– Lo mejor entonces será que venga en taxi hasta la puerta de Somontes, donde yo mismo le estaré esperando junto a la garita de centinela.
Bernal convino en ello, pero se sintió más intrigado aún. Algo, con todo, estaba claro: la discreción iba a ser la tónica dominante. Tras detenerse en un quiosco para comprar El País, Bernal resolvió seguir andando por Alcalá hasta la cafetería Nebraska, donde se tomaría un café con un par de croasanes calientes, mientras hojeaba el suplemento dominical del periódico.
El taxista miró a Bernal con curiosidad por el espejo retrovisor. ¿Para qué querría ir nadie al palacio de la Zarzuela a aquella hora del domingo? ¿O a la hora que fuese, para el caso, puesto que no estaba abierto al público? Claro que su cliente, un hombre bajo y panzudo, con un pequeño bigote gris, ni tenía pinta de turista ni hablaba como tal. En realidad, según advirtió el taxista con secreto regocijo, se parecía un poco al finado Generalísimo. Así que procuró trabar conversación con Bernal.
– Ya va haciendo mucha falta que llueva, ¿verdad? Los chubascos del otro día apenas mojaron el suelo, y el campo sigue seco.
Bernal se preguntó si sería prudente adentrarse en algún tipo de charla amistosa. Algunos taxistas eran policías fuera de servicio y sabía de sobra que otros solían pasar informes sobre los clientes y sus puntos de destino a la policía y demás cuerpos de la seguridad del Estado.
– Sí, ha sido un mal año para toda la península, no sólo para la meseta.
El taxi corría ya por la casi vacía calle de la Princesa, donde los fieles que habían ido a la primera misa charlaban al sol.
– ¿Qué puerta quiere del palacio? -preguntó el taxista.
– Bueno, la de Somontes. Total, voy a ver a mi cuñado, que trabaja allí de jardinero. Como es su cumpleaños, mi mujer se empeñó en que le llevara un regalo -Bernal esperaba que aquello satisficiera la curiosidad del taxista en lo tocante a sus propósitos.
– ¿Quiere que le espere?
– No, no hará falta. Lo más seguro es que me invite a tomar una copa en las dependencias del personal.
Ya en la entrada de palacio, Bernal despidió al taxi y cuando se acercó a la garita de centinela le saludó uno de los dos guardias reales. Bernal vio al otro lado de la puerta un pequeño Fiat blanco estacionado junto al comienzo de la pista de acceso.
– El secretario del Rey me espera, sargento.
– Sí señor, acaba de llegar. ¿Tendría la bondad de enseñarme la documentación?
Bernal le enseñó la chapa de policía con la estrella dorada de comisario, y el guardia se cuadró de nuevo y le abrió la puerta lateral.
Mientras el funcionario le llevaba en su Fiat entre las altas verjas blancas hasta la entrada lateral de aquel viejo palacio construido en el siglo diecisiete como albergue cinegético del rey, se excusó por haber sacado de su casa al comisario a una hora dominical tan temprana.
– La situación, comisario, es muy especial y por tanto hay que tomar medidas especiales.
Cuando entraron por la puerta lateral en la Zarzuela, no encontraron a nadie; acto seguido, el secretario condujo a Bernal hasta su oficina particular, que daba a un prado en pendiente y desde la que se gozaba de una panorámica de los lejanos y nevados picos de la Sierra de Guadarrama.
– Siéntese, comisario, por favor. Iré derechamente a lo que nos interesa. Su Majestad querría contar con su ayuda y ya ha convenido con el ministro lo necesario para que usted y su grupo habitual queden francos de servicio en la Brigada Criminal durante el tiempo que haga falta. Ni que decir tiene que puede usted declinar nuestra oferta, pero el Rey, que recuerda un breve encuentro que tuvo con usted hace cinco años, está muy interesado en que esté usted temporalmente a su servicio a fin de resolver un asunto a la vez apremiante y de lo más secreto.
Bernal se quedó tan intrigado como alarmado al oír aquellas manifestaciones.
– ¿Podría decirme usted, antes de comprometerme, si es un asunto político? Su Majestad me honra mucho con esta oferta, pero a lo largo de mi vida me he dedicado casi siempre a capturar delincuentes comunes y me he esforzado por apartarme de los asuntos políticos.
