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– Gracias, Peláez. ¿No te choca que se quitara la ropa exterior para arrojarse al agua?

– Sí que es extraño, aunque no es insólito entre los suicidas de esta clase. Lo que está claro es que nadie en su sano juicio se pondría a nadar en un río en pleno diciembre, por no decir ya que entre las diez y las doce de la noche, pero es curiosa la forma en que una mente perturbada asocia las ideas. El tipo objeto de nuestro estudio se tira al agua con ganas de matarse, pero se desviste en parte para no hundirse, como si sólo fuera a darse un baño. Estas cosas suelen pasar, sobre todo cuando la resolución de quitarse la vida no es auténtica, sino en realidad un grito de socorro. También es verdad que tales hechos ocurren a veces en sitios más bien públicos, donde suele haber un oportuno espectador que acaba impidiendo el falso suicidio. Admito que, sin embargo, es muy fácil que se pueda fracasar. Por eso encontramos a veces cadáveres parcialmente desnudos en casos de ahogamiento voluntario. Pero mientras no llevemos el cadáver al instituto, lo cortemos y le echemos un vistazo, no haremos sino especular tontamente. ¿Esperamos al juez?

– No, me han otorgado plenos poderes. ¿Me informarás entonces mañana?

– Lo procuraré. En cualquier caso, recibirás el primer informe el martes. Los análisis pueden durar un poco más. Depende del trabajo que tengan en el Instituto de Toxicología.

Una vez que el doctor Peláez hubo supervisado el traslado del cadáver a la furgoneta mortuoria y se hubo marchado a Madrid con su ayudante, Bernal cambió unas palabras con el técnico Varga.

– Es muy poco lo que puedo decirte, jefe. Estoy casi seguro de que el difunto no se introdujo en el agua desde esta sección de la orilla. Las huellas de pisadas confirman plenamente la versión del joven y la de los dos jardineros. Lo único que he conseguido es este pedazo de papel que el muerto apretaba en la mano derecha.

– Caramba, Peláez no me ha dicho nada. ¿Hay algo escrito? -preguntó Bernal con impaciencia.

– Es sólo un pedazo mojado o la esquina de una hoja mayor en que se escribió con tinta de estilográfica algo que el agua ha borrado. Lo pondré bajo la lámpara ultravioleta y procuraré sacarle una fotografía con infrarrojos.

– ¿No hay nada más?

– Nada. He tomado muestras del agua del río, del suelo y de la vegetación por si necesitamos hacer comparaciones posteriores.

– Entonces será mejor que veamos lo que ha sacado Lista en claro del camino de sirga. ¿Dónde está Miranda?

– Cruzó el puente para ver lo que hay por el camino norte.

– Lástima que no hayamos traído todo nuestro equipo -dijo Bernal con un suspiro-; pero lo importante es llevar la investigación de manera discreta, sin despertar la alarma entre los vecinos. No nos interesa que se descuelguen por aquí los chicos de la prensa.

– Jefe, si quiere voy con Lista y mando a mi ayudante que vaya donde Miranda.

– No. Lista se ha encargado del trecho más largo de la orilla. Ve con tu ayudante y reuníos los dos con él; yo mientras trabajaré con Miranda. Nos reuniremos aquí, junto al coche, a las once en punto. Encargare a uno de los jardineros que nos traiga un poco de café para entonces.

Mientras el sol fue ascendiendo por el claro cielo turquesa, el día se tornó casi agradable, si bien flotaba todavía algo de humedad en el aire próximo al río. Poco antes de las once, tras una infructuosa búsqueda por la orilla norte, Bernal y Miranda oyeron que Lista les llamaba desde el Jardín de la Isla.

– He encontrado algo, jefe -dijo con expresión triunfal, alzando una prenda negra. Bernal y Miranda se apresuraron a reunirse con el-. La he encontrado en unos matorrales que hay junto al puente de la población, un poco por debajo de donde la esclusa vierte el agua del río en la acequia que cruza el palacio. El tejido es de lana y presenta algunos enganches y desgarraduras.

