– Vuelvo en seguida -dice, inesperado, el Matemático y, sacando del bolsillo del pantalón varias hojas dobladas en cuatro, entra en el edificio de La Mañana. Leto ve el alto cuerpo bronceado y vestido de blanco penetrar, con trancos elegantes, por el portal en penumbra del matutino. "Pasado mañana, el comunicado de prensa, bien untado de aceite, va a servir para envolver amarillos y moncholos", piensa, malévolo. Y además: "Se fue de golpe para obligarme a esperarlo". Aceptando, dócil, la necesidad inexplicable de su compañía que parece sentir el Matemático, se apoya en el tronco del último árbol que bordea la vereda. Más allá de la transversal soleada, en la esquina de enfrente, la calle, brusca, se estrecha, y ya no hay árboles en los bordes de las veredas. Como han venido aproximándose al centro, empieza a verse más gente por las calles, y como la zona comercial propiamente dicha comenzará a adensarse a partir de la cuadra siguiente, a los coches que pasan, lentos y ronroneantes, se mezclan las bicicletas, los triciclos y los camioncitos de los repartidores, decorados de nombres y direcciones de casas comerciales. A pesar de la conversación, del relato del Matemático, Leto está como sumergido en su propia memoria, y la voz de Lopecito, con su acento rosarino, martillea, triste y atontada. Teníamos un tallercito donde montábamos radios, en la calle Rueda. Y cuando se empezó a hablar de televisión, durante la Segunda Guerra, tu viejo se metió a estudiar inglés y se hacía mandar revistas técnicas de Norteamérica. Vos tenías dos o tres años. ¿No te acordás que empezó a montar por su propia cuenta un aparato de televisión en el garaje que tenían en Arroyito? Te debes acordar porque ya eras más grande. ¿Te acordás? Se acuerda: dormía en la pieza de al lado. Todas las noches, Isabel, en camisón, se levantaba dos o tres veces y se iba a golpear la puerta del garaje cerrada con llave. ¿No podes contestar? ¿No podes contestar?, decía. El escuchaba el mismo lamento insistente todas las noches. Después, cuando la casa estaba oscura y silenciosa, oía la cerradura del garaje, y los pasos y la respiración que se desplazaban, en la oscuridad, en dirección al dormitorio. La voz quejumbrosa y soñolienta de Isabel volvía a oírse, y Leto, conteniendo la respiración para oír mejor, esperaba la respuesta que nunca llegaba: "No hay nada que hacer, era algo sexual", piensa, con los ojos fijos en la esquina soleada. "O algo más terrible todavía." Lopecito, mientras tanto, con los ojos llenos de lágrimas, atenuando su vehemencia con ese registro susurrante que se emplea en los velorios: ¿No te acordás que antes de que llegara la televisión a Rosario hicimos una demostración en la Sociedad Rural con el aparato que él había armado en el garaje y que salieron varios artículos en La Capital? Se hacía mandar los elementos de Buenos Aires, de los Estados Unidos y lo que no podía conseguir lo fabricaba él mismo. Isabel entraba de tanto en tanto en la pieza y los abrazaba, llorando. Vas a tener que ser muy bueno con tu mamá ahora, decía Lopecito. Y, para que Isabel no lo oyera, agregaba al oído de Leto: Mientras yo viva y tenga estas dos manos, no les va a faltar nada, te doy mi palabra. Que venía cumpliendo. Pero él, Leto, ¿no?, se sentía como sobre un escenario, no como si no tuviese nada que decir, o como si Isabel y Lopecito y todos los otros no hubiesen aprendido los papeles, sino como si actuaran, sobre el mismo escenario, sí, pero en obras diferentes. A veces, la frase de alguno de ellos lo sorprendía tanto, que Leto se quedaba mirándolo fijo, esperando que se echara a reír, porque creía que había dicho la frase por pura broma. Pero la risa no llegaba. Las caras familiares se volvían máscaras impenetrables y remotas y, por mucho que las interrogara no sacaba nada, pero nada, ¿no?, de ninguna de ellas. Eran como individuos de otra especie, como esos invasores de las películas de ciencia ficción que llegan de un planeta desconocido y adoptan forma humana para ejercer mejor su dominación. El padre, por ejemplo, que habían metido dentro de ese cajón, ¿estaba realmente muerto o simulaba? Y las frases que Isabel y Lopecito proferían relativas a su persona -a la del padre, digo, ¿no?