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Cuando comenzaban a reunirse llegó Varga.

– Jefe, te traigo el informe técnico. He podido hacer unas buenas fotos del pedazo de papel que la víctima de Aranjuez sujetaba en la mano derecha. La luz negra no me sirvió de mucho, pero las fotos con rayos infrarrojos han quedado muy claras. Es la esquina superior izquierda de una hoja de cuaderno, de papel muy corriente, y en la que se escribió un texto a mano.

Bernal observó detenidamente la ampliación, en que se leía:

Sr. direc…

Ministe…

Pue…

Ma…

parte claramente alusiva al destinatario. El dentado fragmento de papel contenía también parte del texto:

Exce…

La comu…

urgen…

la Op…

Bernal se lo pasó a Navarro mientras comentaba:

– Parece parte de una carta dirigida a un director general de un ministerio. Posiblemente el nuestro, ¿no te parece?

– ¿De dónde sacas eso, jefe? -dijo Navarro.

– Bueno, el segundo renglón de la dirección alude a la palabra «Ministerio», y aunque estoy de acuerdo en que no sabemos de cuál se trata, la tercera línea tiene que referirse a la calle y la cuarta a «Madrid». Ahora bien: no creo que muchos nombres de calle comiencen con Pue sin que se refieran a «Puente», «Puerta», «Puebla» o «Puerto», y hay unas cuantas de cada, pero el único ministerio situado en una dirección que comience de ese modo creo que es, sin mirar el callejero, precisamente la Puerta del Sol en que estamos.

– Aquí tenemos el callejero, jefe. Vamos a consultarlo, aunque creo que tienes razón -Navarro se puso a contar aprisa-. Hay veintiséis direcciones que comienzan por «Puente», pero, que yo sepa, sin ningún ministerio en ellas -siguió consultando la nómina-. Cuarenta y una «Puertas» y… -hizo aquí una cuenta más larga- y setenta y un «Puertos». Las restantes posibilidades son dos «Puebla», un «Pueblo» y por último un «Pueblos».

– Bueno, me había olvidado de éstas -dijo Bernal-. Consulta las direcciones ministeriales.

– Tienes toda la razón, jefe; el nuestro es el único situado en un lugar cuyo nombre comienza por Pue.

– Lástima que no dispongamos de una parte mayor del texto -dijo Bernal con un suspiro-. Pero está claro que la carta comienza diciendo: «Excelentísimo Señor», para continuar con alguna información de carácter apremiante: «Comunico a S. E… con urgencia…» ¿No pensáis lo mismo? Lo malo viene después. ¿Qué es «la Op»? Cierto que es un comienzo que podría completarse de muchas maneras, pero fijaos en la o mayúscula. No es probable se refiera a «la ópera», ya que a duras penas resulta verosímil que nadie se dirija al Ministerio del Interior para hablarle urgentemente de la ópera o de la plaza de la ópera. Podría tratarse de «la oposición», pero aquí no se justifican ni la urgencia ni la o mayúscula. Es mucho más plausible que se trate de «la Operación» -sentenció. Luego se volvió a Varga y le preguntó: -¿Había algo escrito al dorso?

– Muy poco, jefe, sólo unas cuantas letras. Aquí tienes la otra foto con rayos infrarrojos.

Bernal observó con atención la foto ampliada:

…ención.

…nción.

…isos.

…ta.

…ón.

…ción.

…n.

– Aunque esto no aclara gran cosa, se ve que es una especie de lista en que cada uno de los elementos catalogados ocupa la mayor parte de la línea y termina en punto, pero el final de las palabras es tan corriente que no hay forma de saber cuáles son. ¿Qué me dices de la caligrafía, Varga? A mí me parece letra bastardilla.

– No es exactamente así, jefe. Es de esa florida letra inglesa que ya no suele verse mucho, pero de lo que no hay duda es de que se ha escrito con estilográfica y tinta azul marino permanente.

– Cosa notable, ¿no?, en estos días en que casi todo el mundo escribe con bolígrafo, con grave detrimento de la legibilidad, por cierto.

– El experto en caligrafía dice que el autor debe de tener unos cincuenta años o más, que ha escrito este texto mientras temblaba y bajo la presión de impulsos muy desiguales, lo cual indica que se hallaba sometido a una fuerte tensión emocional y quizá también que sufría algún desarreglo del sistema nervioso.

– ¡Pues vaya imaginación la de esos expertos! -exclamó Bernal-. Con razón miran siempre los magistrados sus testimonios con cierto recelo.

– A mí, jefe -comentó Miranda-, me parece caligrafía de cura. Cuando yo era un chaval, había en mi escuela un cura que escribía en la pizarra de una manera muy parecida, con muchos ringorrangos y gavilanes.

– Tienes razón, Carlos, también a mí me recuerda a eso -dijo Bernal-. Es una antigua caligrafía eclesiástica.

– ¿Y qué hacemos ahora, jefe? -preguntó Lista.

– Sugiero un plan de acción con dos direcciones -dijo Bernal-. Primera, hay que dragar el Tajo desde el embarcadero hasta donde se encontró el cadáver e incluso hasta un punto posterior si es posible. El objeto principal será buscar el arma homicida, posiblemente un fusil, así como los zapatos del muerto y demás prendas de vestir, por ejemplo el cinturón. Segunda, hay que identificar al difunto. Habrá que investigar en las casas religiosas e iglesias de Aranjuez para ver si se ha echado en falta a algún clérigo; habrá que enseñar a los dentistas locales la radiografía de la dentadura del muerto y sería conveniente preguntar a los lenceros y vendedores de prendas religiosas por la ropa interior anticuada y el hábito que parece una sotana.

– Yo organizaré el dragado, jefe -dijo Varga.

– Juan y yo -añadió Miranda- podríamos encargarnos de las restantes pesquisas.

– Yo iré con vosotros -dijo Bernal-, pero tú, Paco, será mejor que te quedes aquí para coordinar nuestros pasos. Me preocupa el móvil de este asesinato. No puede haber sido el robo, porque el anillo, la cadena y la cruz, todos de oro, seguían en el cuerpo cuando lo arrojaron al agua. Por lo demás, es improbable que un sacerdote llevase encima una gran cantidad de dinero, en particular a la hora de la noche en que ocurrió el crimen. Creo que habría que preguntar en los bares de la localidad si venden sellos de correos; suele hacerse en bastantes pueblos.

– ¿Qué te hace creer que el muerto iba a comprar un sello? -preguntó Navarro.

– Paco, eso es que no has leído el informe de Varga sobre el contenido de los bolsillos. La víctima llevaba encima unos cuantos terrones de azúcar envueltos, un rosario y doce pesetas: el importe exacto de un sello de carta interurbana, probablemente la que le arrebataron de las manos antes de quitarle de en medio. También es posible que fuera a buscar un sobre, puesto que parece que llevaba en la mano la carta sola, sin sobre.