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Cuando llegó a casa, encontró el piso a oscuras, excepción hecha del suave resplandor procedente del armario del comedor, que su mujer había transformado en capillita casera consagrada a Nuestra Señora de los Dolores. Guardándose de molestarla, encendió el televisor a tiempo de ver el telediario, dedicado en su mayor parte a los sucesos de Polonia. No tardó Eugenia en aparecer.

– Te calentaré el estofado de verduras -dijo con brusquedad-. ¿Quieres la pescadilla que sobró de la comida?

– No, me basta con el estofado -dijo él.

– Como quieras; el vino está en el aparador, sírvete tú mismo; y no te olvides de poner los cubiertos.

Cuando Eugenia volvió con el estofado apenas recalentado y se enfrascó en una larga bendición de la mesa, Bernal fue murmurando las respuestas de rigor medio de carrerilla, sin quitar el ojo de las noticias del televisor. Una de ellas, cuyas imágenes mostraban a un teniente general que bajaba de un helicóptero del Ejército para pasar revista a una formación, tuvo la virtud de sobresaltarle:

«El nuevo jefe de la División Central de Artillería, teniente general don Emilio Baltasar, ha tomado hoy posesión de su mando con unas palabras en que ha puesto de relieve los deberes esenciales de lealtad y obediencia de todo soldado, al tiempo que ha recordado con elogio la incondicional adhesión de la división a los designios del fallecido general Franco, a lo largo de cuarenta años gloriosos…»

¡Baltasar! Aquel apellido resonó con fuerza en el cerebro de Bernal. ¿Cómo es que no se le había ocurrido antes? El tercer rey mago, el rey negro de Oriente que llevaba mirra al Niño Jesús destinada a su entierro… Al día siguiente haría que se le investigase; con la máxima discreción, por supuesto.

Festividad de Santa Bárbara

(4 diciembre)

Cansado ya de las visitas matutinas, Bernal salió de la clínica La Concepción y cayó en la cuenta de que había terminado con su parte de la lista de otorrinolaringólogos. Desde una cabina de la plaza de Cristo Rey telefoneó a Navarro para saber si algún otro miembro de su equipo había tenido más suerte que él en lo tocante a la identificación del cadáver carbonizado de La Granja.

– Hasta ahora no -dijo Navarro-, pero Elena nos ha transmitido un informe; Ángel acaba de llamarme. Como ha conseguido la amistad de la chica que recoge los anuncios, lo primero que ha hecho esta mañana ha sido echar un vistazo a los archivos de anuncios por palabras. No ha encontrado nada a nombre de Magos, si bien no ha podido consultar el registro de facturas. Dice que cuando tenga una oportunidad, mirará los registros de los días anteriores a la publicación de los anuncios crípticos y sabrá así quién pagó la inserción.

– Estupendo. Esperemos que dé pronto con algo. Por cierto, ¿por qué no me pusiste en la lista la Clínica Angloamericana? Precisamente la tengo a la vuelta de la esquina.

– Porque no figuraba en ella ningún otorrino, jefe. Supuse que llamarían a los especialistas cuando les hicieran falta.

– Mira, ya que estoy aquí en Vallehermoso, voy a meter la nariz a ver qué pasa. Nos veremos dentro de una hora.

Una vez en el pequeño edificio de ladrillo rojo, discretamente apartado en medio de una arboleda, Bernal preguntó a la recepcionista de uniforme blanco si podía ver al administrador de la clínica, y le alargó una de sus tarjetas oficiales.

– Voy a ver si está ocupado, comisario -respondió la mujer, con cierto deje de pronunciación norteamericana o inglesa, no sabía bien. Volvió en seguida y le hizo pasar a un despacho de aspecto agradable.

– Le agradezco mucho que me haya recibido sin concertar una cita previa, doctor…

– Gregory. Yo soy quien dirige el hospital, comisario -dijo el hombre alto y rubio con un acento extranjero que sin duda era inglés, pensó Bernal, a juzgar por la aspiración de las oclusivas y las oes diptongadas en aquel castellano suyo, fluido por lo demás.

– Mire usted, se trata de saber si cuentan con algún otorrinolaringólogo en la plantilla. Es que andamos tras la identificación de la víctima de un accidente.

– Pues sí, tenemos uno, lo que ocurre es que también es dermatólogo. Es el doctor Galiano, un hombre muy eficaz, y compatriota de usted.

– ¿Tiene la consulta aquí?

– Desde luego, durante casi toda la semana. En este instante está con uno de nuestros pacientes. Haré que venga.

– Por favor, deje que termine. No quisiera interrumpir sus visitas diarias.

– De ningún modo. Estoy seguro de que estará encantado de ayudarle.

El doctor Galiano estrechó la mano de Bernal, quien fue al grano inmediatamente y le enseñó la radiografía de seno obtenido por el patólogo de la policía.

– ¿No le recuerda a ningún paciente, doctor? ¿A cualquiera de los tratados en el curso de los dos últimos años?

– En realidad, no me es del todo desconocido. ¿Le importa que consulte en los ficheros?

El doctor Galiano volvió minutos más tarde con un sobre pardo muy grande, del que sacó unas cuantas radiografías. Tras ponerlas en una pantalla iluminada, colocó junto a ellas la hecha por el doctor Peláez.

– ¿Lo ve? Ya decía yo que no me era desconocida. Esta de aquí la hice antes de intervenir el seno maxilar izquierdo. Se advierte con claridad la zona oscura del tumor. Ésta otra la hice después.

Bernal vio que la última radiografía aludida se correspondía bastante bien con la del doctor Peláez y que el perfil del cráneo parecía muy semejante, pero no estaba seguro de cuáles eran las diferencias naturales que solía haber.

– ¿Está usted totalmente seguro, doctor?

– Totalmente. Siempre reconocería mi propia obra, sea manual o fotográfica.

– ¿Y quién era el paciente en cuestión?

– Un joven muy agradable, de buena familia; quiero decir que su padre goza de una posición desahogada y pertenece a la nobleza. El pago fue a toca teja, lo que no siempre ocurre, dicho sea de paso. Aquí tengo la ficha: José Antonio Lebrija Russell de Villafranca; tenía treinta y tres años cuando le operé. Había tenido serios problemas respiratorios durante un tiempo y, con la formación del tumor, el dolor se le agudizó, como es lógico. Pero después ya no tuvo molestias. Uno de mis pocos éxitos -dijo riendo-. Pero dígame: ¿le ha ocurrido algo? ¿Cómo es que la policía le ha hecho esta radiografía?

– Pues verá usted, para nosotros se trataba de identificar a la víctima de un accidente que, me temo, resultó con quemaduras de carácter muy grave. Aquí puede ver la reconstrucción facial que ha hecho nuestro patólogo.

– Dios mío, sin duda pereció en un accidente de tráfico. El retrato es muy bueno, del doctor Peláez si no me equivoco -Bernal asintió-. ¿Sabe usted que el padre del joven Lebrija es grande de España? El marqués de la Estrella. Es una familia angloespañola y José Antonio era el menor de los hijos, según creo.

– ¿Sabe usted en qué se ocupaba? -preguntó Bernal.

– Era instructor de artillería y pasaba mucho tiempo al aire libre. Esto agravaba los problemas de la sinusitis, sobre todo en invierno. Qué golpe para la familia.