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– Claro -dice Leto-. Me doy cuenta.

– Sí -dice el Matemático.

Más o menos así, ¿no?: qué se entiende por tropezar. ¿Hay un simple pie exterior y un pozo o una piedra exteriores en un lugar de pura exterioridad en el que gracias a la intervención de diferentes factores espacio-temporales se produce un encuentro indebido entre la punta del pie y la protuberancia saliente de la piedra semienterrada de modo tal que la normalidad motriz se ve perturbada por el choque acarreando un desequilibrio en el sujeto, sin que nociones tales como error o intención hayan intervenido para nada en la producción del acontecimiento, considerándoselo por lo tanto como un mero hecho físico en el que coinciden masa, pero específico, velocidad, movimiento, inclinación, etc., o bien, encarándolo desde una perspectiva interna o subjetiva, se trata de un acto cuyo acaecer es únicamente posible si se admite la existencia, entre los atributos del sujeto, de una tendencia contraria a la que le permite desplazarse erguido sobre sus miembros inferiores y sortear los obstáculos sin accidente? Ni Barco bajo el quincho de lo de Basso, ni ningún otro de los presentes, ni el Matemático ni Leto en la calle recta y soleada por la que avanzan a paso regular, ha formulado así, con esas palabras, la disyuntiva, pero su esquema, irrefutable y descarnado, flota, idéntico a pesar de las carnaduras ocasionales con que cada uno lo reviste, en sus cabezas. Sí, repite el Matemático. Y Washington, que fumaba tranquilo un Gitane Filtre (Caporal) de uno de los paquetes que le había regalado el día anterior el director de la Alianza Francesa, no decía nada. Sonreía, pensativo, pero no decía nada. Mutis por el foro de Noca, del caballo de Noca, de todo ente individual de hombre o caballo: bajo el quincho de Basso, en el anochecer benigno de fin de invierno, y en la calle recta y soleada, queda el residuo duro del acontecimiento, la armazón, el límite óseo o pétreo contra el que se choca, el problema. Cohen manipulaba leña y brasas. Barco, de un solo trago, vació su vaso de cerveza y, saliendo de bajo el quincho, se dirigió a su puesto, junto al barril y la serpentina. También otros se dispersaron. Botón y Basso fueron a la heladera a verificar que el vino blanco estuviese enfriándose como era debido; Beatriz, Tomatis, el Centauro Cuello y la Chichito, se paseaban fumando, con un vaso en la mano, entre los mandarinos. Silvia Cohen y Marcos Rosemberg conversaban en el interior de la casa, cerca de la biblioteca. Bajo el quincho quedaban Nidia Basso, Cohen, Washington y los mellizos. Después, necesariamente, vuelve Botón, porque de otro modo, ¿no? -Botón, que en la popa de la balsa, le va diciendo al Matemático: Washington siempre pensativo; los mellizos presentes, Nidia Basso, y Cohen, satisfecho de haber, con su objeción, etc., etc. -los otros dispersos por el patio y la casa; en el anochecer benigno, en la quinta de Colastiné, a la que Leto, que escucha ahora al Matemático, le ha debido agregar el quincho imprevisto con la parrilla, del que ya casi no podrá prescindir puesto que la mayor parte del relato transcurre bajo su techo de paja, un quincho genérico, idea de quincho más bien, sin forma demasiado precisa, emplazado en un patio en el que no calza del todo bien, bajo el que personas conocidas y desconocidas que poseen, según las va evocando el Matemático, distinto grado de realidad, toman una cerveza que Leto nunca ha visto, olido, tocado o gustado, pero que se estampa, inequívoca, en su interior, dorada, con su borde de espuma blanca, en vasos probables y globales que, sin darse cuenta, Leto hace coincidir con, o deduce más bien, de sus recuerdos.

