– Ya -dijo Bernal-. Se diría que mandan una carga a cada región militar. Está claro que la primera región se podrá abastecer con mayor margen de tiempo. ¿Ha averiguado Elena alguna cosa a propósito de esos encuentros regionales?
– Dice que ha visto cajas de insignias rojas y azules en el despacho del redactor-jefe, y que reina un clima especial, como si algo se estuviese preparando. Me ha dicho también que intentaría sonsacar a la secretaria particular del director cuando vayan a comer.
– Cuando estés en Sevilla, Ángel, averigua todo lo que puedas, sobre todo el lugar previsto para esas reuniones del domingo que viene, y llámanos en seguida. Quédate allí estos cuatro días. ¿No podrías fingir una avería en la furgoneta?
– La provocaré si es preciso, jefe. Basta con poner azúcar en el depósito de gasolina. Costaría un par de días a cualquier taller de reparaciones el descubrir el fallo.
– En caso de emergencia, ponte en contacto con la policía de Sevilla, pero procura averiguar antes lo que puedas por cuenta propia. Recuerda que nuestra misión es fundamentalmente la de observar con discreción. No tenemos autoridad para detener a nadie basándonos sólo en sospechas.
– De acuerdo, jefe, lo tendré en cuenta.
Poco después de que Ángel se fuera, entraba el doctor Peláez con cara de pocos amigos.
– Me has interrumpido una autopsia de lo más interesante, Bernal. ¿Qué pasa?
– Lo siento, Peláez, pero ¿estás seguro de que dictaminaste con exactitud la causa de la muerte de fray Nicolás? Hay ciertas discrepancias con el informe del toxicólogo.
– ¿Te refieres al cadáver de Aranjuez? Pues claro que dictaminé con exactitud. ¿No lo hago siempre?
– Pues escucha, Peláez. El Instituto de Toxicología ha encontrado agua del río en el estómago y el duodeno del fraile. Ahora bien: tú dijiste que murió a causa de los golpes recibidos en la cabeza, que después se le arrojó al río y que no murió ahogado. ¿Cómo explicas que tragase agua si ya estaba muerto?
– Vamos a ver… Pues sí que es un rompecabezas. Deja que lea el informe.
Peláez acercó el texto mecanografiado a sus gruesas gafas para verlo mejor y lo leyó con la máxima atención.
– Cieno y… diatomeas del río, ¿eh? -meditó aquello unos momentos-. Mira, Bernal, no hay la menor duda en este punto. Fray Nicolás no se ahogó. Yo no encontré el menor síntoma típico de la asfixia. También hice el test de Gettler, que, aunque data de 1921, es todavía fiable y se acepta siempre en los tribunales.
– ¿Quieres explicarnos en qué consiste? -preguntó Navarro.
– Bueno, se toman muestras de sangre de las cavidades cardíacas izquierda y derecha del supuesto ahogado y se compara el nivel de cloruro sódico que contienen. Cuando alguien se ahoga, el agua tiende a pasar de los pulmones a la sangre. Si se ahoga en agua de mar, la sal hace que el nivel de cloruro sódico en la sangre aumente notablemente en la cavidad izquierda en comparación con la derecha. Si se ahoga en agua dulce, y no importa que ésta sea de río, de lago o simplemente de la bañera, se produce el efecto contrario. Si el difunto ha muerto por otras causas y luego se le arroja al agua, el agua, según los experimentos de Smith y Glaister, no puede entrar en la cavidad izquierda del corazón, y el nivel de cloruro sódico será el mismo en ambas cavidades; y esto es lo que yo vi en el caso de fray Nicolás.
– ¿Cómo se explica entonces el agua de río encontrada en el tubo digestivo? -preguntó Bernal.
– A ver qué os parece la siguiente hipótesis. El monje sale del convento un poco ebrio a causa de la gran cantidad de tinto que ha ingerido durante la cena. Va a por un sobre y un sello para echar la carta que lleva en la mano.
– ¿Por qué no llevaba la capa y el capuchón con el frío que hacía aquella noche? -objetó Bernal-. ¿Y dónde está el billete de autobús que compró el día anterior para emprender viaje a Toledo? El viejo fraile que hace de portero fue con él a comprarlo.
– O tenía mucha prisa por echar aquella importante misiva o si; relativa embriaguez impedía que sintiese el frío. Llevaba el billete del autobús en el bolsillo del hábito. Porque tú no lo encontraste en el convento, ¿verdad que no? Luego el asesino se lo quitó después de muerto.
