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– No tengo inconveniente en darle pormenores. La orden se fundó en Colonia hace relativamente poco, en 1932, y aún no ha obtenido la sanción papal. En España no tenemos más que dos establecimientos; en esta casa, incluyéndome a mí, somos treinta y dos hermanos; en la otra, que está en Sevilla, es menor el contingente.

– ¿Están hoy aquí todos los hermanos? -preguntó Bernal, que advirtió un asomo de inquietud en el semblante del prior.

– Eso creo, comisario, aunque no todos han asistido a misa. Algunos tenían que partir leña, ir por agua, en fin… -dijo, para terminar con una risa breve, que sonó nerviosa e insincera.

– Lamento pecar de curiosidad, padre prior -dijo Bernal-, pero ¿cuál es el papel de la Casa Apostólica?

– Los primitivos padres apostólicos fueron, naturalmente, los autores cristianos del siglo primero que habían estado en contacto directo con los apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo. Al imitarles, entendemos nuestra misión como un rearme de la sociedad para contraatacar la relajación y perversidad que hoy dominan en todas las esferas de la vida. Buscamos el contacto con los seglares influyentes, neófitos, si lo prefiere, capaces de sembrar la semilla de la reforma moral en todas partes: en el comercio, en la industria, en las fuerzas armadas, en la radio y la televisión, en el periodismo, etcétera. Estos seglares tienen vínculos muy estrechos con nosotros.

– Entiendo. ¿Por eso se hizo usted consejero espiritual del capitán Lebrija en la academia de artillería?

– Sí, y también de otros oficiales del mismo centro. Seguramente habrá visto a algunos en misa, hace un rato. Tenemos que reforzar la fe de nuestros dirigentes y darles una firme base moral en su conducta frente a la rápida secularización de nuestras estructuras sociales -los ojos del prior se iluminaban como los de un santo pintado por El Greco.

– Gracias por sus explicaciones, padre. Y me alegra haberle oído decir que el capitán Lebrija no estaba en modo alguno deprimido. Su muerte sigue rodeada de cierto misterio y su madre, la señora marquesa, está muy interesada en que lo aclaremos cuanto antes.

– Sea como fuere, comisario, estoy seguro de que no fue un suicidio. Su muerte es una gran tragedia para nosotros; jugaba un papel importante en nuestro proyecto de fortalecer la resolución de nuestros dirigentes militares. Pasado mañana celebraremos una misa de difuntos en memoria suya.

Una vez en el coche y mientras regresaban a Madrid, Miranda preguntó al chófer si les había podido sonsacar algo a los conductores de los vehículos militares estacionados en la parte trasera del convento.

– Pues mire usted, inspector, ellos dicen que saben muy poco. Cuando les pregunté por los uniformes azules con insignia roja en las hombreras dijeron que a veces se los ponían en vez del uniforme normal de artillería para determinadas ocasiones, y que eran propios de un cuerpo secreto parecido a los GEO.

– Pues no se parece en nada al uniforme de los GEO -comentó Bernal.

– Yo nunca he visto nada parecido ni en el ejército ni en la policía. Y la insignia roja es muy llamativa.

– ¿Qué es exactamente? ¿La viste de cerca?

– Sí, señor. Tiene punta, como un puñal, por la parte de fuera, y con una cabeza triple, como una cruz de brazos gruesos.

– ¿Cómo la Cruz de Hierro de los alemanes?

– Eso es, comisario. Es como esa insignia que en actos oficiales llevan algunos de los generales que estuvieron en la División Azul.

Cuando avistaron la periferia meridional de Madrid, Miranda preguntó a Bernal si tenía que hacer alguna otra cosa.

– Nada más por hoy, salvo entregar a Paco Navarro, para que los archive, tus informes y las declaraciones. No creo que Lista y Varga terminen antes del anochecer. Mañana estudiaremos lo obtenido en los dos casos.

Al avanzar por la calle Mayor pasando por entre los viandantes que daban su habitual paseo del domingo por la tarde, vieron que en plena Puerta del Sol y ante la sede de su propio ministerio el Ayuntamiento había alzado un alto abeto noruego.

– Ya falta poco para las Navidades, Miranda. No nos queda mucho tiempo para llegar al fondo de este condenado asunto.

