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Mientras el taxi recorría la calle de Alcalá, Bernal pensó a fondo en los mensajes crípticos y su sentido serial. El primero, aparecido el 14 de noviembre, hacía mención de San Ildefonso, y hete aquí que el 30 de noviembre se localizaba el cadáver carbonizado del capitán Lebrija en los terrenos del real sitio; ¿por qué aquella diferencia de quince días? El segundo y tercer mensajes, aparecidos en 20 y 27 de noviembre, mencionaban El Pardo y Segovia, respectivamente, aunque, por lo que él sabía, nada anormal había ocurrido en ninguno de aquellos puntos. Sin embargo, Elena acababa de descubrir el contenido del cuarto mensaje dos días antes de su publicación, y éste se refería a Aranjuez; por una singularísima coincidencia, se descubría otro cadáver en los terrenos del palacio real de esta última población sin que hubiera habido tiempo para que los hipotéticos destinatarios del mensaje se enterasen de su contenido. En pocas palabras, no había en todo aquello la menor estructura lógica. ¿Tenía algún significado el cambio de «A.l», mencionado en los tres primeros mensajes, por el «A.3» del cuarto, que no tardaría en publicarse? De ser así, no tenía ni remota idea de lo que podía conllevar. En cualquier caso, el palacio de Aranjuez carecía absolutamente de relevancia estratégica. Nadie lo había habitado, salvo el personal de servicio, desde la época de Alfonso XIII. Lo mismo podía decirse de La Granja, excepción hecha de las fiestas al aire libre que Franco organizaba allí todos los años para el 18 de julio, pero la conexión que había allí no radicaba sin duda en el palacio, sino en la facilidad relativa con que se podía acceder a los cables de conducción eléctrica que alimentaban el palacio de la Zarzuela, la última residencia real y más próxima a la capital.

Era verdad que Aranjuez estaba cerca de Ocaña y de la academia militar en que el capitán Lebrija había trabajado de instructor, y que el consejero espiritual de éste, mira por dónde, pertenecía a una casa religiosa ubicada en esa villa real. ¿Cómo se llamaba, por cierto? Sí, lo recordaba: Gaspar, padre Gaspar. Bernal dio un bote y estuvo a punto de ponerse en pie dentro del taxi. Gaspar, el segundo de los tres Reyes de Oriente: la forma de encajar todo aquello, la verdad sea dicha, le parecía casi de risa: puro absurdo o pura coincidencia. Primero la clave Magos, que aludía a los tres reyes de la historia sagrada, luego el teniente general Baltasar, que tomaba el mando de la división central, y ahora el padre Gaspar. Se preguntó cuándo entraría Melchor en escena.

Ya en el despacho, Navarro quiso saber si su jefe había desayunado.

– No, aún no. Pero podrías decirle al subinspector de servicio que nos pida unos cafés y croasanes.

– Ya he hablado con el doctor Peláez y dice que le recojamos en su chalet de Perales. Nos viene casi de camino. Su ayudante se trasladará directamente a Aranjuez con la furgoneta mortuoria. ¿Damos parte al juez municipal de la localidad?

– No, si hay medio de evitarlo. Vamos a servirnos de la autorización real para saltarnos los pasos rutinarios. A fin de cuentas, el cadáver se ha encontrado en terrenos que pertenecen al Patrimonio Nacional y es más que probable que el Rey tenga primacía sobre la jurisdicción local.

– Varga prepara ya a su equipo de investigación in situ. Va a llevarse la furgoneta con los materiales. ¿A quién vas a llevar contigo, jefe?

– Yo creo que lo mejor sería que Miranda y Lista vinieran conmigo.

Una vez que les hubieron llevado el desayuno, Navarro preguntó a Bernal sobre la visita de la víspera al Instituto Anatómico Forense.

– Hombre, perdona que no te lo haya dicho antes. Estuve observando muy atentamente al hermano mayor del capitán Lebrija cuando vio los restos carbonizados. Aunque es un hombre impasible, se comportó de forma extraña, en mi opinión. Cualquiera habría comprendido que la identificación era imposible, y sin embargo afirmó, casi en el acto, que aquel cadáver podía ser perfectamente el de su hermano. Sólo después se le ocurrió preguntar a Peláez cómo nos las apañamos para suponer que el cadáver podía ser el de José Antonio Lebrija, así que tuvimos que explicarle el método de la tomografía comparada. Y, de veras te lo digo, me dio la impresión de que el heredero al marquesado de la Estrella conocía de antemano la muerte de su hermano menor. Pese a todo, no manifestó la menor señal de duelo.

