cerca de la parrilla. Superando una fracción de segundo de confusión, Leto se ve obligado a instalar el quincho imprevisto entre los árboles del fondo. Nidia Basso y Tomatis preparaban ensalada amarga en la cocina. Cohen, el psicólogo, que iba a ser el asador, encendía fuego en la parrilla. Barco llenaba vasos de cerveza y Basso cortaba cubitos de queso fuerte y de mortadela sobre una tabla y la pasaba entre la concurrencia. Beatriz armaba un cigarrillo. Washington, que acababa de desprenderse de su viejo bolso de Aerolíneas Argentinas lleno de libros y papeles, tenía en la mano, sin decidirse a tomar el primer trago, un vaso de cerveza. ¿Y Botón? Botón, durante horas, parecía haberse omitido de su relato, como si el papel de observador le vedara intervenir en la acción. Introduciendo una variación refinada, el Matemático comenta que, a decir verdad, la versión que Botón le ha dado de los acontecimientos exige, teniendo en cuenta la personalidad de Botón, una corrección continua destinada a trasladar los hechos del terreno del mito al de la historia, pero Leto, en ese momento, por debajo de la imagen persistente de un patio en la costa, en un anochecer de invierno, lleno de rostros conocidos y desconocidos que se entreveran vagamente, Leto, digo, ¿no?, casi sin darse cuenta, y aunque sea siempre la misma, está pensando otra vez en Isabel, en la enfermedad incurable, en Lopecito hablándole con los ojos llenos de lágrimas junto al cajón cerrado: Tu viejo fue un pionero de la televisión. Tenía el genio de un inventor. Yo le debo todo.
– La idea de festejarle los sesenta y cinco años vino de los mellizos -dice el Matemático-. Y hay que sacarles el sombrero por haber logrado juntar gente tan diversa. Como en el dicho: no están todos los que son ni son todos los que están.
Leto lo mira: ¿es una cortesía hacia su persona? Pero su mirada rebota contra el perfil perfecto del Matemático que, con la vista fija en un punto del aire intermedio entre la vereda y las copas de los árboles, un poco ausente, rememora: una noche del verano anterior en que estaban conversando con Washington, Tomatis y Silvia Cohen en la terraza de los Cohen, como Tomatis, que había estado llenando sin parar su vaso de ginebra con hielo se había puesto a maldecir, por pura parodia, el destino de los humanos, alzando el puño amenazador hacia el cielo estrellado y él, el Matemático, le empezó a tomar el pelo, Washington, sin distraerse mucho de su conversación con Silvia Cohen le había dicho, simulando dirimir una verdadera cuestión teórica, que lo dejara, que desde el punto de vista lógico está más cerca de la verdad el que, lisa y llanamente, se pone a lloriquear bajo las estrellas, espantado por lo absurdo de la situación, que el que, dándoselas de heroico o de creyente en la historicidad, trata, a pesar de todo, de sacar adelante una familia, o de ganar la faja de honor de la SADE. Una sonrisa rápida, discreta y distraída, aparece y se borra en los ojos del Matemático. Pero, por alguna razón oscura, de la que ni él mismo es consciente, en vez de contar esa anécdota de Washington cuenta otra, en la que no ha pensado desde hace mucho tiempo y que, una fracción de segundo antes de que haya comenzado a decirla en voz alta, estaba ausente de sus representaciones.
– Dice que una vez un autor de cuentos fantásticos que lo vino a visitar de Buenos Aires le preguntó si nunca pensaba escribir una novela. Dice que Washington puso cara de espanto, como si el otro lo estuviese amenazando. Y dice que después de un momento le contestó: yo, como Heráclito de Efeso y el general Mitre en el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos.
Se ríen. Avanzan. El Matemático piensa: "Noca dijo que, si llegaba un poco tarde, era porque uno de sus caballos había tropezado". Y Leto: "Le robó el amor de su vida, lo transformó en solterón, le dejó a cargo su familia, y él dice sin embargo que le debe todo". Según parece, dice el Matemático, Noca le dijo a Basso que llegaba tarde porque uno de sus caballos había tropezado y se había quebrado una pata. Estaban, había dicho Botón, cinco o seis alrededor de Cohen, masticando cubitos de mortadela y tomando cerveza como aperitivo, y observando a Cohen que manipulaba brasas y leña, no sin hacer toda clase de muecas y lagrimear entre el calor y el humo del que los espectadores se mantenían a distancia confortable. Y cuando, según Botón, Basso había comentado la excusa de Noca, Cohen había interrumpido bruscamente su trabajo y, sin dejar de lagrimear y de hacer muecas dolorosas, se había plantado, perentorio, frente a Basso: ¿Desde cuándo los caballos tropiezan?, había dicho.
