– ¡Ah, ya! -dijo Bernal-. ¿Podía usted decirme qué tomaron para cenar el sábado por la noche?
– Un filete de carne, me parece, pero me encargaré de que le entreguen una lista de los menús del refectorio antes de que se vaya -el prior parecía haberse desconcertado otra vez ante la nueva pregunta.
Bernal abrió el cajón de la mesita de noche y sacó el contenido. Un cuaderno barato, una estilográfica anticuada, un tintero de Quink azul marino y un secante limpio. No había sobres.
– ¿Puedo llevarme estos útiles para que los analicen? -preguntó al prior-. Se los devolveremos después.
– Llévese lo que estime oportuno, comisario.
Una vez que se hubo despedido del padre Gaspar, volvió donde el coche y el chófer le entregó la lista que había hecho de las matrículas de todos los vehículos aparcados en la parte trasera del convento.
– Tres eran coches largos, jefe, con matrícula de Sevilla.
– De la familia, me imagino -dijo Bernal-. Después de comer me llevarás a Toledo. Quiero hacer unas preguntas a la hermana del difunto.
Ya sentado en el cómodo salón del hotel Pastor, con un gintónic de Larios delante y un Káiser entre los dedos, Bernal se preguntó cuánto tardarían Miranda y Lista en llegar. Repasó las reacciones del padre Gaspar durante su charla. A diferencia del primer encuentro, había parecido manifiestamente preocupado, pero tranquilo por dentro; se habría dicho un hombre que no temiese peligro alguno ni para sí ni para su círculo. Había habido tiempo de sobra para hacer desaparecer cualquier cosa comprometedora de la celda del finado fray Nicolás, aunque el cuaderno, la pluma estilográfica y el tintero se habían dejado como si se hubieran considerado sin importancia. Varga, desde luego, los cotejaría con los pedazos de papel encontrados en la mano del difunto y Bernal pediría a la hermana del mismo una muestra de su caligrafía.
Bernal cogió el devocionario, que era en realidad un libro de horas. Supuso que el padre Gaspar lo habría revisado concienzudamente antes de volver a dejarlo allí, si es que verdaderamente había sido de fray Nicolás; pues no había nombre ni firma alguna en el interior del libro. Pasó las páginas. No se había doblado ninguna, no había señales de ninguna especie ni se había introducido ningún papel en ninguna parte. Tomó la lista de comidas que se habían servido en el refectorio durante la semana anterior: la cena del sábado correspondía exactamente con lo que Peláez había detectado en el estómago del muerto, aunque aquel menú, pulcramente mecanografiado, no mencionaba el vino para nada. Sin embargo, el padre Gaspar había admitido que a fray Nicolás le gustaba su Valdepeñas; aunque, consideró Bernal, más que admitirlo se había ofrecido a dar un informe tajante acerca de su alcoholismo, sin duda para favorecer la imagen de un sujeto medio borracho que por accidente se había caído al río en la oscuridad de la noche.
Los inspectores Miranda y Lista interrumpieron sus meditaciones en aquel instante.
– Nada, jefe -dijo Miranda-, o prácticamente nada, aunque el propietario de un pequeño bar reconoció la foto y dijo que era de fray Nicolás, uno de los monjes de la Casa Apostólica, que a veces se escapaba para echarse un trago después de Completas, si bien hace semanas que no le ha visto. El camarero se había fijado en su costumbre de coger terrones de azúcar del mostrador y metérselos en el bolsillo del hábito. No hemos localizado ningún otro bar donde se le conociera.
– ¿Y venden sellos en el establecimiento en que se le ha reconocido? -preguntó Bernal.
– Tienen unos cuantos, para los clientes, lo mismo que tienen también unos cuantos décimos de lotería y tabaco. Estamos en un pueblo y los estancos cierran pronto.
– No le conocían los sacerdotes de las demás iglesias y conventos -dijo Lista-. Ya he estado consultando.
– Entonces os alegraréis de saber que el padre Gaspar lo identificó por la foto sin el menor titubeo -dijo Bernal-. Si quieres, puedes venir conmigo a Toledo cuando terminemos de comer -añadió dirigiéndose a Carlos Miranda-, para interrogar a la hermana de fray Nicolás. Que Juan se lleve tu coche a Madrid y ayude a Paco a clasificar los partes.