- coincidían tan poco con la realidad empírica de Leto, que Leto las oía como expresiones convencionales aprendidas de memoria en el marco de una conspiración. Por ese hombre bueno, por ese inventor que había terminado dedicándose al corretaje de artefactos eléctricos, Leto no experimentaba ni amor ni odio, sino una expectativa neutra semejante a la que sentimos cuando nos preguntamos si a la mosca, después de haber recibido el zapatillazo, le quedan todavía reflejos motores como para seguir girando un poco más sobre las ruinas de sí misma. Había un elemento en la condición de ese hombre que nadie parecía percibir y que para Leto era la característica esencial y casi única que emanaba de su persona: una especie de expresión sardónica que significaba algo así como ya van a ver, ya van a ver cuando me decida, o cuando eso, mejor, eso de lo que él estaba al tanto y que los otros parecían ignorar, se decidiera. Esa semisonrisa interior que Leto, sin embargo, no dejaba de percibir ni un momento, les anunciaba, a las apariencias de este mundo, una catástrofe cercana, de la que su portador había visto desde el principio los signos inequívocos. "No podía ser solamente sexual", piensa Leto, sintiendo el tronco del árbol, duro y rugoso, en la espalda, a través de la tela liviana de su camisa. "Aunque César Rey pretende que, bien mirado, hasta el Billiken es una revista pornográfica." No; era, piensa, algo exterior y abarcante de lo sexual, un elemento constitutivo de su propio ser que desteñía sobre el todo y lo envenenaba. A la suma de tardes, de albas, de anocheceres que fue el tiempo de su vida, la había ido corroyendo esa sustancia mortal que él mismo segregaba y que, hiciera lo que hiciese, aun cuando se quedara inmóvil o tratase de detenerla, nunca paraba de fluir ni de dejar su rastro pestilencial sobre las cosas. Y, decía Lopecito, tu viejo fue… tenía el genio de… yo le debo… etc. Leto recuerda que, en el garaje en que se encerraba, había una especie de mesa larga, hecha con madera de cajón, adosada a la pared, y un gran desorden de aparatos de radio, llenos, vacíos, o con el interior a medio sacar, asomando por la abertura trasera del mueblecito, lámparas, tubos, tornillos, perillas, enchufes sueltos, cables de colores, alambre de cobre, revistas y libros técnicos, pinzas y destornilladores; y que, aun cuando no tomaba partido en el litigio permanente que oponía a Isabel y a su padre, y que su padre, aunque un poco distante, era más bien amistoso o indiferente, y que todas esas cosas misteriosas y coloridas que se entreveraban sobre la mesa del garaje no dejaban de tener su atractivo, él se abstenía de tocarlas, no por miedo a la reacción de su padre, que sin duda vería con satisfacción su interés, sino a esa especie de fluido que, tal vez sin darse cuenta, segregaba, y del que Leto veía los signos por todas partes, como en un terreno se adivina, por indicios imprecisos pero irrefutables, la presencia segura de la víbora o del escorpión. A esa mesa se lo imaginaba inclinado, a la luz de una lámpara, manipulando un destornillador diminuto y, por alguna razón desconocida, absteniéndose de responder cuando Isabel venía todas las noches a golpear a la puerta. Abrí la puerta. Abrí la puerta te digo, decía Isabel, con tono desesperado, hasta que, dándose por vencida, se iba por fin a acostar, no sin lloriquear un poco antes de dormirse; y, sin embargo, a la mañana siguiente se levantaba radiosa y cantaba preparando el desayuno, poniendo orden en la casa o yéndose para la feria. Ese cambio repentino intrigaba a Leto: ¿era simulado? ¿o eran el tonito desesperado de las noches y el lloriqueo en la cama lo que simulaba? ¿o todo era simulado? ¿o nada? "Y esta mañana cuando, viniendo desde el resplandor azul y circular de las hornallas de gas, dijo ese inesperado El, que sufría tanto, piensa Leto, y yo me puse a escrutar su cara sin resultado, la