– ¿Cómo? ¿No tropiezan? -dice Leto.
– Tropiezan. Tropiezan -dice, conciliador, el Matemático. Y después de una pausa dubitativa-: En fin, depende.
– ¿Depende de qué? -dice Leto.
– Depende de lo que se entienda por tropezar.
Según el Matemático, y siempre según Botón, ¿no?, el argumento de Cohen había sido el siguiente: si un tropezón es una equivocación y los caballos, como el resto de los animales, actúan únicamente por instinto, ¿no es contradictorio atribuirle al instinto una equivocación? El instinto sería lo que, por definición, no se equivoca. El instinto, dijo, Cohen antes de volverse triunfal hacia las llamas, es necesidad pura. Cuando le dio la espalda a los espectadores para ponerse a trabajar con dedicación exagerada con el fuego, pudo percibirse, para su satisfacción, un silencio general. Pero después de un momento, Basso volvió a intervenir: él no hacía más que transmitir lo que Noca le había dicho, a saber que, si llegaba un poco tarde, era porque uno de sus caballos había tropezado y… Sí, sí, eso ya lo sabemos, lo interrumpió, con impaciencia bonachona, Barco, que había dejado su puesto en la canilla de chop y había llegado bajo el quincho justo para oír el relato de Basso y la objeción de Cohen. Lo que, según él, en cambio, había que preguntarse, eran dos cosas: la primera, si es verdad que el instinto no se equivoca; la segunda, si tropezar es una equivocación. Silencio caviloso de la concurrencia. Basso volvió a intervenir: el problema con Noca era que nunca podía saberse cuándo fabulaba y cuándo decía la verdad. Y como no dio muchos detalles estaban obligados a adivinar si el caballo había tropezado solo o mientras alguien lo montaba: Leto evoca, sin dificultad, la imagen de un hombre a caballo; y el Matemático piensa: "El problema se plantea únicamente con un caballo sin jinete. En el caso contrario, el error es del jinete y no del caballo". En ese momento, sin embargo, y siempre según Botón, se produjo un revuelo: Tomatis, en un enorme fuentón de plástico ("amarillo", piensa Leto) traía los pescados que había vuelto a lavar en la pileta de la cocina. Hay que volverlos a lavar porque siempre les queda un poco de arena, dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis. Y agrega: Para que Tomatis haya lavado las ensaladas y vuelto a lavar los pescados, tiene que estimarlo mucho a Washington. El y el Gato son sus preferidos. A Washington, que no es ni una cosa ni la otra, le gustan los cínicos y los orgullosos. "Pero ni Tomatis es cínico ni el Gato orgulloso", piensa Leto. "¿O será al revés?" Después, según el Matemático, es fácil imaginar las operaciones que siguieron: los moncholos gordos que ofrecen el don de su persona el año entero y los amarillos metálicos que, por prudencia, no se asoman más que en invierno, fueron sometidos al tratamiento adecuado que pone de relieve, perfeccionándolas incluso, sus cualidades: después de rellenarlos con un buen amasijo de cebolla y un poco de perejil y de laurel, untaban con aceite los diarios de la víspera y, previo espolvoreo de sal y pimienta, los envolvían en ellos y los iban colocando, cuidadosos y bien alineados, en la parrilla bajo la cual las brasas escasas impedirían que la carne tan frágil de los pescados se arrebatara. "Y pensar que dice que Botón es folklórico", piensa Leto con cierta mala fe ya que puede percibirse, en la descripción del Matemático, un dejo de ironía. Porque, como corresponde, el Matemático sostiene que el que quiere nadar con cierta soltura en el río incoloro de postulados, modos de silogismo, conjuntos y definiciones, debe acompañar sus estudios de un régimen alimenticio estricto: a fuerza de yogures y de verduras retiradas al primer hervor, el orden abstracto del todo, en su simplicidad superior, se revelaría, estático y radioso, para el asceta consecuente y recién bañado.