– ¡Pero si es una sotana! -exclamó Bernal-. Vaya hallazgo. ¿Es de la misma talla del muerto?

– Eso parece, jefe -dijo Lista mientras estiraba la prenda por la parte de la cintura-. La escarcha la ha humedecido, pero no está empapada, lo que indica que no ha estado sumergida en el agua ni ha permanecido mucho tiempo en medio de toda esta vegetación, menos aún expuesta a las lluvias de la semana pasada.

– ¿Encontraste algo en los bolsillos? -preguntó Bernal.

– Tan sólo doce pesetas, un rosario y seis terrones de azúcar con un envoltorio en que dice: «Envase especial para esta casa.»

– Como es lógico, no venía el nombre del establecimiento.

– No, jefe. Hay cientos de miles de bares y cafeterías corrientes con esa clase de azúcar.

– Pero en Aranjuez no puede haber muchos. Quizá valga la pena investigar al respecto más tarde, si tienes ocasión.

– He tocado lo menos posible, con pinzas, el contenido de los bolsillos, para que Varga pudiera analizar las huellas. Está probando suerte ahora en la furgoneta, pero las superficies de los objetos son muy pequeñas.

– Esperaré a que analice la sotana en el laboratorio con su nuevo sistema de autografía electrónica; tócala pues lo menos posible. Aunque observo que es de un tejido muy basto; es difícil que Varga pueda sacar algo en limpio. Ah, ya viene el café. Lista, dale la sotana a Varga y no menciones el hallazgo a los jardineros.

Éstos aparecieron en aquel punto con dos bandejas con termos, tazas de loza y un plato de croasanes, cuya contemplación despertó en Bernal un súbito apetito como no había sentido hacía muchos meses. Será el aire del campo, pensó.

Mientras se tomaba el café, charló con aparente despreocupación con padre e hijo a propósito de Aranjuez, de su población y de sus comercios; luego les preguntó por las instituciones religiosas.

– ¿Y las hermanas franciscanas? ¿Siguen en el convento de San Pascual?

– Sí, comisario -dijo el padre.

– ¿Y la iglesia de San Antonio? ¿Siguen diciendo misa todos los días?

– Pues claro. Allí es donde yo voy.

– No hay otros conventos, ¿verdad?

– Bueno, se ha abierto una nueva casa, al otro lado del río, mirando desde el embarcadero. Los hermanos ocuparon una mansión antigua y la han transformado.

– ¿Qué son? ¿Cistercienses? -preguntó Bernal.

– No, se trata de una orden nueva. Ellos la llaman Casa Apostólica.

– ¿Son muchos hermanos?

– Unos treinta, nos parece, aunque la mayor parte vive en clausura y no va al pueblo. A los únicos que vemos nosotros son al padre Gaspar, el prior, que es quien se encarga de la administración, y al padre Dámaso, que se ocupa de las compras en las tiendas y todo eso.

– Es interesante -dijo Bernal, sin poner de manifiesto que en realidad estaba sumamente interesado-. Nunca había oído hablar de esa orden. ¿Qué hábito visten?

– Uno negro, parecido a una sotana, con cordón rojo trenzado en la cintura y una cruz al extremo del cordón.

– Lo que pasa es que no es una cruz normal -interrumpió el hijo del jardinero-. Yo he visto de cerca la cruz del padre Dámaso y se parece a esas cruces que llevan los alemanes en las películas viejas, a la Cruz de Hierro, pero sólo por la parte de arriba; por abajo termina como una especie de puñalito. Casi parece un abrecartas.

Terminado el café, Bernal envió a Varga junto con Lista para que fotografiasen y buscasen en la parte de la orilla próxima al lugar en que se había encontrado aquel hábito religioso, mientras por su parte decidía hacer con Miranda una visita al padre Gaspar.

Mientras avanzaban por el paseo (que había inspirado a Joaquín Rodrigo el Concierto de Aranjuez cuando el compositor ciego pasaba su luna de miel en aquel pueblo delicioso, antes de que el lugar sufriera temporalmente los estragos de la guerra civil), Bernal señaló a Miranda unas ranuras que había en el empedrado, cerca de los muros de palacio.