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– ¿Sabes qué era eso, Miranda?

– Pues unos surcos que se hicieron y que después se taparon. Bueno, son como líneas paralelas con una distancia de metro y medio entre sí; y van derechas a la puerta principal de palacio.

– ¿Y no te imaginas para qué servían?

– No, a menos que hubiese aquí una especie de tranvía que se utilizase durante la construcción o reforma del palacio.

– Caliente, caliente -bromeó Bernal-. Son los restos de la segunda línea férrea que se instaló en España; se terminó en 1851, el tren enlazaba Atocha con Aranjuez y la gente le llamaba el Fresa. Construyeron un ramal de una sola vía hasta palacio, e incluso entraba en el vestíbulo principal, donde se instalaron raíles plateados. Lo inauguró Isabel II y lo financió el banquero don José de Salamanca.

– Pues la locomotora tenía que poner perdido de humo el palacio.

– No creo. El vagón real se ponía en la cola y el tren reculaba desde la estación. Era una maniobra habitual.

– ¿Y la reina no podía venir en un coche de caballos desde la estación?

– Ya lo hacía antes; pero detestaba las carreteras, que estaban en mal estado, y el ir en coche le resultaba molesto a causa de una cistitis crónica que padecía; según los rumores, sus frecuentes líos amorosos con los guardias reales habían acabado por producirle esa inflamación. Muchos de los coches reales y tronos de su época tenían un orinal debajo del asiento.

– Ya entiendo. Y como llevaba tantas telas y miriñaque, nadie se daba cuenta de cuándo hacía sus necesidades.

– Tenía un temperamento autoritario, pero el pueblo la adoraba por reunir en su sola persona todos los viejos vicios nacionales.

Aunque la Casa Apostólica estaba a menos de medio kilómetro, Bernal consideró que debían ir en el vehículo oficial para que no se notase que habían estado investigando en un lugar próximo.

No escapó a Bernal que aquella nueva orden religiosa tenía que contar con un buen respaldo financiero, cuando se detuvieron ante las grandes puertas de hierro labrado de una restaurada mansión del siglo dieciocho, rodeada de amplios jardines. Transcurrió un rato antes de que respondiera a la llamada un monje o fraile, no estaban seguros, entrado en años y ataviado con un hábito negro, que preguntó al chófer de la policía por el motivo que les había llevado allí.

– La misa acaba de empezar -explicó en tono malhumorado-, pero pasen y esperen.

Bernal convino en ello, se abrió la puerta y el coche entró en el patio.

– Puede usted esperar en el locutorio al padre Gaspar si lo desea, comisario -dijo el monje.

– ¿Podemos ir a la iglesia o no se permite la entrada a los seglares?

– A los hombres sí, pero no a las mujeres. Si ése es su deseo, síganme, por favor -dijo, al parecer apaciguado por el interés que demostraban en asistir al sagrado oficio; y acto seguido les condujo a la iglesia, de construcción reciente, que estaba a la derecha de la estructura original de la mansión.

En el momento de entrar con Miranda, y tras decir al monje que se contentaban con quedarse en la última fila de bancos, Bernal oyó parte del introito del día, que también allí se decía en latín: «Ecce Dominus veniet ad salvandas gentes…» («He aquí que el Señor vendrá a salvar las naciones…»). Vestía el celebrante de blanco y le ayudaban un diácono y un subdiácono, asimismo ornamentados con el blanco propio del día.

Estaba ocupado Bernal en contar el número de monjes sentados en el coro cuando Miranda le dio un leve codazo y le señaló disimuladamente un pequeño grupo de fieles uniformados, instalado en la parte derecha del crucero. Mientras se arrodillaban para rezar, Bernal susurró a Miranda:

– Sal sin llamar la atención y mira a ver si localizas los vehículos en que han venido. Di a nuestro chófer que se ponga a charlar con sus colegas y que averigüe quién es esta gente de uniforme.

Volvió Miranda luego de la poscomunión, pero antes del último evangelio, y se deslizó en el banco hasta situarse junto a Bernal.

– Han venido en un Seat grande y en un jeep, que están estacionados en la parte trasera -murmuró-. Nuestro chófer ha ido a fumar un cigarrillo con sus compañeros.

– Estupendo. Ojalá les pregunte por ese uniforme tan raro que llevan.

Cuando se dijeron las últimas oraciones el monje entrado en años volvió a acercárseles para rogarles le siguieran al locutorio.

– No tardará en venir el padre Gaspar, comisario. Ahora se está quitando la vestimenta de celebrante.

Mientras esperaban, Bernal contempló las descoloridas imágenes decimonónicas que representaban escenas de la vida de Jesucristo, y se preguntó si no sería excesivamente atrevido fumar allí.

– Hay cenicero, jefe -dijo Miranda, que había visto que su superior manoseaba nerviosamente una cajetilla de Káiser.

– Será mejor esperar a que venga el prior.

Cuando apareció por fin el padre Gaspar, Bernal se puso en pie para estrecharle la mano y para observar de cerca, mientras lo hacía, el grueso cordón rojo que le ceñía la cintura y del que pendía una cruz de oro de extraña forma de puñal y con remate cuadrado en el extremo de los tres brazos superiores.

– Siéntese, comisario -dijo el eclesiástico cortésmente-. Y este caballero es el inspector…

– Miranda, mi ayudante.

– ¿Les apetece tomar algo? -cogió de un aparador una jarra y tres vasos y sirvió un poco de vino-. No es más que un sencillo Moriles.

– Que nos vendrá de perlas, padre.

– Fume si lo desea, por favor.

El prior era un hombre alto, de pelo cano, faz alargada y nariz puntiaguda, e irradiaba cierta sensación de fuerza y resuelto fanatismo.

– Bien, ¿podrían decirme en qué puedo contribuir al trabajo de la Brigada Criminal de la Policía Judicial?

– Pues verá usted: nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas tocantes a la trágica muerte del capitán Lebrija Russell. En particular, querríamos saber en qué estado de ánimo se encontraba la última vez que habló usted con él. Tengo entendido que era usted su consejero espiritual -a Bernal le dio la impresión de que aquella pregunta tranquilizaba al prior, un poco como si hubiera temido éste otra más comprometedora.

– Ha sido, ciertamente, un acontecimiento muy penoso -Bernal advirtió que ni aquel ni los demás testigos relacionados con Lebrija manifestaban la menor curiosidad acerca de los detalles del presunto accidente-. ¿Verdad, comisario, que su muerte no fue otra cosa que el resultado de un accidente? Sería increíble cualquier otra hipótesis. Era un hombre totalmente seguro de sí, y jamás estaba preocupado ni deprimido. Se encontraba además en estado de gracia -dijo de forma terminante.

– Ah, entonces le vio usted poco antes de que abandonara la academia de Ocaña, ¿no?

– No exactamente. Nos visitó al pasar camino de Madrid, se confesó conmigo y nos acompañó durante las vísperas. Dijo que procuraría oír misa en San Ildefonso al día siguiente, Domingo Primero de Adviento.

– No creo que viviera lo suficiente para hacerlo -dijo Bernal-. Al parecer murió el domingo a primera hora.

El prior se santiguó.

– Descanse en paz y que Dios nos guarde a todos de una muerte violenta.

– ¿Venía a menudo por aquí el capitán Lebrija? -prosiguió Bernal.

– Con mucha frecuencia. A veces se hospedaba durante una semana, para seguir los Ejercicios Espirituales. Todos los hermanos lo querían mucho.

– ¿Cuántos hay en esta casa? -preguntó Bernal-. Me temo que no conozco muy bien esta orden de ustedes.