– Pero ahora que les hemos visitado -dijo Miranda- y preguntado al mayordomo por su paradero y hablado de la víctima de un accidente, lo más probable es que se pongan todos a hacer averiguaciones por su cuenta.
– Exactamente -dijo Bernal-. Que hagan ellos los primeros movimientos. Yo le he dado ya nuestro número al mayordomo. Una vez que éste haya hablado con la marquesa y se hagan las preguntas de rigor en la academia, recurrirán a nosotros, estoy seguro. Entonces, por solicitud de la familia, nos pondremos a investigar, fórmula que para nuestros intereses resulta mucho menos sospechosa.
– ¿Y si preguntan si el examen médico forense ha identificado el cadáver?
– Por el momento, responderemos que no -dijo Bernal-. Si es preciso, que vean por sus propios ojos los restos, de ese modo observaremos sus reacciones, pues sabemos que una identificación directa es imposible, evidentemente.
– Pero ¿no es ése un procedimiento un poco cruel, jefe? -sugirió Navarro.
– Quizá, pero me parece importante observar la forma en que reaccionan. En el caso, presumo que muy improbable, de que afirmen haber reconocido el cuerpo carbonizado, sabremos que están complicados en el asunto. Si no lo reconocen, no se ha perjudicado a nadie. Les daremos de tiempo hasta las seis de la tarde; entonces comenzaremos a preguntar en la academia.
Mientras comía con el inspector Ibáñez, Bernal le preguntó si había averiguado algo en los archivos oficiales sobre los mensajes con la clave Magos.
– Cero, Luis, aunque no un cero absoluto. Quiero decir que en la pantalla de mi terminal no aparece nada, salvo un número de código que significa: «Sin información. Reservada a las autoridades competentes». Lo que por lo general quiere decir que hay datos, pero que sólo los mandamases tienen acceso a ellos.
– Muy interesante -dijo Bernal-. Porque los mandamases con quienes he estado en contacto aseguran que no hay ninguna información en absoluto.
– Si pudieras hacerte con el código de computadora concreto -dijo Ibáñez-, te enterarías de esa información. Yo ya he probado también con el nombre de los tres sitios reales, pero no he obtenido nada que pueda serte de interés. En cuanto a los colores, también cero absoluto.
– ¿Te importaría meter la nariz en una familia importante, Esteban? Son grandes de España. Me harías un gran favor.
Ibáñez se enderezó.
– Será un placer. ¿De quién se trata? Ya sabes que Franco tenía detallados ficheros sobre las grandes familias, lo mismo que sobre la pequeña nobleza. Creo que le preocupaba que pudieran intentar la restauración de la dinastía anteriormente reinante o poner en el trono a uno de los pretendientes carlistas.
– Se trata del marqués de la Estrella, la familia Lebrija Russell.
– Son ricos y poderosos, Luis. Ten cuidado. Están fuera de tu alcance, si es un delito común lo que investigas.
– Es que no es un delito común, Esteban, por lo menos no lo será si las cosas salen según su plan.
– Si son asuntos de Estado, puede peligrar tu vida, Luis. ¿Por qué no te jubilas, gozas de tu envidiable pensión y te vas a vivir a Estoril?
– Todavía no, Esteban, todavía no. Estoy demasiado cogido en esto. Además, me aburriría de jugar todas las noches a la ruleta en portugués, aunque a Eugenia probablemente le encantaría irse a rezar cada dos por tres a Fátima.
– ¿Cómo está Eugenia, por cierto? Hace infinidad de tiempo que no la veo.
– Como siempre. No le advertirías el menor cambio, salvo algún par de canas más.
Y se pusieron a charlar de los viejos tiempos bajo el gran farol chino del comedor del piso de arriba del Lhardy, estancia generalmente conocida (desde que entrase en funciones en la década de 1850) con el nombre de Salón Japonés, y al final se enzarzaron en la típica discusión de quién pagaba la cuenta, ya que los dos se arrogaban el derecho de tener aquel honor.