"¡La puta madre! ¡Y yo en Francfort!", piensa, de golpe, el Matemático. Relentes del Episodio. Pero se olvida. Debido a que, según parece, en tiempos de Temístocles, se hizo venir a un tal Hipodamos, de Mileto pretenden, para que, como le dicen a eso, urbanice el Pireo, Leto y el Matemático, tributarios de la forma ajedrezada de nuestras ciudades, van llegando a la próxima esquina en la que la cesura transversal de la calle interrumpe la recta gris de la vereda. Pasan de la sombra al sol, de la vereda a la calle, de la calle a la vereda y del sol a la sombra de nuevo sin cambiar el ritmo de su paso y sin estar obligados a detenerse una sola vez, ya que, por una de esas casualidades, ningún auto pasa en ese momento por la transversal. Tan desierta está la calle, que pueden seguir hablando mientras cruzan o, para ser más exactos, el Matemático puede su relato -o sea puede seguir contándole a Leto el recuerdo que trae, sin haber comunicado al exterior uno solo de sus detalles, desde el último sábado, del puente superior de la balsa en el mediodía nublado y opaco-, el recuerdo que, elaborado gracias a las palabras de Botón, proferidas entre bocados de chocolate, él, el Matemático, ¿no?, se imagina así: Barco, los mellizos Garay, Nidia Basso y Silvia Cohen, empiezan a poner la mesa bajo el quincho; los pescados siguen asándose; las ensaladas están listas sobre el fogón de la cocina. "Debe haber habido una gritería general antes de pasar a la mesa; idas y venidas a la cocina; sillas que se arrastran; tintineos de platos, de cubiertos, vacilaciones -¿cuántos somos? los chicos ya comieron; yo y Nidia dos, Barco, Tomatis, la Chichito y Beatriz y los mellizos ocho; Botón y Cuello diez; Washington y Marcos Rosemberg doce (Cohen: Yo no me siento, pico un poco al lado de la parrilla); Silvia trece. Faltan Dib, Pirulo con Rosario, y Sadi y Miguel Angel-. Debe haber pasado un buen rato antes de que empezaran a comer", piensa el Matemático, y dice: Es la reunión más heterogénea que se pueda concebir, en sesenta y cinco años, Washington tuvo tiempo de hacerse de amigos en todos los sectores. Por razones diferentes: Cuello, por ejemplo, que es veinte años más joven, nació en el mismo pueblo y lo decretó su maestro. Sadi y Miguel Ángel Podio, que pertenecen a la izquierda sindical, lo veneran porque en los años veinte Washington sacaba un diario anarquista. Pirulo y los Cohen discuten con él de ciencias humanas. Basso y la mujer, de budismo Zen. Beatriz (Leto se la representa armando un cigarrillo) trabaja con él en una traducción de poemas en prosa franceses del siglo diecinueve. Barco, Tomatis y los mellizos forman parte de su guardia personal, y Marcos Rosemberg es el único que queda en la ciudad de la generación de Higinio Gómez. Botón se considera uno de sus íntimos. "Y yo en Francfort", piensa el Matemático. Y Leto: "No me invitaron".

Según Botón, Dib que, después de haber abandonado filosofía, abrió un autoservicio, trajo tres botellas de whisky (Caballito Blanco, aclaró, admirativo) -Botón, ¿no?- y empezaron a comer. Y dice Botón que Barco dijo (más o menos): Si atribuimos un tropezón a la casualidad, es evidente que un caballo puede tropezar. Pero si consideramos que un tropezón es un error, es decir el desvío de una acción necesaria, va de cajón que los caballos no tropiezan. En eso adhiero al punto de vista del asador. Y Cohen (también más o menos): Yo no tengo ningún punto de vista. Me limito a inferir, de la noción de instinto, la consecuencia que se impone. Y Beatriz (también más o menos y, para Leto, que escucha lo que le cuenta el Matemático, siempre armando un cigarrillo): Si aceptáramos la noción de instinto que nos propone el asador, deberíamos llegar a la conclusión de que los caballos no se mueren. Dado que el instinto es necesidad pura, y la primera necesidad de un ser vivo es su propia conservación, ¿por qué un caballo se muere, puesto que es un ser vivo?

