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– Y también mucha sangre fría, jefe; es puro hielo en medio del infierno.

– ¿Qué hay de Ángel? ¿Qué ha hecho?

– Se gana amistades entre los militares que frecuentan los bares próximos a los principales cuarteles más relevantes; dice que está con el oído alerta. Además, hace de enlace con Elena.

– Esperemos que sea sólo su oído el que esté alerta y que no rebase en un doscientos por cien el límite de gastos que se nos ha impuesto, como ya hizo el mes pasado.

– Dice que fue a parar a sus «membrillos», que cada vez cobran más por sus informes, a causa de la subida galopante de la inflación, que ya ronda el catorce por ciento.

– Afortunadamente es la Casa Real la que paga esta investigación -dijo Bernal-. No tienen ni idea de lo baratos que somos en comparación con los servicios de seguridad.

Después de comer frugalmente con Navarro en el restaurante Los Motivos de la calle Echegaray, Bernal subió a un taxi que le llevó al barrio de Justicia, donde tenía un piso de cuya existencia nada sabían su familia y amigos. Le sorprendió que su amiga Consuelo no estuviese ya allí, porque trabajaba en un banco cercano y lo normal era que terminase la jornada a las tres de la tarde. Conectó el equipo Hitachi y puso una cassette que había comprado hacía poco: el Andrea Chénier de Giordano, con Plácido Domingo. Cuando entró en la cocina para hacerse café, vio una nota escrita con la caligrafía de Consuelo, en tinta verde y con trazo grueso: «Luchi, he ido al médico. No te preocupes. No es nada. Chelo.»

«Luchi». Sólo Consuelo le llamaba así; según ella, sonaba varonil y le hacía ilusión. Su mujer solía llamarle Luisito cuando estaba de buen humor, lo mismo que su madre, o bien Luis a secas cuando el humor era malo. Su hijo menor, Diego, el rebelde, que por el momento asistía a un curso de especialización en el estuario del Guadalquivir, no le llamaba de ninguna manera, mientras que el hijo mayor, Santiago, casado ya, el favorito de su madre, tan formal él y siempre bien educado, nunca le llamaba otra cosa que papá. Bernal sabía que sus hombres, a espaldas suyas, se referían a él con el apodo de El Caudillo por su ligero parecido con el finado Generalísimo, aunque delante de él no se atrevían a ir más allá de «jefe». Siete formas de llamarle y sólo una le llegaba al corazón.

Tomando sorbos de su café, se arrellanó en el lujoso diván tapizado en seda (¡si por lo menos tuviera Eugenia el instinto de Consuelo para la decoración!) y dejó que su atención auditiva vagase entre agudo y agudo del famoso tenor español, el cual de todos los intérpretes modernos que Bernal había oído, era el que más se acercaba, en calidez humana y riqueza de textura, a Caruso, con la posible excepción de Mario Lanza o Bruno Prevedi. Mientras se iba sumergiendo en la modorra de la siesta, intentó preguntarse por qué no se habría limitado Consuelo a ir a una farmacia si tenía un comienzo de gripe; los antibióticos se despachaban tan tranquilamente como si fueran caramelos.

Antes de regresar al despacho aquella misma tarde, Bernal telefoneó a su amigo de la infancia el inspector Ibáñez, que trabajaba en la sección de archivos generales, y le invitó a merendar a las 5.30 en la Cervecería Alemana de la plaza Santa Ana.

– Luis, o se trata de un asunto político o no me habrías hecho venir aquí.

– Es que aquí por lo menos no se nos oye. Esteban, amigo mío, quiero utilizarte, como de costumbre.

– Claro. Yo siempre me digo: «Por eso Luisito está donde está; por eso es un superpolicía; ¡siempre utilizando a los demás!» Tu madre, que en paz descanse, decía siempre que tú llegarías lejos. ¿Recuerdas cómo se las componía para echar a las prostitutas de aquel bar que compró con la indemnización que le dieron cuando a tu padre lo mataron en los jaleos del treinta y seis? «¡Fuera, fuera de aquí, pelanduscas!», les gritaba. «¡Cacatúas pal gato!» No tenía pelos en la lengua.