Tras separarse de Ibáñez, Bernal se dirigió al piso clandestino que mantenía en la calle Barceló. Consuelo, misteriosamente, no estaba, como venía ocurriendo en los últimos días, pero cuando estaba ya preocupándose por ella, apareció la muchacha cargada de paquetes.
– Es que comienza la temporada de compras de Navidad y Año Nuevo, Luchi. Y mejor es hacerlas ahora que mezclarse con el gentío de los días más próximos a Reyes, sobre todo cuando se tiene, como yo, una familia dispersa y numerosa a la que hay que hacer regalos convenientes.
Cuando la besó se dio cuenta de que la joven estaba muy contenta, como si hubieran disminuido los treinta y tres años que tenía y se sintiera más joven. Una vez que hubieron tomado café y se hubieron acomodado en el lujoso diván, Bernal le contó algunos detalles del caso en que trabajaba, puesto que había podido comprobar que ella contribuía frecuentemente a cristalizar sus pensamientos y a veces incluso a intuir soluciones con sólo exponerle su particular punto de vista.
– Como comprenderás, Chelo, todo lo que te cuento es altamente confidencial. Se trata de un asunto muy delicado.
– Desde luego que lo es. ¡Además, es emocionante! Ese grande, el Estrella que dices, yo creo que está relacionado con el Banco Ibérico en que trabajo. Es posible que sea uno de los consejeros. Mañana lo comprobaré. La mayoría de esas familias latifundistas de rancio abolengo fueron fundadas en realidad por salteadores y bandoleros. ¡Menuda jauría! Se hicieron ricos durante siglos como grandes señores absentistas del centro y sur del país y han dejado que los campesinos se murieran de hambre mientras ellos se daban la gran vida en la villa y corte, cuando no en Biarritz, Montecarlo y París. Ahora, sus últimos descendientes sacan buenas tajadas de la reciente industrialización y algunos cuentan incluso con inversiones fabulosas en bancos y en empresas comerciales.
– Por favor, Consuelo, procura calmar tus fervores revolucionarios durante un par de días y limítate a averiguar lo que puedas sobre los negocios de la familia Lebrija, ¿quieres?
– Claro que quiero. Como adjunta del director, tengo acceso a todos los expedientes. Además, ha estado hoy muy afable conmigo y de lo más solícito a propósito de una petición particular que le he hecho.
– ¿Y cuál ha sido?
– Te lo diré cuando sea confirmada. Pero no antes, ¿de acuerdo? ¡Es una gran sorpresa navideña que te reservo!
Cuando volvió al despacho, un poco más tarde de lo que se había propuesto, Bernal supo que la marquesa de la Estrella había telefoneado, dejando este recado: ¿tendría el comisario Bernal la amabilidad de volver por su casa a fin de hablar con ella?
– Le dije que irías en cuanto pudieras -dijo Navarro.
– Di a Miranda que pida el coche oficial, ¿quieres? Creo que ya les hemos hecho sufrir bastante.
Veinte minutos más tarde recibía la marquesa a Bernal y Miranda en su salón particular, decorado en oro y amarillo claro, y amueblado al estilo Segundo Imperio, con piezas probablemente originales, calculó Bernal, incómodamente empotrado con Miranda en una exquisita chaise-longue.
– Siento mucho no haber podido recibirle esta mañana, comisario. Ha sido un día muy especial para la familia.
– Sin embargo, ha sido usted muy amable al hacerlo ahora, señora marquesa -dijo Bernal con su tono más cortés-. Comprendo que deben de estar muy preocupados por su hijo.
La marquesa dio un leve tirón al mantón de manila que le cubría los hombros, con una mano ligeramente temblorosa y adornada de anillos antiguos, si bien mantuvo la espalda tiesa como una vara.
– Sí, desde luego, comisario. Ya hemos llamado a la academia militar de Ocaña y parece que no se ha visto a José Antonio por allí desde el sábado por la tarde; tampoco en esta casa se le ha visto. Tengo entendido, no obstante, que piensa usted que pueda estar relacionado con no sé qué accidente… -en este punto, se detuvo con desconcierto.