Выбрать главу

– Señora, no estamos seguros. La cuestión es que está todavía sin identificar la víctima de un accidente ocurrido en San Ildefonso y en el que probablemente tuvo algo que ver un vehículo militar.

– ¿Podría acompañarles para ver si le identifico?

– la marquesa volvió a titubear, aunque sólo lo necesario para dominar sus profundas emociones.

– Señora, mucho me temo que no sería conveniente. Pero si el señor marqués o alguno de sus hijos tiene un momento libre…

– Mi hijo mayor vendrá esta noche de Jerez en el último vuelo de Aviaco.

– Entonces creo que podrá acompañarnos mañana. Deseo de todo corazón estar equivocado, pero hay que prepararse para lo peor.

– Rezaré por mi hijo, comisario. Estamos en manos del Señor.

Cuando salieron a la calle Zurbano, Bernal sugirió a Miranda una comprobación en la academia militar aquella misma tarde y dijo al chófer que les llevase a Ocaña.

Salvaron el tráfico habitual de la hora punta, saliendo de la urbe por el sur un cuarto de hora antes de que se formara el gran atasco, y el experimentado chófer puso el Seat 134 a ciento veinte por hora, de manera constante, por la autopista A-4; así que pudieron cruzar el Jarama en Seseña poco más de media hora después, y al cabo de otros diez minutos llegaron al Tajo junto a Aranjuez, oasis de verdor en medio de un paisaje árido y algo al este de la confluencia de los dos ríos. Bernal pensaba que para la gente joven de hoy Aranjuez era sólo ese sitio desde donde se les abastecía de buenos espárragos y fresones tempranos, pero él recordaba con claridad el doloroso y singular aspecto que presentaba en febrero de 1937, en que era un cuartel republicano durante la dura campaña del Jarama, y punto clave también para evitar que las fuerzas franquistas cortaran la única vía de comunicación entre Madrid y la costa de Levante.

Recorrieron las calles, ya oscuras y tranquilas, y remontaron la carretera que llevaba, unos kilómetros más allá, a la villa de Ocaña, sede por otro lado de un penal de notoriedad nada grata. Pararon en la plaza de la localidad para tomar un café, y también para preguntar y recibir las indicaciones necesarias al objeto de llegar a la academia militar. Allí enseñó Bernal el distintivo de la DSE en la puerta principal, y el director, que ostentaba el grado de coronel, les recibió inmediatamente.

Bernal le explicó que la marquesa de la Estrella les había pedido averiguaran el paradero de su hijo.

– Pues hace usted bien en decírmelo, comisario, porque precisamente le esperábamos el lunes para que comenzara las prácticas artilleras con el último reemplazo de cadetes y un teniente tuvo que hacerse cargo de la clase. Cuando se fue, el sábado por la tarde, me dijo que iba de caza a la sierra con unos amigos.

– ¿Eran esos amigos colegas del Ejército? ¿No ha echado en falta a ninguno? -preguntó Bernal.

– Aquí todos están en sus puestos, comisario y, sinceramente, no sabría decirle quiénes le acompañaron.

– ¿Podríamos ver las habitaciones del capitán Lebrija? -preguntó Bernal-. Es posible que su asistente recuerde la ropa que se puso.

Puede usted hacerlo. Ojalá no le haya ocurrido nada al capitán. Es uno de nuestros instructores más valiosos.

Cuando cruzaron el comedor de oficiales, Bernal advirtió que la mesa estaba puesta con cubiertos de plata y adornada con candelabros todavía no encendidos, como si se tratara de un banquete. El coronel se percató de la dirección que tomaban las miradas de Bernal y se apresuró a darle una explicación.

– Es que hoy es Santa Bárbara, comisario, nuestra patrona. Lamentaríamos mucho que el capitán Lebrija faltase a su fiesta este año.

Bernal y Miranda hicieron como que examinaban por pura formula la habitación de Lebrija y preguntaron a su asistente por la ropa que se había llevado.

– Se fue con la ropa que suele ponerse para ir de caza, señor, y se llevó además la escopeta. Los uniformes siguen aquí y por lo que toca al resto de sus ropas civiles, las tiene en su residencia particular de Madrid.