– De otro modo podemos suponer -dijo Bernal- que se lo dejase en la celda y que volvía por él, por la capa y capuchón y por el equipaje que sea, antes de tomar el coche de línea, que salía a las diez y media de la noche. El problema es saber con exactitud cuándo fue a echar la carta. Luego el padre Gaspar o algún otro cogió el billete antes de que nosotros registráramos la celda.
– También, también. Convengo en que hay dos posibilidades en ese extremo. En cualquier caso, fray Nicolás sale del convento, va por el sendero que lleva al puente del pueblo y que lo conduce junto al ángulo noreste del palacio real. En lugar mal iluminado le atacan de súbito por detrás y le golpean tres veces con algo parecido a la culata de un fusil. No habéis dado con el arma, ¿verdad que no?
– No. Y no irás a suponer que podemos confiscar todas las armas de la academia de artillería para que las compruebes.
– Entiendo. Como fuera, Nicolás cae aturdido a causa de los golpes, quizá momentáneamente inconsciente. El agresor le quita el hábito y los zapatos, y le arranca la carta de la mano, dejando, sin darse cuenta, un pedazo de carta entre los dedos agarrotados del puño derecho de la víctima. Aunque no sé por qué tuvo que dejarlo en paños menores y quitarle los zapatos.
– Probablemente para evitar una pronta identificación. Hasta por los zapatos negros lo habría reconocido alguien cercano a él -dijo Bernal.
– Pues yo no entiendo por qué el asesino dejó el hábito tan bien doblado cerca de allí -comentó Navarro.
– O algo vino a interrumpirle, o pensó que, si se suponía se trataba de un suicidio, la Guardia Civil local no investigaría de manera sistemática -sugirió Bernal-. Con todo, registra los bolsillos, y si el billete se encontraba allí, se lo lleva y deja lo que según él carece de importancia. En cualquier caso, lo que desea es retrasar la identificación.
– Echemos un vistazo al plano de los jardines de Aranjuez -dijo Peláez-. Todo sucede en este tramo del sendero que discurre junto a la acequia que se llama la Ría. Cuando ya le han quitado el hábito, fray Nicolás se recupera y trata de escapar de su agresor. Durante el forcejeo…
– Lista encontró señales de lucha en la orilla -le interrumpió Bernal.
– Está bien; eso corrobora mi reconstrucción -dijo Peláez-. El monje se desembaraza del agresor y se cae en la acequia, que es de poca profundidad, y al hacerlo traga un poco de agua; acuérdate de que el agua es la misma que la del río. El agresor vuelve al ataque y le asesta desde arriba el golpe mortal más otros tres. Seguro ya de que la víctima está muerta o agonizando, resuelve trasladarla unos metros, hasta el puente que da al río, para arrojarla allí al principal curso de agua a fin de que la corriente la arrastre río abajo, lejos del lugar de los hechos y, naturalmente, lejos del convento. Tuvo la mala suerte de que la rama colgante obrase en favor nuestro; el cadáver pudo haber sido arrastrado muchos kilómetros por el Tajo abajo. ¿Qué os parece la explicación? -dijo Peláez muy ufano.
– Bastante aceptable. ¿Crees que pudo haber más de un agresor? Las pisadas eran tan poco definidas, y el terreno estaba tan endurecido a causa de la larga sequía, ya que la lluvia de la semana pasada apenas si lo ablandó, que Varga no pudo dar con nada definitivo.
– Es posible que hubiera dos o más, digo yo, aunque un hombre fuerte y decidido bastaba.
– A mí me da la impresión de que fue un crimen improvisado, sin premeditación -dijo Bernal-, aunque hay que reconocer que los crímenes precipitados son a menudo los que mejor salen, sobre todo cuando no hay relación evidente entre el asesino y la víctima, ni móviles obvios. Es posible que fray Nicolás se comportara de manera indiscreta durante la cena, o poco después, e insinuara que iba a enviar una información importante al Ministerio del Interior. Alguien le oyó y le siguió sin perder un instante o bien recibió aviso telefónico de que le saliera al paso. No creo que lo hiciera personalmente el padre Gaspar, si bien pudo haber avisado a uno de sus pupilos militares. Es probable que el prior no quisiera que se llegase hasta el asesinato y que por ello pareciera tan alterado el domingo.