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– Le agradecería que no hablara usted con nadie de este asunto por el momento -dijo Bernal-. Si es tan amable de dejarme estas radiografías, nuestro patólogo podrá comprobarlas.

– Naturalmente, puede usted llevárselas. Y, favor por favor, dele a Peláez un cordial saludo de mi parte; fuimos compañeros de estudios, ¿sabe? Y puede usted confiar en mi total discreción respecto de este asunto, comisario.

Bernal tomó un taxi para volver a Gobernación, donde dijo a Navarro que llamase a Peláez por teléfono.

– Di a Lista y a Miranda que regresen; creo que ya tenemos la identificación. Averigua luego lo que puedas del marqués de la Estrella y su familia, pero con discreción.

Al enterarse de que se había efectuado una probable identificación, el doctor Peláez prefirió trasladarse al principal laboratorio fotográfico de la policía.

– Su equipo es mejor que el mío -dijo a Bernal- y probablemente nos harán falta ampliadoras especiales. Tú, por tu parte, procura hacerte con una buena foto de frente de la cara del sujeto que piensas que es.

Antes de que llegase Peláez, Navarro había enviado ya a Lista a la sección del Documento Nacional de Identidad para que le facilitasen una foto oficial del carnet de José Antonio Lebrija Russell. Bernal optó por mirar cómo trabajaban Peláez y el fotógrafo jefe.

– Me temo, Bernal, que esta foto oficial del supuesto difunto no es lo bastante buena para preparar una superposición -dijo Peláez-. Tendrás que conseguir otras fotos mejores, un retrato a ser posible, o, en su defecto, una serie de instantáneas para que podamos elegir.

En cambio, se pudo efectuar la superposición de la radiografía post mortem de la cabeza sobre la radiografía que el doctor Galiano había hecho en vida del paciente, y se vio que se correspondían a la perfección.

– Tenía razón Galiano -dijo Peláez-. No hay duda de que se trata del mismo cráneo.

A mediodía, Bernal y Miranda partieron en el coche oficial hacia el sector elegante del distrito de Chamberí, en cuya calle Zurbano se encontraba la residencia urbana del marqués. La fachada, con todas las contraventanas cerradas, tenía un aspecto normal, pero cuando pulsó el timbre bajo el arco de la puerta cochera, Bernal advirtió que le enfocaba desde arriba una pequeña cámara de televisión. Una voz masculina le preguntó quién era por medio del interfono.

– Soy el comisario Bernal, de la DSE. Desearía ver al mayordomo o al ama de llaves.

– Si no es molestia, comisario, enseñe su identificación al objetivo de la cámara que hay sobre usted -dijo la voz incorpórea. Bernal lo hizo.

Al cabo de un rato, se abrió un postigo enmarcado en el gran portal de dos batientes y un viejo criado con mandil verde le invitó a entrar. Un callejón empedrado y descubierto se abría desde el portal entre una serie de grandes edificios, en su mayor parte de elegante estilo isabelino, y los dos policías se quedaron boquiabiertos al ver árboles de gran altura en la parte más lejana de los jardines, ya que por fuera no había el menor indicio de que la casa tuviera aquel tamaño y complejidad.

El criado les condujo hasta una puerta doble de cristal que estaba a la izquierda del patio.

– Si los señores quieren esperar en la biblioteca, el mayordomo les atenderá inmediatamente.

Miranda silbó por lo bajo cuando se quedaron solos.

– Jefe, esto es una catedral. Mire, mire esas pilastras de mármol.

La biblioteca era de techo alto y muy alargada, de estilo clásico francés, con una escalera dorada que conducía a una galería superior. Junto a la puerta brillaba una hermosa colección de lujosas encuadernaciones, y entre las largas hileras de libros cubiertos de tafilete veíanse, a intervalos aleatorios, preciosos objetos artísticos de estilo barroco: conchas de nácar engastadas en oro, urnas de mármol coloreado, lámparas complejas de cristal de La Granja. A lo largo de las paredes, ordenados a intervalos, había una porción de cómodos sillones y escritorios con sillas Luis XVI, todo ello como flotando en la luz verdosa que entraba del jardín por el extremo más alejado.

