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– ¡Geñita, primero tengo que afeitarme y que vestirme!

Vio Luis que la cabeza de su mujer volvía a desaparecer entre los remolinos de brocado de seda, cayó en la cuenta de que éstos habían sido la causa de la calidoscópica serie de reflejos por él observada en la pared al levantarse, y columbró el movimiento de dos sacudidores de mimbre, en forma de trébol, cayendo con fuerza sobre unos gruesos paños que pendían polvorientos de las cuerdas del tendedero.

Cuando Bernal consideró que tenía ya un aspecto lo bastante presentable para aparecer ante la portera a aquella hora desacostumbrada, cruzó el rellano de la escalera y salió a la terraza empavesada de antenas de televisión. A lo lejos se divisaban, formando una línea accidentada en el horizonte septentrional, los blancos picachos de la Sierra de Guadarrama tamizada por una cortina de copos de nieve bajo el cielo plomizo que contrastaba extrañamente con el aire transparente y soleado de la meseta en que se alzaba Madrid.

– ¿Qué haces aquí, Geñita? -dijo; y luego, con cierto retraso, dio los buenas días a la solterona de faz cetrina que solía sentar sus reales en el zaguán como si fuera la guardiana de un convento.

– Le prometimos al padre Anselmo -dijo Eugenia- que le limpiaríamos toda esta vestimenta la primera mañana que hiciera buen tiempo -Bernal vio entonces que tanto la portera como su mujer se habían envuelto la cabeza, incluso tapado la boca y la nariz con sendas bufandas-. Limpiarla en seco resulta muy caro, Luis, y, además, el padre tiene miedo de que se le haga jirones si la meten en una máquina y la empapan de bencina. Algunas de estas prendas tienen más de cien años, ¿sabes? Mira, mira el bordado de esta cenefa; es de oro -La mujer acarició con la mano la espalda de una casulla descolorida-. Ésta le hará falta esta mañana; como hoy es Domingo Primero de Adviento, cambia el color de las vestiduras, aunque no creo que tú te hayas enterado, enfrascado como estás en los asuntos mundanos -la portera escuchaba aquella perorata en respetuoso silencio mientras miraba a Bernal con reprobación-. Así que, venga, ayúdanos a doblar un juego -prosiguió Eugenia en tono enérgico-; vendrás luego con nosotras a la iglesia y de paso oirás misa.

Luis calculó que lo mejor era satisfacer la primera parte de la petición para no tener que satisfacer la segunda.

– Encantado de ayudarte, pero a las nueve y media tendré que irme al trabajo… Los delincuentes -añadió sonriendo a la portera- no van a misa, se lo aseguro, a no ser que se propongan robar los cepillos de la iglesia.

– Y usted que lo diga, don Luis, con esta horrible ola de delincuencia que nos ha caído encima -replicó la portera, dilatando los ojos con dramatismo por sobre el tenso borde de la bufanda-. Desde que el Caudillo, que en paz descanse, nos dejó, España no hace más que irse derecha al infierno.

Bernal sabía que aquel preámbulo daría paso a una larga letanía de quejas exasperadas.

– ¿Y por qué han quitado a los serenos? -dijo Eugenia con brusquedad, atacando por el flanco-. Por lo menos, con ellos estaban seguras las calles por la noche.

– Geñita, se está probando un nuevo servicio de vigilancia nocturna, compuesto de hombres jóvenes y armados con pistola; además, ha aumentado el número de coches patrulla. Los últimos índices de delincuencia demuestran que ha habido una disminución…

– ¿Disminución? ¡Un cuerno! -protestó su mujer-. Todo eso es propaganda que hacen tus superiores. Todo el mundo sabe que ya no se está seguro después de anochecido. ¡Y hasta los guardias visten ahora que parecen soldados yanquis!

Tras ayudar a las dos mujeres a transportar a la sacristía de la iglesia parroquial un gran cesto de mimbre, Bernal estaba ya casi echando el bofe. Saludó al padre Anselmo con la mayor cordialidad que pudo, encontrándose algo violento por no haber frecuentado los confesionarios desde hacía lustros y, mientras la pareja de beatas y un monaguillo mariposeaban alrededor del cura y le ayudaban a ordenar los indumentos eclesiásticos, se escabulló de la sacristía y, para recobrar el aliento, fue a sentarse en la parte de atrás del vistoso templo. No había más de una docena de fieles que esperaba la misa de nueve y el comisario pensó que podía descansar el tiempo suficiente para que los bares abrieran y las máquinas de café exprés entraran en funcionamiento.

Tras asistir al introito, que advirtió seguía diciéndose en latín en aquella parroquia seguidora a ultranza de todo lo tradicional, y a la colecta de limosnas, y viendo que Eugenia y la portera sentadas en el primer banco, se ensimismaban en sus devotas meditaciones, se puso en pie y se encaminó quedamente hacia la puerta en el momento mismo de comenzar la epístola, que aquel día correspondía a la carta del apóstol Pablo a los romanos: «Nox praecessit, dies autem appropinquavit. Abjiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur arma lucis.» («La noche está ya muy avanzada, y va a llegar el día. Dejemos pues las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.»)

Una vez en la calle de Alcalá, Bernal se dio cuenta de que el lugar en que solía tomar el desayuno, el barde Félix Pérez, estaba cerrado a aquella hora del domingo, de modo que fue andando hacia Independencia. Le sorprendió la exactitud de las palabras de la epístola del día, ya que en aquel momento vio un camión con un grupo de trabajadores que, situados en lo alto de una plataforma, colocaban hileras de bombillas blancas en los plátanos que flanqueaban las aceras, adorno que formaba parte de las galas navideñas y que daría una luminosidad tan glacial como esplendorosa a la calle de Alcalá.

Cruzó Cibeles con el ánimo más levantado y se puso a silbar unos compases de una de las canciones nostálgicas de La violetera, interpretada la noche anterior por Sarita Montiel, ídolo de los primeros años de su madurez. Su amiga, Consuelo Lozano, no había tenido al principio muchas ganas de ir a verla, aduciendo que la Montiel estaba ya entradita en años y que ella era, a fin de cuentas, una joven todavía (Consuelo era en realidad casi veintiocho años más joven que él), pero hasta ella había admitido que Sarita aún tenía duende. Para celosa sorpresa de Consuelo, Bernal había salido del teatro de La Latina sumido en una especie de aturdimiento semirromántico, ya que la cantante, al caer el telón, le había arrojado a las rodillas un clavel de color rojo encendido. Todavía llevaba aquella flor ya casi mustia en la solapa del abrigo de mezclilla cuando cruzó Alcalá para dirigirse a una de las cabinas telefónicas que había frente al Banco de España.

Colocó tres monedas de duro en la bandejita superior y marcó el número del palacio de la Zarzuela. Sonaron dos timbrazos prolongados antes de que la máquina se tragase el primer duro y una agradable voz femenina dijese:

– Zarzuela, dígame.

– Extensión 22, por favor -dijo Bernal, y pensó que lo mejor era no revelar por aquella línea general para qué llamaba a menos que la operadora de palacio lo preguntase.

Sonó el número de la extensión y descolgaron en seguida.

– Secretario particular de Su Majestad.

– Soy Bernal. Lo siento, pero anoche era demasiado tarde para llamar.

– ¿Podrá venir a las once y cinco?

– Sí, desde luego.

– ¿Vendrá usted en su coche?

– Pues… no… -a Bernal no le gustaba admitir que no sabía conducir y que por tanto no tenía coche.