impenetrabilidad venía, precisamente, de la ausencia de simulación. No simula ni cuando canta ni cuando habla ni cuando se queda callada ni cuando afirma que está haciendo una cosa y en realidad está haciendo lo contrario. Vive una existencia plana, en una sola dimensión" -la de su deseo, que es deseo de nada, o más bien deseo de que no exista la contradicción. Y Lopecito, ¿no?, la noche del velorio, apenas se quedaba sólo con éclass="underline" Todo le salía bien. Cuando empezó el corretaje tenía tanto trabajo que me llamó para cederme todo el Norte de la provincia si quería. Nada nos hubiese impedido instalarnos por mayor, pero a él le gustaba la libertad y, más que nada, encerrarse a trabajaren el garaje todas las noches. Era un enamorado de la técnica. Tenía un entusiasmo. Leto lo escuchaba, silencioso, diciéndose a cada momento que también el pobre Lopecito entraba en ese aura de irrealidad con una convicción que superaba todas las expectativas. Ese universo plano del que, por razones misteriosas, y sin que ellos lo sospecharan, Leto estaba excluido de modo tal que la vacuidad general de sus actos le era inmediatamente perceptible, parecía inexpugnable menos por su solidez que por su inconsistencia -difusa, versátil y omnipresente.
Absorto, como se acostumbra decir, en sus pensamientos o, y siempre si se quiere, en sus recuerdos, Leto se aleja del árbol, caminando despacio, en dirección a la bocacalle. Se acaba de olvidar del Matemático. Como el actor que hace una pirueta en el escenario y después desaparece en la oscuridad de las bambalinas o, mejor, como esas bestias marinas que, indiferentes al sol que las hace brillar, le muestran, periódico, un lomo lustroso que se hunde y reaparece a intervalos regulares, unas pocas imágenes, nítidas y bien dibujadas, lo visitan y lo abandonan. Distraído, cruza la calle y llega a la vereda de enfrente -y es su distracción también lo que lo hace efectuar el acto paradójico de detenerse en la vereda soleada y volverse hacia la esquina que acaba de abandonar, sabiendo sin darse cuenta de que espera a alguien o algo, pero sin saber exactamente quién o qué cosa-; o, mejor, y en rigor de verdad, es su cuerpo el que se vuelve y se queda esperando -el cuerpo de Leto, ¿no?, esa cosa única y enteramente exterior que, independientemente de lo que, adentro, se otorga dominio y continuidad, proyecta ahora, sobre las baldosas grises, una sombra ligeramente más corta que él, el cuerpo, digo, que, orondo y juvenil, plantado en la mañana, en la calle principal, le da al mundo la ilusión, o la prueba abusiva, tal vez, de su existencia.
Con apuro, el Matemático sale del diario. Al verlo, Leto piensa, todavía, durante una fracción de segundo. "Qué casualidad: el Matemático", hasta que se acuerda de que han venido caminando juntos desde hace varias cuadras y de que está esperándolo en la esquina desde hace unos minutos. El Matemático sale derecho hacia el centro de la vereda y al comprobar la ausencia de Leto se para, brusco y desconcertado; pero, haciendo girar la cabeza, lo divisa en la vereda de enfrente y, retomando un paso normal y una sonrisa de disculpa, empieza a caminar hacia Leto. También Leto le sonríe. Y el Matemático piensa: "¿Habría decidido irse? Tal vez se cruzó de vereda para ganar tiempo y ahora, culpable, me sonríe". El tipo de la redacción se puso a mirar el comunicado desplegado sobre su escritorio sin decidirse a tocarlo, como si hubiese sido una víbora venenosa. "Me deben tener fichado políticamente", piensa el Matemático. Pero, como un prestidigitador que hace bailar en el borde de la mesa varios platos a la vez, su pensamiento se ocupa al mismo tiempo de Leto, y el Matemático, para demostrar su buena voluntad y que la tardanza no ha sido culpa suya, se apura un poco, sin lograr avanzar demasiado sin embargo, ya que el tránsito de la transversal, de doble mano, se demora en la esquina a causa del cruce con la calle principal, obligándolo a pararse un momento en el cordón de la vereda, sonriéndole a Leto por encima de los autos que avanzan a paso de hombre.