No tardó en aparecer el mayordomo, que les invitó a tomar asiento.

– Estamos aquí en una misión delicada -explicó Bernal- y nos gustaría saber si el señor marqués se encuentra en Madrid.

– Me temo que no, comisario. Su Excelencia está de caza en su finca cerca de Jerez. La señora marquesa se encuentra aquí, pero sus deberes religiosos la retienen en la capilla en este momento. Para la casa es hoy un día especial, ya que es Santa Bárbara, nuestra patrona. Se va a oficiar una misa especial.

– ¿No podría decirnos dónde están los hijos del marqués? -preguntó Bernal.

– Sólo sus dos hijas están en casa en este momento. El hijo mayor, don Miguel, está con su padre en el sur. Los otros dos que le siguen en edad viven en el extranjero.

– ¿Y el menor? -inquirió Bernal-. ¿No se llama José Antonio?

– Exacto. Está en la escuela de cadetes del regimiento de su padre -el mayordomo pareció momentáneamente contristado-. Por lo menos pensamos que está allí. Y a decir verdad, comisario, nos ha extrañado no verle esta mañana entre nosotros, para la celebración de nuestra festividad. Nunca ha faltado en años anteriores. Se trata de una ocasión muy especial, con una comida con que se agasaja después a los invitados -de pronto se alarmó-. No le habrá ocurrido nada, ¿verdad?

– No sabría decírselo con seguridad -replicó Bernal prudentemente-. Pero nos sería muy útil que usted nos permitiera ver alguna foto suya reciente.

– ¿Quiere usted decir que han detenido a alguien que puede ser él? -preguntó el mayordomo con incredulidad.

– Me temo que sea algo peor. Un accidente con una víctima sin identificar que sufrió gravísimas quemaduras.

La cara del mayordomo se puso repentinamente pálida.

– Le traeré el álbum de fotos.

Mientras aguardaban, Bernal y Miranda se quedaron de piedra al ver que por el paseo interior se acercaba una procesión pequeña, pero lujosamente engalanada. A la izquierda iba un obispo con casulla roja y áureas orlas en la dalmática y la tunicela de idéntico color; portaba mitra blanca y báculo pastoral, y le precedían un capellán y un diácono asimismo con ornamentos rojos. Al ver el agua bendita que llevaban para el asperges y el humeante incensario de plata, Miranda comentó:

– Van a la capilla privada de enfrente, jefe. Tiene que tratarse de una misa solemne.

Cuando el mayordomo volvió con el álbum, dijo Bernaclass="underline"

– Veo que ha venido el obispo para decir misa.

– Sí, es un antiguo amigo del marqués y viene todos los años especialmente para esta conmemoración, en realidad por complacer a la señora marquesa.

Una vez que hubieron elegido las fotos del capitán Lebrija que Bernal creyó útiles para los fines del doctor Peláez, se despidieron del mayordomo en el portal de la entrada. Desde la puerta abierta de la capilla surgieron las palabras iniciales del introito, que alcanzaron a oír: «Loquebar de testimoniis tuis in conspectu regum, et non confundebar» («Di testimonio de vuestra ley delante de los reyes sin ruborizarme»).

Cuando estuvieron de vuelta en el vehículo oficial, dijo Miranda:

– ¿Vio usted los cinco coches estacionados en el patio interior, jefe? Tres de ellos tenían el distintivo SP del servicio público y matrícula del Ejército.

– Era de esperar que algunos de los invitados de la marquesa fueran del arma de artillería. Soy el primero en admirar tu retentiva, Miranda, pero por si acaso será mejor que apuntes los números que has visto y cuando regresemos, compruébalos, para saber quiénes iban en los vehículos oficiales.