Festividad de la Inmaculada Concepción

(8 diciembre)

Mientras con poquísima gana se desayunaba la triste combinación de pan frito con sucedáneo de café que Eugenia le había traído, Bernal temblaba de frío en la helada salita de su casa y maldecía al calefactor por no alimentar como era debido la vieja caldera del patio de vecinos de la planta baja. El ruido de sus paletadas solía despertarles en las mañanas de invierno, pero, con todo, a las tuberías y radiadores del piso octavo en que Bernal vivía no les llegaba ni gota de agua caliente hasta un par de horas más tarde; y en aquel ocho de diciembre en que, de pronto, hacía más frío, el calefactor no se había tomado la molestia de aparecer por allí.

Por la reja de la ventana que daba a la terraza -donde algún valiente pero malherido geranio se estremecía a instancias del viento helado- Bernal podía ver a Eugenia inclinada sobre el brasero, soplando las astillas de leña que había dispuesto para encender el cisco. En cuanto ardiera y hubiese dejado de humear, Eugenia lo entraría en la sala y lo colocaría en la parte inferior de la mesa circular. «La nuestra tiene que ser la única casa de todo Madrid que se vale de una mesa camilla con brasero», se dijo mientras contemplaba con la acostumbrada mezcla de rabia y culpabilidad los esfuerzos de su mujer. Todo el mundo utilizaba algún sistema moderno de calefacción, pero ella se negaba a servirse de aquellos derrochadores aparatos de última hora y él casi había renunciado ya a discutir con ella sobre el tema.

– Ahora, Luisito, mete las piernas bajo el paño y verás qué pronto entras en calor.

Alzó Bernal la cubierta de grueso paño rojo para que su mujer colocara el brasero y luego apoyó los pies, no sin cautela, en el travesaño, esperando que aquel chisme no produjese un tufo que le asfixiara.

– Geñita, voy a tener que irme ya.

– Pues ayúdame antes a doblar unas cuantas vestimentas sagradas. Hoy es la Purísima y el padre Anselmo especialmente quiere la casulla azul.

La mujer se metió materialmente en el armario metamorfoseado en capilla y reapareció tambaleándose bajo el peso de un fardo de ropas eclesiásticas azul celeste, ornadas de bordados exquisitos.

– Tienen que valer una fortuna -exclamó Bernal-. No es posible que se utilicen con tanta frecuencia.

– No, Luis, no se utilizan con frecuencia. Y según el Concilio Vaticano II, ya no es obligatorio usarlas.

Esos cardenales confirmaron la reducción de los colores litúrgicos a cinco. Pero el padre Anselmo es muy apegado a las tradiciones -dijo Eugenia con aprobación que saltaba a la vista-. «Si se ha venido haciendo durante mil años, ¿para qué cambiar ahora la costumbre?», dice él. Así que como hoy es la Purísima, se pondrá los ornamentos azules en vez de los blancos. Como sea, representará un cambio después del morado de Adviento.

En la imaginación de Bernal comenzaban a formarse ciertas conexiones.

– ¿Cuáles son esos cinco colores, Geñita? ¿Y en qué días se utilizan?

– ¡Pero Luis! Tienes que haberte fijado en que hay varios colores según los días, a pesar de que te criaran como a un ateo -al parecer había resuelto complacer al marido por una vez, ya que consideraba muy valiosa la información que se le pedía. Quizás hubiera aún esperanza para él-. Empecemos por el principio del año litúrgico: en Adviento, desde el domingo más cercano a la fiesta de San Andrés, que es el 30 de noviembre, hasta Nochebuena, los ornamentos son morados, color que simboliza la penitencia. En Navidad se cambia al color blanco, que es símbolo de alegría por el nacimiento de Jesús, y se mantiene hasta la infraoctava de Epifanía el 14 de enero. A partir del Domingo Segundo después de Epifanía, el color es verde, que simboliza la esperanza, y se emplea hasta el Domingo Sexto. Luego comienza el tiempo de la Cuaresma, con el Domingo de Septuagésimo, cuando el color es otra vez el morado, que se mantiene hasta el Jueves Santo. El blanco de la alegría vuelve a emplearse otra vez entre la Pascua de Resurrección y la Vigilia de Pentecostés, en que cambia a rojo, que simboliza el fuego del amor de Dios, y se usa hasta la fiesta de la Santísima Trinidad, en que se vuelve al blanco. Luego vuelve el verde, que se mantiene hasta que llega otra vez Adviento. En fin, espero haberte enseñado algo útil.