Después de comer, Bernal y Miranda partieron de Aranjuez en el Seat 134 oficial por la N-400, que seguía la orilla meridional del Tajo hasta la antigua capital goda de España. Ya en los altozanos orientales de la ciudad, después de pasado el viejo castillo de San Servando, en que el Cid había estado de vigilia antes de asistir con Alfonso VI a una importante reunión de la corte, Bernal se esforzó por sacudirse la modorra que se había apoderado de él a causa del copazo de Carlos III con que se había regalado y también a causa de no haber podido descabezar una siestecilla como tenía por costumbre. Los dos policías contemplaron el mismo panorama que había inmortalizado El Greco, y Bernal comentó:
– Carlos, ahora sólo nos falta la tormenta.
El chófer aparcó el coche, no sin problemas, en Zocodover, que antaño había sido mercado moro y que, según recordaba Bernal, se había denominado Plaza de Carlos Marx durante la Segunda República. Cuando salieron del estrecho callejón que subía a la plazuela existente junto a la catedral, Bernal y Miranda se detuvieron ante el llamativo escaparate de una confitería de cuño antiguo, lleno de cajas redondas de diversos tamaños, abiertas para dejar ver anguilas de Navidad: la pasta de almendras en largos lazos o cordones, con guindas o trocitos de angélica a modo de ojos y frutas escarchadas entre los lazos de mazapán.
– Estas cosas se ven poco en Madrid y además aquí son mejores, Carlos -comentó Bernal-. Voy a comprar un par para la familia y que el chófer las meta en el portabultos.
– Yo también voy a comprar una, jefe.
Tras pagar las compras y como les venía de camino, pasaron ante los numerosos y pequeños talleres en que se fabricaban objetos de acero toledano damasquinado con destino al mercado turístico, hasta que por fin llegaron a la catedral. Les había sorprendido saber que la hermana de fray Nicolás vivía dentro de las dependencias arzobispales, en el primer piso del viejo claustro. En la galería superior, donde descubrieron que la señorita Abad tenía un aposento espacioso, tropezaron con el doméstico espectáculo de la ropa tendida para que se secara. Qué feliz sería Eugenia si se trasladase a este sitio, pensó Bernal. No había como vivir en el piso de encima de la tienda.
Se les recibió amablemente al antiguo estilo castellano y se les sirvió un poco de vino blanco. Bernal, mientras tanto, se preparaba para la difícil misión de comunicar la noticia de la muerte del hermano de aquella dama.
– ¿Cuándo estuvo aquí su hermano por última vez, señora?
– Hace más de cinco semanas, para el Día de Todos los Santos. Es muy descuidado, comisario, aunque no es propio de él marcharse sin decir nada a nadie.
Bernal dirigió una mirada a Miranda, que tomaba notas del interrogatorio.
– Las noticias que tenemos no son buenas, por desgracia -con lo que le enseñó la foto, que la mujer miró detenidamente.
– Es él, comisario. Pero ¿qué le ha ocurrido? -cuando se dio cuenta de que estaba ante la foto de un cadáver se llevó la mano a la boca.
– Lamento mucho comunicarle que recuperamos el cadáver del río que pasa junto al convento de Aranjuez.
La señorita Abad se santiguó.
– ¡Dios mío! Bebería más de la cuenta y se cayó -sacó un pañuelo y se enjugó las lágrimas-. Era como un crío, ¡como un crío! Siempre le pasaban cosas malas por su distracción. ¿Cuándo lo encontraron?
– El domingo por la mañana, pero no hemos podido identificarlo hasta hoy.
– ¡Es imposible, comisario! -exclamó la mujer-. Tenía que estar aquí el sábado por la noche para pasar conmigo el día de su santo, que era el domingo. Todos los años me llevaba a ese bonito restaurante que hay en la esquina de Zocodover. No me preocupé gran cosa cuando no apareció hasta que me telefoneó hoy el padre Gaspar para preguntarme por qué no había vuelto al convento, cuando la verdad es que aún no había llegado aquí. Y sin embargo, es imposible que muriera cuando usted dice -afirmó-. Mire esto, comisario. Hace una hora que me lo trajo el cartero.