Mucho más vivo que varios de los que estamos aquí, dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis. Leto, riéndose, sacude la cabeza. A Tomatis sí se lo imagina bien, diciendo eso, desde la otra punta de la mesa, mientras desenvuelve, despacio, su pescado y raspa, con el filo del cuchillo, la piel quemada que puede haber quedado adherida al papel de diario en las partes menos empapadas de aceite. Washington, dice el Matemático, no decía nada. No pocos de los presentes debían estar esperando que abriera la boca, pero Washington se limitaba a comer inclinado sobre su plato, con una sonrisa pensativa, empujando de tanto en tanto los bocados con un traguito de vino blanco. Botón, en el puente superior de la balsa, dice que Washington no decía nada. Dice Botón, dice el Matemático. Los dos se lo representan: el Matemático rubio, crespo, con el bigotito rubio, comiendo su tableta de chocolate para compensar el desayuno que no ha podido tomar en razón de haberse levantado demasiado tarde, los ojos casi transparentes a causa del azul tan claro, recién bañado y peinado, disponiéndose a pasar el fin de semana en Diamante, y Leto morocho, impreciso, la piel oscura, picada de viruelas, con el pelo bien lacio y un poco rebelde, de una dureza casi metálica, sin que Leto sepa, ni se haya planteado nunca el problema, ya que no lo ha visto nunca, por qué encadenamiento de asociaciones desconocidas que evoca la palabra Botón, sumadas a las características que atribuyen a su titular, se lo imagina de esa manera.

No decía nada, Washington, ¿no?, y estaba con los ojos bajos, inclinado hacia el plato, donde reposaba su amarillo, desenvuelto, abierto, con su relleno de cebolla y perejil, sobre la hoja de diario chamuscada y en algunas partes fundida, o confundida, más bien, con la piel del pescado. Pero, según el Matemático, sus ojitos sonreían pensativos, y, dos o tres veces, estuvo como a punto de decir algo, alzando la cabeza y mirando a la concurrencia en general que, salvo dos o tres, Beatriz, tal vez, o el Centauro, o uno de los mellizos, el Gato probablemente, no le prestaba ninguna atención. Parecía estar juntando, por dentro, los cabitos de una, frase, de un recuerdo, de algo que exigía un orden mínimo para dejarse proferir -proferir, o sea sacar, articulándola, gracias a una serie de combinaciones musculares y respiratorias, de entre pliegues palpables e impalpables de materia orgánica y de pensamiento, al aire de este mundo-, una música familiar que, aun cuando salga en moldes constantes y convencionales, se deja tejer y destejer en variaciones hasta el infinito.

– Instinto. Instigado por -dice que dijo Beatriz, y siempre, y más o menos, según Botón, el Matemático.

– ¿Por quién? o por qué -dice Leto.

– Qué. Sería más bien qué. Quién, según varios, ya se ha retirado -dice, críptico, el Matemático.