– Es posible que se trate de un asunto de Estado, comisario, si bien no nos parece por ahora más que un contratiempo de delincuencia común, no obstante con un cierto aire político.
– ¿Tendría que seguir informando a través del Ministerio, según las ordenanzas, durante las pesquisas proyectadas? -preguntó Bernal con tiento.
– No, usted tendría que informarme a mí o bien al Rey en persona. Tendrá una autorización especial que le otorgará plenos poderes para investigar cualquier cosa y a cualquier persona si usted lo estima necesario.
– ¿Y mi grupo? Como usted comprenderá, sin conocer aún los detalles del problema es lógico pensar en principio que necesitaré la ayuda de mis cinco inspectores y cierto acceso al personal técnico y forense.
– Su autorización incluirá a todos cuantos considere usted necesarios para su trabajo, pero tiene usted que tener presente desde el principio que la participación de sus colegas debe ser voluntaria y que se mantendrá en secreto. Una vez que hayan aceptado, no podrán volverse atrás. ¿Confía usted en ellos políticamente, comisario?
– ¿En el sentido de si están de acuerdo con la Constitución de 1978 y con la monarquía parlamentaria? Mire usted, secretario, nadie puede leer los pensamientos de nadie, pero siempre me han sido fieles, incluso cuando una investigación ha rozado lo político; estoy seguro de que en mi sección no hay extremistas.
– Bueno, a la vista de todas estas garantías, ¿no le tienta la idea de convertirse en el detective del Rey durante un tiempo, Bernal?
– ¡Vaya pregunta para un antiguo republicano! -exclamó Bernal en tono humorístico-. Estoy seguro de que usted encontraría gente mucho más joven y brillante. ¿Se da usted cuenta de que tengo ya casi sesenta y dos años y que podría pasar a la reserva? -hacía meses que Bernal pensaba en jubilarse.
– El Rey ha leído su expediente y está totalmente enterado de su edad y sus antecedentes políticos. A decir verdad -el funcionario titubeó aquí-, yo creo que su edad ha sido un factor decisivo en su elección.
– ¿Quiere usted decir que si fracaso se me podrá pasar tranquilamente a la reserva? -apuntó Bernal.
– De ningún modo -replicó el funcionario afablemente-. El Rey piensa por el contrario que usted, dadas su edad y experiencia, gozará de una autoridad natural entre aquellos que pueda tener que investigar.
Bernal encendió un Káiser y aspiró una bocanada de humo mientras echaba una ojeada al parque.
– Muy bien. Si mi sección está de acuerdo, aceptaré.
El funcionario pareció quitarse un peso de encima.
– Me alegro. Su Majestad le estará personalmente reconocido. Ahora está en misa, pero le gustaría saludarle en cuanto termine. Mientras tanto, podría usted examinar el contenido de esta carpeta.
La carpeta de anillas y tapas rojas contenía menos de una docena de hojas a las que se había pegado algunos recortes de periódico con la fecha y procedencia de los mismos escritas en la parte superior.
El primer recorte databa del 14 de noviembre y una nota en tinta roja indicaba que se había tomado de la sección de anuncios por palabras de un ejemplar del diario derechista La Corneta. Entre los demás anuncios, al parecer totalmente normales, de viudos ricos y jubilados que buscaban señoritas de buen carácter, hacendosas y honradas, o de señoras virtuosas de cierta edad y con problemas económicos que buscaban benefactores discretos, la misma pluma roja de antes había trazado un redondel en torno del siguiente anuncio: «Magos Morado A.l. San Ildefonso». Las cuatro hojas siguientes de la carpeta eran fotocopias de dos artículos exaltados que llevaban las firmas de sendos militares en activo y que se habían publicado en los dos últimos números de El Toque, semanario castrense que circulaba por todos los cuarteles. Aunque no los había leído, Bernal había oído hablar de ellos, ya que habían despertado muchos comentarios y especulaciones en los periódicos corrientes. El meollo de los dos artículos era que habían pasado ya seis años desde que falleciera el general Franco en noviembre de 1975 y que los intentos de dar a España una monarquía democrática habían sido un desastre en todos los frentes -el social, el político y el económico- y que la única solución encubiertamente invocada era la toma del poder por los militares.