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– Me sería muy útil, señor secretario.

Cuando Bernal volvió al despacho, vio que Navarro tenía un aviso urgente que comunicarle.

– Ha telefoneado el padre Gaspar. Dice que ha desaparecido uno de sus monjes, un tal fray Nicolás, que se marchó el sábado por la noche a fin de pasar el domingo en Toledo, con su hermana. Se le esperaba ayer por la mañana, pero no ha regresado todavía y los monjes comienzan a preocuparse. El padre Gaspar dice que telefoneó a la hermana y descubrió que fray Nicolás ni siquiera había aparecido por su casa. La hermana no le dio mucha importancia a esa incomparecencia porque se trata de un hombre propenso a las distracciones.

– Dame una de las fotos del cadáver recogido en el Tajo, Paco. Se la enseñaré al padre Gaspar. Apostaría el sueldo de un mes a que es el monje desaparecido. Ya tuve el domingo la corazonada de que nos ocultaba algo y que incluso mintió en cierto momento de la entrevista en que se puso colorado hasta las orejas.

– El coche lo tienes ante la puerta lateral, jefe. Ya he avisado a Miranda y Lista para que se reúnan contigo en el hotel Pastor de Aranjuez entre la una y media y las dos. Aquí tienes los papeles y la foto que me has pedido. Hasta luego.

Cuando Bernal llegó a Aranjuez dijo al chófer que se detuviera antes en el embarcadero, donde vio dos barcas que avanzaban despacio río arriba, en dirección a la presa. En una de ellas estaba Varga de pie en la proa, dirigiendo la operación de dragado. Mientras aguardaba en el muelle, Bernal encendió un Kaiser y se subió el cuello del abrigo de piel de camello para protegerse de la fría brisa.

Una vez amarradas las barcas, Varga subió la escalera y enseñó a Bernal un curioso montón de desechos urbanos y rurales, entre ellos cierta cantidad de zapatos sueltos.

– Es increíble cómo se las apaña la gente para tirar o perder un solo zapato, ¿verdad, Varga?

– Un detective de espíritu lógico concluiría que hay por aquí muchos cojos -bromeó Vargas-. Sólo hay un par completo -añadió mientras le enseñaba dos zapatos negros y gastados- y no ha estado mucho tiempo en el agua.

– Es probable que sean de nuestro hombre -dijo Bernal-. Mándaselos a Peláez, ¿quieres? Él comprobará si le vienen bien al muerto.

– Antes de marcharnos de este sitio, jefe, tal vez te guste contemplar un experimento. He confeccionado un muñeco de peso y tamaño parecidos a los del cadáver; podemos echarlo por la esclusa y ver hasta dónde llega por la ría que discurre junto a palacio.

– Adelante, Varga. ¿No se ha encontrado ningún rastro del arma homicida?

– Ninguno en absoluto, y eso que hemos dragado el río a conciencia.

Varga y su ayudante se dirigieron a la furgoneta para coger el muñeco, al que habían vestido con ropa interior blanca y calcetines parecidos a los encontrados en el cadáver. Una vez que lo arrojaron del otro lado de la esclusa, los tres siguieron avanzando por la vereda que corría a lo largo de la ribera septentrional de aquella acequia artificial que llevaba a la Cascada de las Castañuelas. No tardaron en ver que el muñeco era demasiado grande para rebasar el primer salto de la cascada, de modo que lo recogieron.

– ¿No aumenta el peso a medida que se empapa de agua? -preguntó Bernal a Varga.

– He hecho lo posible por compensar ese efecto con cargas de plomo sustitutivas.

– Vamos a arrojarlo desde el embarcadero -dijo Bernal- y veamos hasta dónde lo lleva la corriente por el río.

Una vez más se pusieron a seguir al muñeco (que por cierto se bamboleaba con más de la mitad del cuerpo sumergido) por el camino de sirga que discurría por la ribera meridional del Tajo. Cuando el muñeco alcanzó el tramo de mayor corriente se vieron en la necesidad de acelerar el paso y observaron que aquél se acercaba a la ribera norte al alcanzar el primero de los meandros, si bien no tardó en arrastrarlo la resaca hacia el tramo recto. Al llegar al segundo meandro, el muñeco estuvo a punto de detenerse y los tres hombres pensaron que probablemente encallaría en la orilla meridional; pero volvió a ganar velocidad y se precipitó por el último tramo recto que había antes del puente verde. Bernal gritó a Varga que el muñeco iba a rebasar el punto en que se había encontrado el cadáver y le instó a que tuviera el bichero preparado.