Ya han dejado atrás la parte ancha, residencial, de la calle, y ahora caminan por la vereda angosta, sin árboles, sobre la que se abren, cada vez más frecuentes, las vidrieras y las puertas de los negocios. Llevándose la boquilla de la pipa apagada a los labios, el Matemático, retraído, comienza a acariciárselos despacio con el borde, el hornillo oculto en la mano apretada. Ya no dice nada. Arriba de las cejas, en la frente despejada, la piel se le arruga un poco, en protuberancias horizontales, y entre los dos cepillitos rubiones le aparecen dos hendiduras oblicuas que forman un vértice en el arranque de la nariz. Leto, en cambio, se acuerda: Isabel, el año anterior, Lopecito, el velorio, el cajón cerrado, etc. -y cinco días antes de todo eso, es decir del velorio, Lopecito, etc., ¿no?, como veníamos, o venía, mejor, el que suscribe, ¿no?, diciendo: trigo verde, ya bastante alto, desde el coche motor. Han salido una hora antes desde Rosario Norte, con su madre. Van a Andino, a casa de los abuelos maternos, a pasar el fin de semana. Es un viernes de primavera avanzada. Han salido a la una de Rosario. Cuando dejan atrás el complejo industrial de San Lorenzo, a los costados de las vías empiezan a extenderse el trigo verde, ya alto, los campos de lino, y, amarillos, a veces, los girasoles. De vez en cuando alguna chacra, con su molino y sus eucaliptus que la sobrepasan interrumpe, como quien dice, la llanura, igual que los pueblos escasos que la estación divide en dos como en otros lugares del mundo un río o una carretera. Algún camino de tierra lateral separa, en el campo, los cereales geométricos de las vías -y por ese camino, de vez en cuando, un sulky solitario que avanza irreal y trabajoso y que el coche motor, lento y todo como va, deja atrás con facilidad. El, servicial y entusiasta, ha venido a acompañarlos a la estación. Ese hombre que, desde que Leto tiene uso de razón, ha sido siempre callado, distante, encerrado en sus quimeras insospechadas y en su taller de radiotécnico, desde hace más o menos un mes parece haber roto la campana de vidrio que lo separaba del universo exterior, y se ha venido mostrando eufórico, próximo, cálido y abierto. Leto lo observa a distancia, incrédulo. Al principio, el cambio es tan brusco que, escéptico, está convencido de que se trata de una comedia, de una transformación táctica, pero la persistencia y la convicción del papel son tan grandes que al escepticismo inicial lo suplanta la duda -¿es? ¿se hace?, todo eso, ¿no?, diciéndose al mismo tiempo, pero desde luego sin conceptos o palabras y casi sin darse cuenta, aunque no únicamente su mente sino incluso su cuerpo entero están como impregnados de esos pareceres que más se emparentan con el estremecimiento o con el latido sordo o la contracción de nervios, sienes, venas, músculos, diciéndose, decía, pero de ese modo, ¿no?, que si se trata de una comedia el público al que la destina no es otro que el propio Leto, porque para con Isabel, Lopecito y los demás, convencidos de antemano, ningún arte de persuasión es ya necesario-; él, ¿no?, Leto, el único que sospechaba que el hombre se guardaba cartas envenenadas en la manga, de lo que el hombre se daba cuenta -"y decidió que yo era el último obstáculo que tenía que derribar para que su círculo mágico, por fin, se cerrara; el rezagado que había que hacer entrar antes de clausurar, hermética, desde adentro, la cápsula, y propulsarla a los espacios interestelares del propio delirio", piensa Leto-, esta vez con fórmulas claras y fluidas, caminando, junto al Matemático, y siempre en dirección al Sur, por la vereda de la sombra, sobre la que se abren, cada vez más frecuentes, las puertas y las vidrieras de los negocios del centro. En la siesta de noviembre luminosa, cálida y sin viento, el coche motor va pasando entre rectángulos de linares azules, de girasoles amarillos y de trigo verde, dejando atrás la vertical repetida, regular y lenta de los postes telegráficos, mientras Leto, sentado junto a la ventanilla, observa con disimulo a Isabel que, en el asiento de enfrente hojea, apacible y serena, el último número de Damas y damitas. La comedia por la que Leto, al cabo de un par de semanas, se ha dejado al fin convencer, produce un efecto tranquilizante y a la vez euforizante en Isabel, de modo tal que sus viejos fantasmas de felicidad conyugal, éxito social, satisfacción sexual, bienestar económico, armonía familiar, paz religiosa, equilibrio corporal, parecen haber encontrado, en los últimos tiempos, su confirmación tan esperada en el mundo resistente y adverso. La atención de Isabel, ajena a la perfección intensa de la llanura, se inmoviliza sobre la página -¿algún régimen para adelgazar? ¿el horóscopo? ¿una receta interesante? ¿las declaraciones de algún artista de cine? ¿el correo sentimental?