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Bajó los ojos para mirar un poco a la chita callando su ejemplar medio empapado de La Corneta. El quiosquero venía dedicándole ya extrañas miradas desde que en los últimos días comenzara a pedirle aquel periódico de extrema derecha en vez del superliberal El País, que leían ya hasta los policías de uniforme. Qué ironía, pensó, que apenas cuatro años antes se pudiese recibir una paliza callejera sólo por llevar en la mano un número de El País o de Diario 16 en aquel distrito mayoritariamente derechista y que ahora se le mirase con recelo por leer publicaciones de signo contrario.

Consultó la sección de anuncios por palabras, pero no encontró ningún mensaje críptico. Reparó, sin embargo, en el viperino editorial sobre las continuadas detenciones de militares supuestamente implicados en el reciente y fallido golpe de Estado, y en los sentimientos antimonárquicos, un poco velados, latentes en la sugerencia de que una Tercera República española no necesitaba ser marxista. El rey se había arriesgado bastante al defender la nueva constitución democrática y estaba claro que la vieja guardia iba a tardar en perdonárselo.

Cuando Bernal llegó al despacho, Paco Navarro le enseñó el minucioso informe forense del doctor Peláez a propósito de los restos carbonizados hallados en La Granja. La causa de la muerte había sido la electrocución, a la que había seguido inmediatamente una explosión que había dañado el cráneo de forma muy grave. El cadáver era de un varón de raza blanca caucásica, de edad comprendida entre los 35 y los 40 años, de 1,68 a 1,70 metros de estatura, y de unos 63 a 65 kilogramos de peso. Dada la gravedad de la carbonización post mortem, no se le podía atribuir con seguridad ninguna señal distintiva. La identificación iba a ser prácticamente imposible: los miembros estaban en tan mal estado que no se podía obtener ni siquiera huellas dactilares dérmicas. No presentaba rastros de intervención quirúrgica alguna ni tampoco de enfermedad orgánica. El pelo había sido probablemente de color castaño oscuro, o negro, y los ojos de color castaño.

– Mala cosa, Paco -suspiró Bernal-. Con esto no tenemos base para la identificación.

– Me temo que no, jefe, pero el doctor Peláez me ha dicho por teléfono que va a intentar, a modo de prueba, una tomografía comparada de los senos faciales.

– ¿Una tomografía comparada? No estoy muy enterado de eso. ¿En qué ha dicho que consiste?

– Creo que en hacer radiografías de los planos horizontales de los senos maxilares.

– Bueno, ya nos iniciará en el secreto cuando corresponda. ¿Ha hecho Varga su informe?

– Sí, y tampoco dice gran cosa. Las huellas de los neumáticos de jeep sólo nos servirán si encontramos el vehículo en cuestión y las comparamos. Se trata de neumáticos Michelin X, y, en fin, ya puedes figurarte los millones que estarán en uso en todo el país.

– ¿Y la explosión? -inquirió Bernal-. ¿La causó un rayo o fue provocada?

– Definitivamente provocada, jefe. Ha encontrado rastros de esa goma-2 que suelen utilizar los terroristas. El problema es que como se roba con mucha frecuencia de las minas y canteras, las probabilidades de dar con sus ilegítimos propietarios son casi nulas.

– ¿Sabes si al final se encontró algún rastro de mecha o conductor eléctrico?

– Varga dice que no encontró ninguno. Y sugiere que quizá no se tuviera tiempo de colocar nada en este sentido, ya que el explosivo estalló prematuramente.

– Bueno, por lo menos podré comunicar al secretario del Rey que el fluido eléctrico fue cortado adrede, sin que sepamos en qué momento exacto quería hacerse el corte.

– Lista trajo ayer de la compañía eléctrica este mapa del tendido, jefe; sería conveniente que le echases una ojeada antes de llamar al secretario del Rey. Aquí se ven todos los puntos que alimenta la red y entre ellos están El Pardo y el palacio de la Zarzuela.

