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– Me parece que no, comisario. Salvo la cascada, que repito es poco profunda, la acequia tiene un caudal mucho más lento que el del río a causa de la esclusa que regula la cantidad de agua.

– Bueno, eso es interesante. Ya no es necesario que le retengamos aquí más tiempo, aunque antes de que se vaya me gustaría me presentara al peón que descubrió el cadáver. Mi chófer lo devolverá a usted a palacio.

– Muy amable -dijo el intendente, que, a diferencia del miembro más joven del personal, no era ningún entusiasta del footing.

El aludido miembro más joven, vestido aún con el chándal azul, era un individuo bajo y simpático, cuya exuberancia natural menguaban sólo un poco las circunstancias. Quizá se estuviera preparando para responder a la atención que se le iba a prestar, pensó Bernal. Siempre le interesaba de manera especial el descubridor de un cadáver, en primer lugar porque era la única persona que había visto el escenario del delito tal como el culpable lo había dejado, y en segundo lugar porque existía la posibilidad o probabilidad de que quien denunciaba un crimen fuera su autor. Sin embargo, quizá aquel caso no fuera más que un suicidio como tantos otros.

– ¿Cómo te llamas? -comenzó Bernal mientras Miranda tomaba notas taquigráficas.

– Hernán Álvarez Oliveras.

– ¿Cuánto hace que trabajas en palacio?

– Dos años, desde que dejé los estudios.

– ¿Naciste en Aranjuez?

– Sí, y aquí he vivido siempre. También mi padre trabaja para el Patrimonio Nacional.

– ¿O sea que conoces bien los jardines?

– Como la palma de mi mano -dijo el joven con confianza.

– ¿Sigues siempre el mismo camino cuando te pones a correr?

– Sí, casi todos los días. En realidad voy a paso gimnástico, para mantenerme en forma, en particular durante el invierno.

– Por favor, indícame en este plano la ruta que sueles seguir.

– Nosotros vivimos en las dependencias del personal, aquí, detrás de las cuadras de la Reina. Yo paso ante la fachada trasera u occidental de palacio, por el puente que hay allí y por el que se accede al Jardín de la Isla; luego voy por el camino que pasa junto a la ría y que gira en el punto exacto en que nos encontramos, y tomo el camino de sirga del río, en dirección noreste, paralelo al meandro que hace hacia el sur. Este camino me devuelve al puente que hay junto a palacio. Por lo general corro antes de desayunar, en cuanto sale el sol; a veces un poco antes, al clarear. Esta mañana hacía un frío tremendo, pero no tardé en entrar en calor -sonrió al decir esto y Bernal sintió una repentina envidia de la estupenda forma física del joven, que él, Luis, tenía la impresión de no haber poseído jamás.

– ¿Y viste el cadáver al llegar a este punto?

– Así es. El sol acababa de salir y cuando yo doblaba el extremo de la isleta, allí mismo, la luz del sol dio en algo blanco que había en el río, más cerca de esta orilla que de la otra; a mí me pareció que era algo que había quedado atrapado por las ramas de los árboles que rozan la superficie del agua.

– Y tú fuiste al borde de la orilla para ver mejor de qué se trataba, ¿no? -Bernal había examinado las huellas de pies de la orilla y advertido las marcas en forma de espiga que dejan las zapatillas de deporte.

– Sí, y así supe que se trataba de un muerto; flotaba boca abajo, y llevaba camiseta blanca y calzoncillos largos. Como en seguida me percaté de que no podía alcanzarlo sin un gancho largo o un rastrillo, pensé que si lo soltaba con una rama, la corriente lo llevaría más abajo.

– Muy inteligente -dijo Bernal en un tono de elogio que despertó un rubor complacido en el interlocutor-. Y entonces pensaste en pedir ayuda.

– Exacto, señor. Fui a la casa del jefe de jardineros y me lo encontré desayunando. Vino con mi padre y llevamos un garfio y un gancho largo. Ellos se decidieron a recoger el cadáver por si se soltaba de la rama que colgaba. Lo tapamos con una lona mientras el jefe de jardineros iba donde el intendente, para informarle.

– ¿Reconociste al muerto?