-: Leto, que no se lo pregunta, presiente ya, sin embargo, indiferente, definitivo quizás, el abismo que los separa. La revista elevada casi a la altura del pecho deja ver el vientre que, bajo la pollera decente, termina en el vértice que los muslos cruzados forman con el pubis; ha estado ahí adentro, durante nueve meses, y después, como por un embudo, ha caído en el mundo. ¿Qué sentir? Por empezar, la madre general, la llanura excelente, lo exalta en ese momento más que la propia; el vasto mundo, tan desdeñoso, parece sin embargo más familiar que el casal que lo engendró. Su frialdad no llega a ser odio -desde luego, reproches que él mismo ignora, enterrados desde hace mucho tiempo, y que presiente ahora que es demasiado tarde como para desear que ellos hubiesen sido diferentes, le hacen percibir sus propios sentimientos como si fuesen teledirigidos por otros más arcaicos y de distinta naturaleza- no, de ningún modo, no odio sino esa especie de escándalo callado y curioso que lo hace observarlos continuamente para ver hasta dónde son capaces de llegar, no sin la esperanza descabellada de que, al cabo de tanto tiempo ellos, riéndose, cambiando de actitud, terminen por decir: Bueno, ya está, la representación terminó; ahora empezamos a ser de verdad y nos volvemos reales. El, el hombre que, benévolo y servicial, los ha acompañado hasta el coche motor, en Rosario Norte, da la impresión, desde hace un mes de ser, no real, sino más bien diferente -la distancia reconcentrada se ha vuelto jovialidad, la indiferencia distraída, atención amable, la inercia mustia y depresiva comercio familiar, entusiasmo y proyectos. El día antes ha salido del tallercito con los ojos fatigados de tanto conectar cables demasiado finos y de ajustar tornillos diminutos y, mientras ayudaba a Isabel a preparar las cosas para la cena y a poner la mesa, le ha dicho a Leto que la semana siguiente, cuando ellos hubiesen vuelto del pueblo, irían juntos a pescar; cruzarían el río en canoa con Lopecito y se instalarían un par de días en la isla. Le ha incluso dado un golpe de teléfono a Lopecito que, desde luego, se ha mostrado entusiasta. Y en Rosario Norte, en el momento en que tomaban el coche motor, él, ese hombre, se lo ha vuelto a recordar: el miércoles, a más tardar, porque Lopecito estaba ocupado lunes y martes, se embarcaban para la isla. A decir verdad, Leto tiene que esforzarse un poco para demostrar que encuentra el proyecto tan atractivo como parecen encontrarlo Lopecito y él, pero la curiosidad un poco crispada, escaldada, que le despiertan esos seres diferentes, lo induce a prestarse, a insistir, con la misma prescindencia afectiva con que se observa el comportamiento de una colonia de hongos de laboratorio, a la representación de las distintas escenas de la comedia, con la esperanza de poder desentrañar al final la verdadera esencia de la intriga y de los personajes. Muchos años más tarde sabrá, gracias a evidencias sucesivas, que lo que otros llaman el alma humana nunca tuvo ni tendrá lo que otros llaman esencia o fondo, que lo que otros llaman carácter, estilo, personalidad, no son otra cosa que repeticiones irrazonables acerca de cuya naturaleza el propio sujeto que es el terreno en que se manifiestan es quien está más en ayunas, y que lo que otros llaman vida es una serie de reconocimientos a posteriori de los lugares en los que una deriva ciega, incomprensible y sin fin va depositando, a pesar de sí mismos, a los individuos eminentes que después de haber sido arrastrados por ella se ponen a elaborar sistemas que pretenden explicarla, pero por ahora, cuando recién acaba de cumplir veinte años, cree todavía que los problemas tienen solución, las situaciones desenlace, los individuos