– ¿Y fue tras este incidente cuando el hermano Nicolás quedó confinado en su celda?
– En efecto, pero fue por su propio bien, en esto todos estuvimos de acuerdo. Había cogido la costumbre de escaparse al bar del pueblo después de vísperas y allí empinaba el codo y volvía en un estado lamentable; el padre Gaspar lo descubrió y le prohibió la tenencia de dinero. El hermano Nicolás se puso entonces a pedírnoslo a nosotros. Era muy doloroso verle esclavo del vicio -se santiguó en este punto y dijo que deberían ir ya a la iglesia si no querían perderse la misa de difuntos.
Aprovechando que el monje no le oía, Bernal dijo a su chófer que estacionara el vehículo en la parte trasera de la casa, si podía, y que tomara nota de las matrículas de los coches aparcados allí.
La iglesia del convento parecía más poblada que en la ocasión precedente y Bernal advirtió que el coronel que dirigía la academia de Ocaña, junto con buen número de oficiales y cadetes, estaba situado a la izquierda del crucero, tanto él como sus acompañantes ataviados con uniforme de gala, mientras que a la derecha se encontraban los miembros de la familia Lebrija, la mayor parte de luto. Supuso que las tres damas cubiertas con velo eran la marquesa de la Estrella y sus dos hijas, en tanto que el hombre alto y bastante corpulento que había junto a ellas debía de ser el marqués. La orden tenía en mucho sin duda a la familia Lebrija, ya que permitía a las señoras el acceso a la iglesia, pensó.
Bernal observó que el altar estaba ornado de negro y que el padre Gaspar, el diácono y el subdiácono vestían asimismo indumentos negros. No se quemó incienso para el introito y, como era costumbre en las misas de difuntos, no había monaguillos portadores de cirios. El celebrante había llegado ya al Graduaclass="underline" «Requiem aeternam dona ei», y Bernal escuchó con interés las últimas palabras del mismo: «In memoria aeterna erit justus; ab auditione mala non timebit» («Eterna será la memoria del justo y no temerá oír malas nuevas»), que le recordaron lo desconcertantes que le habían parecido aquellas mismas palabras, oídas en funerales y misas de aniversario por el alma de su madre, de varios parientes y de algunos colegas: pues, ¿qué nuevas, buenas o malas, podía oír una persona muerta? Se le había metido entre ceja y ceja que era aquel un problema exclusivo de los vivos, hasta que la tentación de saber le llevó un día a consultar con el padre Anselmo, el confesor de su mujer; y según las explicaciones de éste, dichas palabras procedían del Salmo 111, versículo 7, y que en el contexto original se referían a la persona viva: «Por malas noticias no habrá de temer; / firme corazón tiene, en Yaveh confiado.»
Pronunciados el responso y la oración final prevista para cuando el cuerpo del difunto no está presente, Bernal se vio trasladado con cierta precipitación al mismo locutorio que la otra vez. El viejo monje parecía deseoso de evitar que Bernal se acercase a los demás asistentes al funeral, que abandonaban ya la iglesia.
El padre Gaspar no tardó en aparecer y dio la sensación de que estaba más dispuesto a colaborar que durante el primer encuentro.
– Le agradezco que haya venido, comisario. Le llamé a su despacho para decirle que ha desaparecido uno de los hermanos. Nicolás se fue el sábado después de cenar para coger el último autobús a Toledo, tras darnos a entender que volvería el lunes por la mañana. Esta mañana estaba yo ya tan preocupado que telefoneé a su hermana y me sorprendió cuando me dijo que desde luego a su casa no había llegado, por lo cual ella dedujo que al final Nicolás había resuelto no ir a Toledo.
Bernal abrió la carpeta que llevaba.
– Padre, ¿le importaría mirar esta foto y ver si reconoce a la persona que aparece aquí?
– Dios mío, es él -dijo el prior mientras se persignaba-. Parece… parece que está muerto.
– Me temo que sí. ¿Podría venir usted a hacer una identificación formal o llamamos a la hermana?… -dijo Bernal con vacilación.
– No, no. Es mi obligación. En cualquier caso, iré a Madrid con el marqués y su familia. ¡Qué espanto! ¿Cómo ocurrió?
– Le encontraron el domingo por la mañana en el río -explicó Bernal mientras el padre Gaspar volvía a santiguarse-, aunque entonces no pudimos identificarle. Recordará usted que me dijo que no le faltaba ningún monje.
– Pero es que entonces no sabíamos, ¡no sabíamos nada en absoluto! -estalló el prior, de un modo que a Bernal le pareció más vehemente de lo que cabía esperar-. Era un hombre muy piadoso y de una naturaleza muy sencilla e inocente, casi infantil. Todos los hermanos lo querían mucho. Era sevillano, ¿sabe usted?, y los votos los hizo en nuestra casa de Sevilla -adoptó de súbito una expresión preocupada-. ¿Supongo que será absurdo preguntar si fue un… -la voz del prior se redujo a un murmullo-, un suicidio? Su única debilidad era el vino, pero esto no constituye más que pecado venial.
– Pues no, no creemos que ese sea el caso.
– ¿Fue un accidente entonces? En ese caso podremos enterrarlo en lugar sagrado -en unos instantes, la actitud del prior pasó otra vez de la tranquilidad a la inquietud-. Pero moriría sin confesión y sin recibir los últimos sacramentos. ¡Qué desgracia!
– ¿Podría ver sus enseres? -preguntó Bernal.
– ¿Sus enseres? -repitió el prior con extrañeza-. Debe usted tener en cuenta que cuando hacemos voto de pobreza carecemos de propiedades. Claro que, si lo desea, puede inspeccionar su celda.
El padre Gaspar le condujo por la escalera de los dormitorios hasta las filas de celdas desnudas y enjalbegadas. La del difunto hermano contenía una cama baja y ligera, bien hecha, un crucifijo grande de madera en la pared en que se apoyaba la cabecera, una mesita de noche con un devocionario encuadernado en tafilete gastado, y un armarito, que Bernal abrió y que contenía dos sotanas, una capa y un sombrero negros, más dos cajones llenos de camisas blancas y ropa interior.
– Padre, ¿no es raro que se fuese sin la capa y el sombrero? -preguntó Bernal.
– Un poco, si tenemos en cuenta las noches frías que hemos tenido. Pero era muy distraído y a veces ni siquiera notaba los cambios de temperatura. No sabíamos que se hubiese ido sin ellos porque nadie le vio salir.
– ¿Iba mucho al pueblo? -preguntó Bernal.
– Casi nunca. Sólo para coger el autobús a Toledo o a echar una carta. Para las dos o tres visitas al año que hacía a su hermana venía a mí para que le diese dinero para el viaje.
– ¿Y le pidió dinero en esta ocasión?
– Sí, lo hizo, el viernes, cuando fue a comprar el billete del autobús.
– Es raro que no encontráramos el billete en el cadáver -dijo Bernal-. Por cierto, ¿tomaba el café con azúcar?
Al prior le cogió claramente de improviso la presunta inoperancia de aquella pregunta.
– Pues mire, ahora que lo pienso, no. Solía quedarse con los terrones que veía para dárselos a los pobres.