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El día se había aclarado cuando llegaron a Perales, en la orilla norte del Tajuña. Bernal encontró al doctor Peláez en la puerta del chalé, oteando la carretera con dificultad tras los gruesos cristales de sus gafas. Cuando el coche se detuvo, Peláez hizo un tardío gesto de saludo, y volvió a la galería para coger el maletín negro.

– Así que me has conseguido otro, ¿eh, Bernal?

– Un ahogado, al parecer, en los terrenos del palacio de Aranjuez.

– ¿Cuándo se descubrió?

– A primera hora de la mañana.

– Supongo que lo sacarían del agua.

– Parece que sí, pero con mucho esfuerzo -dijo Bernal-. El intendente de palacio dijo que la corriente del Tajo es muy fuerte en ese tramo, sobre todo después de las últimas lluvias.

– ¿Quién lo descubrió?

– Alguien del personal de palacio.

– El cadáver, ¿es de varón o de hembra?

– Varón, de mediana edad, calvo. Todavía no identificado.

Una vez que hubieron cruzado el puente que llevaba a Aranjuez y llegaron a la avenida principal, la calle de la Reina, el coche y la camioneta de los técnicos torcieron a la derecha para seguir a lo largo del Jardín del Parterre, donde les aguardaba la furgoneta mortuoria que el ayudante de Peláez había conducido directamente desde Madrid. El coche de Bernal se puso en cabeza y se dirigió a la elegante fachada oriental del palacio. Se encontraron allí con el intendente, que les esperaba bajo el imponente pórtico de entrada con dos lacayos ataviados con la librea real de oro y azul marino.

A pesar de los esfuerzos del sol por filtrar algo de calor por entre las ramas de los altos olmos y los plátanos, desprovistos casi totalmente de sus hojas otoñales, el aire se notaba crispado y limpio y helaba la cara. La escarcha que había caído durante la noche no se había derretido aún en los paseos adonde no llegaba la luz solar.

Bernal se presentó al intendente y se dieron la mano.

– Le agradezco que haya venido tan pronto, comisario. Nos comunicaron que no debíamos emprender nada mientras usted no llegase.

– Pero alguien ha movido el cuerpo de la víctima, ¿no? -dijo Bernal.

– Me pareció conveniente que los jardineros lo sacasen del agua, por si lo arrastraba la corriente. Está en la orilla del río, cubierto por una lona.

– ¿Dónde se le encontró exactamente?

– En el Jardín de la Isleta, al noroeste de palacio.

– ¿Quién lo descubrió?

– Uno de los peones jardineros, a eso de las ocho menos veinte, poco después de amanecer.

– Hablaré con él antes que nada para que me describa la posición exacta del cuerpo cuando lo vio. ¿Qué hacía en los jardines a esa hora y con este frío? -inquirió Bernal.

– Es un entusiasta del footing -dijo el intendente, más bien como quien se excusa-. Para mi gusto se trata de una costumbre estrafalaria, pero el chaval se levanta todos los días a esa hora, se pone el chándal y se da una vuelta por todo el Jardín de la Isla.

– Bueno -dijo Bernal-, cuando se tiene el cuerpo en forma, dicen que el deporte es muy estimulante -y sonrió, pensando que el único deporte que él hacía lo reservaba a los momentos que pasaba en su apartamento clandestino-. Bueno, podría usted llevarnos al lugar del hallazgo -sugirió al intendente-. ¿Podemos entrar con los coches?

– Por supuesto, las veredas son transitables si se lleva cuidado.

– ¿Sería usted tan amable de venir conmigo y el doctor Peláez, para indicarnos el camino?

Los tres vehículos cruzaron las estrechas puertas de hierro forjado que daban al Jardín de la Isla, giraron a la izquierda al llegar a la fuente de Hércules y tomaron el primer sendero que partía para el noroeste, hacia el jardín de la isleta. A Bernal le sorprendió que los abundantes rosales ostentaran todavía sus flores rojas tardías, ribeteadas de una escarcha cuyo rigor no había llegado a dañar los pétalos, vistiéndolos en cambio de blancos adornos brillantes bajo los rayos del sol que lograban filtrarse.

– Le he conseguido un plano de los jardines para usted, comisario -dijo el intendente-, para que pueda ver la distribución.

– Muy oportuno. Cuando lleguemos al lugar exacto en que se encontró el cadáver, hágame usted el favor de señalármelo en el plano.

El coche se detuvo junto a tres jardineros que montaban guardia ante el extremo de la isleta, punto occidental de los jardines frente al río y al puente pintado de verde que soportaba el ferrocarril y la carretera.

– El patólogo y el técnico se encargarán del examen inicial -comentó Bernal al intendente-. ¿Vio usted el cadáver personalmente?

– Sí, para ver si lo conocía. Naturalmente, estaba preocupado por la seguridad de nuestro personal. Pero ni yo ni nuestros hombres lo conocemos. No iba vestido más que con la ropa interior, lo que se me antoja muy singular, comisario. Parece más bien un suicidio, ya que no me parece normal que venga nadie a bañarse a primera hora de una mañana de invierno.

– ¿Ha habido en el pasado otros suicidas que escogieran este sitio para ahogarse? -preguntó Bernal.

– No, que yo sepa. Y no, con toda seguridad, en los jardines de palacio.

– ¿Pudo haber entrado un forastero en los jardines por la noche?

– Ya he considerado esa posibilidad. Es muy difícil. Todas las puertas estaban cerradas, y este detalle lo he comprobado ya con los jardineros. El foso que cruza el jardín por un costado tiene cinco metros de profundidad y barandillas de hierro a cada lado, y por lo que afecta al límite norte, el Tajo es allí muy ancho y hondo. Tal vez se cayera de una barca.

– Según el plano, el río traza dos grandes meandros, como si se tratase de una V escrita a la antigua, en cuyo trazo inferior está el puente de la ciudad. Ahora bien, el caudal de la Ría de los Molinos, que tiene una cascada cuando pasa junto a palacio, ¿procede del río?

– Exacto, comisario. El agua viene del Tajo gracias a una esclusa que hay junto al puente en que está el embarcadero, y forma más tarde una cascada ancha y poco profunda que se llama de las Castañuelas a causa de su forma y del rumor que produce. El agua de la ría se une al cauce principal en aquel punto -y señaló un lugar que estaba al otro lado del saliente de la isleta-, un poco más allá del sitio en que se descubrió el cadáver.

– La corriente del río sí que parece más fuerte aquí -comentó Bernal.

– Es poderosa, pero varía según la forma de las curvas. A veces se forman remolinos de poca fuerza donde incluso se puede pescar con caña.

– Lo más probable es que el cadáver entrase en el río aquí, o acaso algo más arriba -dijo Bernal-. ¿Hay muchas posibilidades de que bajase por la ría, desde palacio, y que hubiese retrocedido un poco con el remolino originado por la confluencia?