caracteres y los actos sentido. Leto contempla, no sin bienestar, el campo por la ventanilla. Cada diez o quince kilómetros, el coche motor para en una estación, unos pocos minutos, como para dejar bajar o subir las bolsas del correo, los viajantes, el comisionista, los comerciantes que vuelven de sus compras de reabastecimiento en Rosario, los paquetes de diarios y revistas, los pasajeros que!van de un pueblo a otro, escasos en comparación con los que vuelven de Rosario, como si entre esos pueblos el contacto estuviese prohibido y únicamente les fuese posible relacionarse a través de la ciudad abstracta y distante, esos pueblos de la llanura cuadriculados como el campo que consisten, regulares y estrictos, en dos hileras de casas, no pocas de ladrillos sin revocar, de cuatro cuadras de largo, una a cada lado de las vías, y separada, cada hilera de casas, ¿no?, del campito de la estación, por un alambrado, un molinillo y una calle ancha y de tierra -y en las puntas de las cuatro cuadras, dos calles laterales que cierran el cuadrilátero y se elevan un poco al llegar a las barreras, pueblos que son, por decirlo así, como una concesión mezquina de la llanura para volver un poco más rugosa, a intervalos fugaces y regulares, su geometría simplista y monótona. Para Leto esos pueblos son la infancia -la infancia, es decir, en su caso, las idas y venidas en tren o en coche motor, las vacaciones, de verano o de invierno, en casa de sus abuelos, el negocio de ramos generales de su abuelo, con sus mostradores largos y oscuros, las piezas de tejidos de colores, estampados, floreados, a rayas, a lunares, cuadriculados, o con florcitas negras y blancas de medio-luto, puestas unas encima de las otras y ordenadas en diagonal sobre las estanterías, los paquetes amarillos de yerba, acomodados con minucia, con el dibujo y las letras de la marca repetidos en varias hileras, las pirámides de latas de conserva, idénticas, levantadas en el fondo del local, los frascos de caramelos, las pilas de paquetes de cigarrillos clasificados por marca, los de tabaco rubio a la izquierda de la estantería, los de tabaco negro en el medio, toscanos, toscanitos, fósforos, tabaco y papel de armar a la derecha; los grandes cajones de azúcar, de lentejas, de garbanzos, de fideos, las pilas de bacalao rígido y cubierto de sal gruesa, las maletas para la cosecha que olían a cuero y a grasa, las botellas de vino, de aperitivo, de licor, de cerveza puestas en orden, por tipo, por marca, por tamaño, las vitrinas con artículos de tocador, la fiambrera, la balanza, el metro de madera lisa, brillante, oscura y sobada, los almanaques y las pantallas de cartón de propaganda, con fotografías de estrellas de cine, de equipos de fútbol, dibujos humorísticos o artísticos, las cajas de zapato, los tambores de querosén o de alcohol de quemar en el depósito, no lejos de las pilas de jabón de lavar la ropa, la harina, la sal, el aceite, y, sobre todo, las cajas de "Quaker Oats" con el dibujo del hombre que tiene en la mano una caja de "Quaker Oats' más chica con un hombre más chico que tiene en la mano una caja de "Quaker Oats" todavía más chica con un hombre más chico todavía que tiene una caja más chica de "Quaker Oats" con un hombre todavía más chico que tiene en la mano, ¿no?, más chica todavía, ¿no?, en fin, así, ¿no?, como… ¿no?, la infancia, decíamos, o como decía más bien, un servidor, o sea, es decir, ¿no?, la infancia: construcción interna y errabundeo externo, convalescencia de la nada, verdad corporal contra mentira social, esperanza de goce contra decepción generalizada, la misa de los domingos, la persecución, tortura y muerte de langostas y sapitos entre los árboles del fondo, las noches espantosas bajo el crucifijo que cuelga de la cabecera de la cama adornado con ramas de olivo seco del último domingo de Ramos, los camisones blancos de tías, primas, abuela, los tíos que toman cerveza fresca bajo los árboles, al atardecer, el silbato de los rápidos que atraviesan el pueblo llenándolo de trepidaciones, la infancia en la que ya Leto ha empezado a decirse, sin palabras ni conceptos, sin ni siquiera imágenes ni representaciones, ¿no?, "Esto no era lo que yo esperaba", "Todavía no es como yo pienso que debe ser", "No es posible que esto sea todo".