– Todo lo aprendió allí. El bar la endureció.

Bernal sacó una copia de los mensajes cifrados de La Corneta y se la tendió a Ibáñez por encima del mármol de la mesa, mientras apuraban a sorbos sendas cervezas de barril en altas jarras blancas. Los ojos del inspector relumbraron como candelillas y devoraron la pequeña fotocopia con entusiasmo.

– Conque Magos, ¿eh? Parecen las siglas de algo… ¿verdad? No recuerdo haberlo visto en los archivos. Probablemente iniciales de palabras como Movimiento, Autonomista… ¿tal vez Autoritario? No sé, pero tiene que ser algo así. Ha habido tantos, Luis, no puedes imaginártelo.

– Es interesante lo que dices, Esteban. Los expertos descifradores del ejército pensaban que era sólo el reclamo. A mí me pareció que podía señalar la fecha de alguna operación planeada: el seis de enero, es decir, el Día de Reyes.

– También, pero eso implicaría que la organización existe para esa sola operación. El que se haya impreso en mayúsculas sugiere unas siglas de algo. Pero no puedo adivinar lo que representan las letras -GOS; dependerá del contexto. ¿De qué periódico proceden estos anuncios?

– De La Corneta.

– ¡Hombre! ¡Los de siempre! Mucho movimiento clandestino hay ahí. En Archivos tenemos sólo para ella toda una sección especial que dirigen los colegas de contraespionaje. Ya veré lo que me dice mi terminal de la computadora. ¿Sabes que ahora trabajamos con ordenadores electrónicos? No puedes figurarte las cosas que yo veo en mi pantallita cuando no tengo a nadie alrededor.

– ¿Qué me dices de los lugares mencionados?

– San Ildefonso, El Pardo, Segovia: reales sitios, ¿no? Pero ninguno se utiliza ya como residencia de la familia real -Ibáñez meditó a propósito de aquellos nombres-. El Pardo sirve de acuartelamiento a nuestra principal división acorazada, claro, pero Segovia no tiene más que una guarnición normal, y, que yo sepa, La Granja tampoco se sale de lo corriente. Tendré que pensar sobre esto con más detenimiento.

– ¿Y los colores que se citan tras «A.1» en cada mensaje: morado, azul y rosa?

– Es posible que se refieran a distintos grupos de fulanos que estén tramando algo. Porque se trata de otra conspiración, ¿verdad? ¿No han averiguado nada el CESID ni nuestra Brigada de Información?

– Nada en absoluto, Esteban. Esto es lo que más me preocupa.

– Bueno, hombre, ten en cuenta que, como suele suceder, casi todo el mundo tenía o tiene algo entre manos y no lo va a dejar. Por mi parte, si encuentro alguna pista en los archivos generales te daré un telefonazo.

– Pero procura que el encuentro sea con el pretexto de tomar un trago, como hoy, como por casualidad, ¿estamos?

– De acuerdo: todo en el más estricto secreto. ¿Otra jarra, Luis, para conmemorar los viejos tiempos?

– No, gracias. Me conviene tener la cabeza despejada.

De vuelta en el despacho, Bernal vio que le esperaba un doctor Peláez algo excitado.

– Bernal, te he hecho una reconstrucción. No es más que una conjetura sobre el aspecto que habría tenido en vida el sujeto carbonizado, pero he seguido el método de reconstrucción que iniciaron Glaister y Brash, consistente en obtener diversas radiografías del cráneo. Ahora bien: si pudieras conseguir fotos normales de cualquier hombre de quien sospechases es nuestro difunto, entre el fotógrafo y yo nos esforzaríamos por ver hasta qué punto coinciden unas y otras. Mientras tanto, es posible que mi reconstrucción sea de alguna ayuda.