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Antes de la lectura del último evangelio, Bernal y Miranda bajaron de la galería y optaron por esperar en la biblioteca, que estaba enfrente. Desde allí, sin llamar la atención, pudieron ver a los fieles cuando salieron.

– Jefe, hay cantidad de capitostes, ¿eh? -comentó Miranda.

– Y entre ellos, el teniente general Baltasar -dijo Bernal-. Estoy seguro de que es una de las figuras clave de toda esta trama.

Cuando el marqués fue por fin a recibirles, Bernal le explicó que no quería sino completar las formalidades relativas a su hijo, el finado capitán Lebrija.

– Señor marqués, he recabado la autorización pertinente de la superioridad para que le sea entregado el cadáver sin necesidad de una audiencia con el juez de instrucción. De este modo podrá usted proceder al entierro cuando desee.

– Le agradezco esa atención, comisario. Todos le estamos muy reconocidos -dijo el noble con suavidad.

– Lo que aún no tengo claro, señor marqués, es qué hacía su hijo en la sierra, encima de San Ildefonso, a primera hora del domingo y con la cantidad de nieve que caía. ¿No podría usted arrojar alguna luz acerca de sus actividades?

El marqués pareció enojado e impaciente al mismo tiempo. Bernal supuso que se trataba de un rasgo temperamental o innato, o cosa parecida, que el marqués había estado intentando dominar.

– Bueno, era un entusiasta de la caza, lo mismo que yo. Y a menudo salía con la escopeta, apenas clareaba y con el tiempo que hiciera, bueno o malo. No tiene nada de extraño.

– ¿Y se hubiera ido solo? -insistió Bernal, que advertía la intranquilidad del marqués.

– Otras veces lo ha hecho. Claro que no hay mucha caza allí arriba en esta época del año.

– Claro que no -comentó Bernal secamente-. El tiempo no podía ser más atroz.

– José Antonio desconocía el miedo, comisario, es preciso que usted entienda esto. Tenía nervios de acero. Nada era imposible para él -las lágrimas anegaron de pronto los ojos del viejo aristócrata-. España necesita hombres como él, de lo contrario la nación se irá a pique. No tiene usted más que fijarse en nuestras ciudades, comisario. Sodoma y Gomorra se quedaban en mantillas al lado de lo que vemos en nuestros días -el dolor había cedido el paso a la rabia, aunque ésta quedó dominada con notable rapidez-. Lamento no poder disfrutar de su compañía por más tiempo, comisario -dijo en tono ya más calmado-. Pero tengo que atender a mis invitados, ¿sabe? Gracias por haber venido.

Una vez que hubieron salido al viento helado que traía de Guadarrama grandes y abundantes copos de nieve, Bernal encargó a Miranda que no quitase el ojo de la casa del marqués y que le siguiera si salía.

– Quédate con el coche si quieres, Carlos. Yo voy a comer con Ibáñez en el Parrillón, que está aquí al volver, al final de Eduardo Dato.

– Es igual, jefe, el coche oficial es demasiado llamativo. Subiré con usted e iremos juntos hasta la esquina. Pediré por radio un vehículo K. Espero que esté libre alguno que tenga calefacción… -dijo Miranda con un escalofrío y frotándose los brazos por encima del pecho-. La última vez nos tocó un camión de refrescos, que aparte de su incomodidad, no era precisamente lo ideal para el trabajo.

– Diles que te manden un vehículo pequeño y rápido. Recuerda que puede salir para Andalucía en cualquier momento. Si lo hace, procura contactar con Ángel en Sevilla. Puedes averiguar más cosas siguiendo al marqués que yo aquí en Madrid. Ya me gustaría vigilar al general, pero los de contraespionaje militar se darían cuenta seguramente.

Tras dejar a Miranda en el cruce con Eduardo Dato, desde donde Carlos podía vigilar la casa del marqués mientras esperaba el vehículo K, Bernal dijo al chófer que le llevase paseo arriba hasta la plaza Chamberí. Ya en el lujoso restaurante, vio que Ibáñez le esperaba en el pequeño bar.

– Hola, Luis. He reservado una mesa arriba, pero tomemos antes un trago.

– ¡Cómo vienes, Esteban! ¿Te han subido el sueldo?

– Tú te empeñaste en pagar en Lhardy la semana pasada y yo quiero corresponderte aquí.