– Me pregunto si habrán instalado ya una vía de alimentación secundaria que proceda de otra parte del tendido. Porque es posible que haya más atentados.

Bernal utilizó el teléfono rojo con selector por vez primera y no tardó en responder el secretario real, a quien comunicó las últimas noticias.

– Me alegra poder decirle, Bernal, que la compañía ha comenzado ya la instalación de un segundo conducto alimentador al que se podrá recurrir en caso de emergencia. He hecho además que revisaran nuestro propio generador.

– ¿Qué me dice de los cables telefónicos? -preguntó Bernal-. ¿No sería prudente pedir a Telefónica que hiciese lo mismo?

– Excelente idea, comisario, sobre todo en vista de lo ocurrido esta mañana en el palacio de Oriente.

Un timbrazo de alarma resonó en el cerebro de Bernal.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Pues que quedó interrumpida la comunicación a eso de las ocho y media por haberse inundado el terreno por donde pasa el cable subterráneo. Sin duda fue a causa de la densa lluvia que caía.

– Será mejor que vaya ahí ahora mismo -dijo Bernal-. Sólo para estar seguro.

– Se lo agradezco de veras, pero creo que ha sido una coincidencia.

– Yo no creo en coincidencias en los casos como éste -replicó Bernal.

Cuando hubo colgado el teléfono rojo, se volvió a Navarro.

– ¿Está libre Lista?

– Sí, se encuentra ahora con Varga en el laboratorio.

– Dile que pida un coche. Vamos al palacio de Oriente.

La lluvia seguía azotando la Puerta del Sol cuando salieron y los escasos viandantes que pasaban por la calle del Arenal se metían rápidamente en vestíbulos de tiendas para evitar las salpicaduras de los vehículos.

– Llévanos a la Puerta del Príncipe, en Bailén -ordenó Bernal al chófer.

Los guardias reales vistosamente uniformados saludaron desde las garitas de centinela cuando el Seat 134 cruzó el arco de la entrada y accedió al patio empedrado por la derecha de la suntuosa fachada de granito de Sepúlveda, que había sido objeto de reciente limpieza con motivo de la restauración de la monarquía. Advirtió Bernal que adquiría un tinte rosado en las partes mojadas por la lluvia, contrastando así más con los entrepaños de piedra blanca de Colmenar. El conserje de palacio comprobó la autorización real del comisario, le saludó cortésmente y le indicó dónde estaba la centralita. El coche negro cruzó el patio interior, de elegantes proporciones, y condujo a Bernal y Lista bajo la columnata. Tuvieron suerte porque encontraron todavía allí a los dos mecánicos de la Telefónica, que en aquel momento charlaban con la operadora.

– Policía -dijo Bernal, al tiempo que enseñaba la chapa de la DSE-. ¿Tendrían la amabilidad de explicarnos cómo ha sido esa interrupción de las comunicaciones?

– Bueno, pues mire -dijo el mecánico de más edad-, a eso de las ocho se puso a llover a cántaros, ¿y qué pasó?, pues que donde los albañales no se tragaron el agua se changaron los teléfonos. La plaza de Oriente y Bailén eran un embalse cuando llegamos. ¿Y qué pasó? Pues que la caja de empalme estaba inundada.

– ¿No viene el cable a lo largo de Bailén, por la acera del lado de palacio? -preguntó Bernal.

– No, qué va; viene por San Quintín, por el lado norte de la plaza, pasa por debajo de Bailén, y va a parar a la caja a la que se llega desde la rampa que conduce a los Jardines de Sabatini, bajo la fachada norte del palacio.

– ¿Tendrían la bondad de enseñarnos el sitio?

Lista y Bernal examinaron la caja de empalme con detenimiento.

– Está muy mal protegida, ¿no? -dijo Bernal a los mecánicos-. El cierre es antiguo y cualquiera podría forzar la portezuela metálica y cortar los cables.