– Dejémoslo que siga un poco más, jefe; ya lo recogeré desde el puente.

Cuando ya se temía que iba a írsele de las manos, el maniquí, que había llegado a la confluencia de los dos cursos de agua, se detuvo y, al cabo de un rato, un remolino comenzó a empujarlo contra corriente, en dirección a la rama colgante, en que acabó por engancharse.

– ¡Esto es lo que se llama suerte! -exclamó Bernal-. ¡Muy bueno, Varga, muy bueno! Tomad unas cuantas fotografías.

Una vez hechas éstas y recuperado el muñeco, Bernal dijo al técnico que iba a entrevistarse con el padre Gaspar y que se reuniría con él para comer en el hotel Pastor, si quería esperarle.

– Mejor me vuelvo al laboratorio, jefe, en cuanto haya devuelto las barcas al cobertizo de palacio.

Cuando el coche oficial llegó a las puertas de la Casa Apostólica, el mismo monje entrado en años acudió a la llamada.

– Bienvenido, comisario; el padre Gaspar acaba de dar comienzo a la misa de difuntos por el alma del capitán Lebrija.

– Caramba, había olvidado que era hoy. Me gustaría asistir, si no es inconveniencia. Quizá después quiera concederme el prior unos minutos.

– Desde luego que sí. Nos preocupa mucho lo que pueda haberle ocurrido al hermano Nicolás.

– ¿Le vio usted salir el sábado por la noche? Lo pregunto porque me parece que es usted el portero.

– Ésa es una de mis obligaciones, comisario. No, yo no le vi marchar, lo que ya es extraño, porque se había dispuesto que dos hermanos le acompañarían a la parada del autobús. Yo fui con él a comprar el billete el mismo sábado -el viejo monje se mostraba mucho más cordial que durante su visita anterior, percibió Bernal, y en aquel momento le hizo partícipe de una importante confidencia-. Tal vez le sea útil saber, comisario, que el hermano Nicolás había sido confinado en su celda durante diez días por orden del padre Gaspar -la voz disminuyó de volumen hasta convertirse casi en susurro, aunque audible-. Es que fray Nicolás bebía, ¿sabe usted? El padre Gaspar nos hacía registrar su celda todos los días para asegurarse de que no tenía alcohol escondido, ni dinero para comprarlo.

– Pero ¿seguía comiendo con los demás en el refectorio?

– Sí, sí, el padre Gaspar le dejaba tomar vino con la comida, pero nada de licores fuertes.

– ¿Se creó algún tipo de situación anómala -preguntó Bernal- con el hermano Nicolás encerrado en su celda?

– Encerrado, no, por Dios, comisario -dijo el fraile con leve tono de reproche-, simplemente se le vigilaba con discreción. Aunque después de su enfrentamiento con el padre Gaspar, se nos ordenó que no le perdiéramos de vista. El sábado por la noche se aprovechó de que habíamos ido a completas. ¡Hacernos una cosa así! -el viejo monje cabeceó-. Pero era un hombre muy piadoso, de lo más piadoso. Me pidió incluso que le echase al correo un misal que quería mandar a su hermana, para que le ayudara en sus oraciones, pero yo no se lo mencioné al padre Gaspar.

Bernal recordaba de casos anteriores que las casas religiosas solían ser incubadoras de frecuentes comadreos, de modo que estimuló al anciano monje a que le contara más cosas.

– ¿Sabe usted en qué consistió ese enfrentamiento?

– Bueno, yo no lo sé con exactitud -dijo el monje, que echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie-. Creo que fue a propósito de no sé qué documentos que faltaron temporalmente del aposento del prior. Hace una quincena vinieron seis oficiales de artillería de la academia, después de terminado el oficio nocturno, hora por cierto anormalmente tardía para hacer una visita, y se encerraron con el padre Gaspar durante más de dos horas. Bueno, pues el caso es que yo vi que el hermano Nicolás rondaba la puerta de las habitaciones del padre prior, que da al claustro; es un hombre muy curioso, en el buen sentido, pero ignoro si oyó algo -el viejo monje contuvo los humores nasales con una brusca aspiración-. Por lo menos no me dijo nada después. Pero al día siguiente, después de tercia, el padre Gaspar lo llamó y tuvieron un serio altercado. Yo no pude oír mucho, pero el prior daba gritos sobre no sé qué papeles que habían desaparecido, y el hermano Nicolás pareció calmarle al final alegando que estarían perdidos en alguna parte de la mesa del padre.