– No, señor, nunca lo había visto antes, ni yo ni los que hemos tenido ocasión de echarle un vistazo -se estremeció de repente-. Nunca había visto a un ahogado.

– No dejes que te obsesione. Algunos de nosotros tenemos que verlos todos los días. Gracias por contármelo todo de una manera tan clara. El inspector Miranda redactará la declaración para que la firmes.

El doctor Peláez, con sus termómetros y otros instrumentos, se ocupaba aún en analizar el cadáver, mientras Varga y su ayudante hacían un rastreo minucioso de la orilla, de manera que Bernal resolvió encender otro Káiser e interrogar al jefe de jardineros y al padre del peón, aunque éstos no aportaron prácticamente nada a la declaración de Hernán Álvarez.

Lista, mientras tanto, con conocimiento de Bernal, se había puesto a recorrer el camino de sirga del río, en dirección noreste, hacia la población, y mientras lo hacía escrutaba cuidadosamente el matorral. Una vez que se hubo obtenido la última de las fotos oficiales, Peláez cerró el maletín y se aproximó al lugar en que Bernal esperaba.

– Hablaremos en el coche -dijo éste-. Aquí hay humedad y hace mucho frío. La temperatura del agua apenas rebasa los cero grados y la del aire es de dos.

– ¿Y el cadáver? -preguntó Bernal.

– Tiene todavía un poco de calor en los órganos. Casi seis grados.

– ¿Cuánto hace entonces que murió?

– Eso depende de si ha estado en el agua desde el momento mismo en que murió. Tiene la carne de gallina, como es lógico, pero lo que llamamos «pellejo de lavandera», es decir, las arrugas producidas por la permanencia continua en el agua, sólo es perceptible en los dedos, sin que se haya extendido a toda la mano. Yo diría que ha fallecido hace unas diez o doce horas, a modo de aproximación. Entre las once de la noche y la una de la madrugada. Más tarde veré qué tiene en el estómago y sabré cuánto hace que comió por última vez.

– Pero ¿por qué estás tan inseguro acerca de si murió o no en el agua?

– Al principio pensé que se trataba de un caso de ahogamiento sin más, pero hay heridas serias y un corte ancho en la parte trasera de la cabeza que presentan señales de hematoma. Ahora bien, es muy corriente que los ahogados tengan heridas: el cadáver puede chocar con rocas, ramas sumergidas y otros objetos, incluso golpearse contra alguna embarcación o su hélice, pero en estos casos no hay hemorragia externa ni interna, ya que se trata de heridas producidas después de la muerte.

– ¿No podría haberse caído o arrojado junto al embarcadero de la población y haber sido arrastrado por la esclusa? -preguntó Bernal-. Sería viable suponer entonces que fue arrastrado hasta la cascada y desembocado desde la ría en el cauce del río un poco más abajo; el remolino del recodo hubiera podido empujarlo río arriba hasta esa rama que cuelga. Podríamos reconstruir su itinerario sirviéndonos de un maniquí de peso y tamaño parecidos.

– Haz lo que creas oportuno, Bernal, pero a mí lo que me preocupa es estas heridas. Tendrás que esperar a que las analice en el laboratorio, para ver si se infligieron en vida de la víctima, cosa que sospecho. A menos que estuviese drogado o muy borracho es improbable que se fuese dando todos esos topetazos que sugieres, por muchas ganas de suicidarse que tuviera, ya que el instinto natural de salvarse se habría apoderado de él durante un paseo acuático tan largo e incómodo.

– Pero ¿murió o no murió ahogado?

– No lo sé, recontra. Tendrás que esperar a que haga la autopsia y vea si hay síntomas de asfixia: si se han producido los reveladores puntitos rojos en los pulmones, lo sabremos. Le haré también el viejo test de Gettler para comprobar la cantidad de cloruro sódico de los ventrículos derecho e izquierdo del corazón. Por lo general, las autoridades judiciales lo admiten como prueba de que hubo ahogamiento. Haré que en el Instituto de Toxicología analicen los órganos y busquen rastro de drogas, pero no esperes ningún informe definitivo hasta pasado mañana. Mañana te contaré por teléfono algunos detalles generales.