Tras dar cuenta de un mero a la plancha que estaba sencillamente exquisito, Bernal se sintió demasiado lleno para tomar ninguno de los espléndidos postres.

– ¿Ni siquiera un poco de piña natural, Luis?

– Ni siquiera eso. Tú termina, que yo mientras tanto liquidaré este Marqués de Murrieta, que está la mar de bien -Bernal contempló, con no poca admiración por el aparato digestivo de Ibáñez, en muy buena forma todavía, cómo devoraba éste un enorme cocido castellano, plato fuerte del día.

– Yo que tú, Luis, me libraba de esa úlcera. ¿Por qué no vas a que te la miren? Tiene que haber fármacos muy eficaces.

– No me hables, Esteban. He tomado ya demasiadas pastillas. Creo que lo único que hacen es empeorármela, salvo las de Kolantyl, que me calman las molestias después de las comidas.

Cuando les hubieron servido el café, Ibáñez sacó una hoja de papel del bolsillo interior y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les oía.

– Por fin te he conseguido algo, Luis, pero no procede de los ordenadores electrónicos de la policía. Me las he arreglado para hacerme con unos partes recientes de la Guardia Civil. Me debían un favor. Mira a ver si te sirve para tus Magos.

La hoja de papel era la fotocopia de un breve informe oficial y decía:

Comandancia de Trebujena (Cádiz), 8 diciembre .

Se pone en conocimiento que en los últimos días se ha visto realizando ejercicios y maniobras a un grupo llamado Movimiento Apostólico de Generales, Oficiales y Suboficiales, vinculado al parecer con la nominada Casa Apostólica, institución religiosa con sede en la calle de la Feria de Sevilla. En las últimas semanas se ha visto asimismo haciendo prácticas de tiro en las orillas del Guadalquivir a unos 130 hombres con subfusil ametrallador y lanzagranadas, que vestían el uniforme de dicho grupo: azul y rojo y con una insignia en forma de puñal con empuñadura a modo de cruz en las hombreras.

Bernal alzó los ojos y habló con cierta euforia.

– Lo has conseguido, Esteban. Las iniciales del nombre de este grupo componen las siglas de Magos.

Al parecer es un grupo de ultras de las fuerzas armadas, estimulados por los miembros de esa orden religiosa. Como la orden se fundó en Colonia, pediré informes a la Interpol.

Cuando los dos amigos salieron del Parrillón, la nevasca había cedido, aunque la tarde era desagradablemente fría y gris, motivo por el que Bernal tomó un taxi para dirigirse a su apartamento secreto de Tribunal.

Aquella noche se encontraba Bernal sentado a la mesa camilla del comedor de su casa del Retiro y analizando una vez más los mensajes Magos, mientras Eugenia preparaba la acostumbrada cena de sobras. Echó mano del tosco esquema que había confeccionado con los cuatro primeros mensajes aparecidos y lo comparó con las festividades que fray Nicolás había señalado en el misal con las estampas. Las cuatro primeras encajaban a la perfección: Morado A.l correspondía al 29 de noviembre, Azul A.l al 8 de diciembre, Rosa A.l al 13 de diciembre y Morado A.3 a Nochebuena. O sea, que si el monje había estado en lo cierto, aún faltaban otros tres mensajes: uno el día de la Circuncisión del Señor, otro la víspera de Epifanía, y el tercero el de la Epifanía misma, es decir, los días 1, 5 y 6 de enero, respectivamente; y estaba claro que la última fecha constituiría la culminación del plan secreto. Bernal estaba seguro de que se había hecho coincidir adrede con la Pascua Militar, cuya celebración en el palacio de Oriente de Madrid presidirían Sus Majestades.

Si sus cálculos eran acertados, era dado esperar que La Corneta publicase el quinto mensaje unos quince días antes de la fecha propuesta para la acción definitiva, el 16 de diciembre más o menos, el sexto mensaje hacia el 22 y el último un día después. La publicación de éste daría a los conspiradores la señal de avance final. Ahora bien: ¿qué implicaba cada etapa del plan y de qué modo entraban en juego los nombres de los reales sitios? Es verdad que algo había ocurrido en San Ildefonso (palacio de La Granja) y en Aranjuez (antes de tiempo), pero en El Pardo y en Segovia no había sucedido nada de importancia.