Bernal se fijó con curiosidad en la estantería y rápidamente se percató de su contenido: libros sobre táctica militar y prácticas de tiro, una biografía de José Antonio Primo de Rivera, unos cuantos libros recientes sobre el general Franco y su familia, novelillas derechistas de resonancia comercial en el país, números atrasados de El Toque y un montón de ejemplares antiguos de La Corneta. No cabía la menor duda respecto de las inclinaciones ideológicas del fallecido capitán.

– ¿Solía guardar aquí el capitán Lebrija la correspondencia privada? -pregunto Bernal al asistente.

– Sólo las cartas que de cuando en cuando le llegaban a la academia. Tenía una cartera de piel de cerdo con recado de escribir.

– ¿Está aquí ahora?

– No la veo, señor. Miraré en el dormitorio.

Bernal se daba cuenta de que iba a ser imposible hacer un registro a fondo sin despertar sospechas, así que se dejó llevar de un impulso repentino, cogió el ejemplar de La Corneta del 14 de noviembre, lo dobló rápidamente en cuatro y se lo metió en el bolsillo del abrigo un segundo antes de que el ordenanza volviera.

– No señor, no está. He mirado en todas partes.

– No importa. Muchas gracias. No volveremos a causar ninguna molestia.

Al pie de la escalera principal, junto a un impresionante armero lleno de fusiles con la cadena echada, el director de la academia les aguardaba con impaciencia.

– ¿Cree usted, coronel, que los amigos o compañeros del capitán nos podrían decir algo de interés? -preguntó Bernal.

– Creo que no, comisario. Ya les pregunté cuando telefoneó la marquesa y me dijeron que no sabían nada.

– ¿Hay alguno que fuera amigo íntimo suyo?

– No, me temo que no. Lebrija, sin perder nunca la corrección, era un poco retraído -a Bernal le llamó mucho la atención que el coronel usara el pretérito imperfecto para aludir al capitán desaparecido. Estaba claro que sabía mucho más de lo que daba a entender.

El coronel titubeó y dio la impresión de que, advertido de las circunstancias, éstas le pedían fuese un poco más concreto.

– Creo que sólo intimaba con su consejero espiritual -añadió.

Otra vez el pretérito, se dijo Bernal.

– ¿Quiere usted decir con el capellán castrense?

– No, su consejero era el padre Gaspar, de la Casa Apostólica de Aranjuez. Viene por aquí regularmente para enseñar a los cadetes el lado espiritual de la vida castrense.

Bernal consideró que sería imprudente y probablemente inútil seguir preguntando al coronel, de modo que se despidieron.

Ya en la plaza de armas, Miranda fijó su mirada, casi nostálgica, en la hilera de jeeps militares estacionados delante de la entrada.

– Jefe, ¿no podríamos hacernos con las huellas de los neumáticos delanteros de esos vehículos y ver si coinciden con las que encontramos en La Granja?

– Ya me tienta, ya, pero es peligroso. Además, no sé cómo nos las arreglaríamos para tomarlas sin conocimiento de las autoridades de la academia.

– Yo mismo podría volver por la noche, cuando todos estén en el banquete del regimiento.

– Estos centinelas te lo impedirían. Apostaría a que tienen a esos chicos arriba y abajo, de guardia toda la noche, como parte de la instrucción. No vale la pena.

Ya en el coche, de regreso a Madrid, Bernal encendió la luz del asiento trasero y sacó del bolsillo el ejemplar de La Corneta.

– Mira lo que he chorizado, Miranda. Vamos a ver qué nos dice la sección de anuncios -los dos vieron inmediatamente que el primer mensaje de Magos, es decir, «Morado A.l. San Ildefonso», estaba rodeado con un círculo rojo-. Esto ya está claro. El capitán Lebrija estaba indiscutiblemente envuelto en este asunto de Magos. Y me tranquiliza que por fin hayamos dado con una especie de confirmación de cara al secretario del Rey, aunque no sepamos todavía a qué conduce.