– Tal vez se trate de una muestra de la típica contención aristocrática. ¿Y si el cómplice que estuvo en La Granja con el capitán Lebrija hubiera comunicado lo ocurrido a la familia, o a alguno de sus miembros, durante el domingo pasado, luego de desaparecer del escenario?

– Estoy seguro de que es lo que ocurrió. Es posible que la marquesa no lo supiera al principio; la emoción que sufrió me pareció auténtica. Pero el cómplice se puso en contacto probablemente con el marqués y el primogénito en la finca familiar.

– Lo que les puede implicar en el asunto de Magos, jefe.

– Desde luego. Pero ¿se limitan a estar al margen sólo a causa de la implicación del capitán Lebrija? Esto es lo que hay que averiguar. ¿Has sabido algo más de los intereses generales del marqués?

– Un poco. Para empezar, toda la familia es acérrima partidaria del mantenimiento de la misa en latín.

– Bueno, eso explica lo que Miranda y yo vimos el viernes, y la presencia de aquel obispo «preconciliar» en la casa.

– El difunto padre del marqués era un monárquico destacado, miembro del séquito de Alfonso XIII y uno de los pilares de la dictadura de Primo de Rivera. Huyó a París cuando la Segunda República y murió en el extranjero. El marqués actual volvió para unirse a los rebeldes en cuanto Franco se sublevó en el norte de África. Obtuvo el grado de coronel de artillería en 1939 y luego se ocupó de administrar sus grandes propiedades andaluzas.

– ¿Se ampliaron desde entonces sus intereses financieros?

– Notablemente, sobre todo a partir de los años sesenta con la nueva industrialización. Es consejero de tres bancos, accionista de unas cuantas compañías españolas de servicios públicos y armamento, y también de varias multinacionales. Él y sus hijos son miembros, además, de una organización o fundación católico-apostólica que hasta el momento no ha obtenido la sanción papal.

– Averigua lo que puedas de esa fundación religiosa, Paco.

– Lo haré, jefe. Por cierto, el inspector Ibáñez, de Archivos Generales, te ha invitado a comer hoy, si tienes un momento. Dice que ahora le toca pagar a él.

– Gracias, Paco. Ya le haré saber que por lo menos hoy tenemos demasiado trabajo por delante.

Una vez que hubieron salido de la ciudad por los arrabales pobres del sureste y entrado en la Autopista A-3, que no tardaba en terminarse para ser otra vez la antigua N-III Madrid-Valencia, Bernal volvió a encontrarse con el monótono y desnudo paisaje que le traía recuerdos de la guerra civil. En aquellos cuarenta y cinco años parecía que la carretera apenas hubiese cambiado. Había sido por aquella amarga carretera de huida y exilio ulterior por donde, en noviembre de 1936, el único obrero que había presidido el Consejo de Ministros en toda la historia de España, el «incorruptible» Francisco Largo Caballero, había partido con su Gobierno socialista hacia Valencia, desde donde había gobernado la España republicana hasta que sus colegas de Gobierno le habían obligado a dimitir en mayo de 1937. Algunos de aquellos colegas le habían negado con desprecio incluso el lujoso derroche de un vehículo en 1939 y a la edad de sesenta y ocho años se había visto en el brete de tener que ir andando a Francia, donde tiempo después fue entregado a los nazis, que lo encerraron en el campo de concentración de Oranienburg. El «Lenin español», como Moscú antes le había apodado, no sólo había sobrevivido a esta experiencia, sino que además había vuelto a París, donde había escrito sus memorias poco antes de morir, en 1946. Cuando Bernal, instado por Consuelo Lozano, había ido a presenciar la fase final del traslado de los restos de Largo desde el Père Lachaise hasta el madrileño cementerio civil del Este el catorce de abril de 1978, se había quedado impresionado, no tanto por el millón de personas que se había congregado en las calles en respetuoso silencio, con algún que otro grito, rápidamente acallado, de «¡Viva la República!», ni por el interminable desfile de banderas con los colores rojo, amarillo y morado, cuanto por la totalmente inesperada reaparición de los acerados rasgos faciales de Largo, embalsamado en el ataúd de tapa de cristal. Nadie se habría sorprendido si en aquel momento hubiera levantado la tapa y hubiera saludado con el puño cerrado antes de llegar a su último lugar de descanso, ya que en vida había hablado de manera casi ininterrumpida de la «voluntad de acero» que hacía falta para llevar a cabo la revolución, y había demostrado de manera inigualable la posesión de aquella voluntad durante la vejez.