Se le ocurrió de pronto una nueva idea y buscó en su cartera de mano el esquema de la operación del Ministerio de Defensa contra las intentonas golpistas. La Operación Mercurio tenía siete etapas, las mismas que al parecer tenía el plan Magos. Fue anotando las unas al lado de las otras:
Operación Mercurio Conspiración Magos
Mercurio: Servicio de Intervención San Ildefonso
Venus: Estado de Prevención El Pardo
Júpiter: Supresión de permisos Segovia
Marte: Alerta Aranjuez
Saturno: Estado de Excepción Todavía desconocido
Urano: Movilización Todavía desconocido
Plutón: Operación Todavía desconocido
Estuvo mirando este cuadro durante unos minutos y de pronto lo descubrió. ¡El nombre de los sitios reales era un pretexto! Las palabras también aquí se habían codificado de manera acrológica; sólo las iniciales importaban. Así, «San Ildefonso correspondía al Servicio de Intervención, El Pardo al Estado de Prevención, etcétera. Qué ironía, pensó Bernal. El secretario del Rey le había llamado sólo a causa de la mención de los reales sitios en los mensajes crípticos y el posible peligro para la seguridad real, y hete aquí que los mensajes apuntaban a otra parte. Los cabecillas de la conspiración Magos habían establecido un plan en la sombra siguiendo el esquema antigolpista de las medidas gubernamentales y se servían de las mismas etapas de actuación militar que la Junta de Jefes de Estado Mayor llevarían a cabo en caso de sospechas golpistas. Al utilizar el mismo esquema que el Ministerio de Defensa y al transformar las claves de planetas en sitios reales, no hacían sino apropiarse de las medidas oficiales antigolpistas.
Bernal se retrepó en la silla y admiró el ingenio de aquellos cabecillas; si la JUJEM ponía en práctica la Operación Mercurio aquella misma noche y remitía la clave Mercurio a todas las capitanías, los capitanes generales, tras las comprobaciones pertinentes con la JUJEM de Madrid, ordenarían la intervención de todos los medios de comunicación, incluidas las fuentes de energía eléctrica, y en algunos casos se encontrarían con que la medida ya se había tomado. Si a esto le seguía la etapa Venus, no tardarían en averiguar que ya se había dado la orden de aumentar la vigilancia, redoblar la guardia, etcétera. En otras palabras, al poner en práctica el plan oficial, el Gobierno se limitaría a favorecer lo que quería evitar. ¿Se trataba de un plan diabólico o, dado su origen apostólico, era más bien de inspiración divina? Su auténtica ingeniosidad radicaba en que, al seguir al pie de la letra la operación gubernamental, inutilizaba todo intento oficial de evitar que se llevase a cabo. Su osadía quitaba el resuello.
Bernal oyó el teléfono que sonaba en el pasillo y se dio cuenta de que Eugenia había ido a contestar, pero no prestaba la menor atención, sumido como estaba en sus cálculos. Pero entonces se percató de que su mujer le llamaba de manera insistente:
– ¡Baja de las nubes, Luis! Ven a ver lo que quiere tu hijo.
Medio absorto aún, Bernal cogió el auricular que Eugenia le tendía.
– ¿Qué tal, Diego? ¿Cuándo vuelves?
– Hemos terminado ya con casi todos esos sondeos en los alrededores de Trebujena, y ahora estamos en Camas para pasar la tarde. Aquí no hay movida, te lo aseguro yo, pero, en fin vamos a ver si nos tomamos unas copichuelas en el bar.
– Diego, dime cuándo piensas volver.
– El domingo, en el Talgo del mediodía.
– ¿Tienes dinero suficiente?
– Creo que sí. Aún me queda la mitad de lo que me diste. Por cierto, papi, hemos visto más soldados con ese uniforme tan raro que te dije.
– ¿Dónde?
– Entre este pueblo y Trebujena, y por la orilla del río. Tienen un campo de tiro y nos han hecho polvo las comprobaciones sísmicas. Ahora mismo hay unos diez tíos de esos en el bar, tomando copas. Parecen una especie de GEO, a juzgar por el pote que se dan.
– ¿Cómo es exactamente el uniforme?
– Azul, con unas hombreras curiosas que tienen una insignia roja en forma de puñal por abajo y una cruz de tres brazos por arriba. Beben y fanfarronean en cantidad, y dicen que el domingo van a hacer un desfile especial cerca de Santiponce.
– ¿En Santiponce? Pero si es un pueblecito.
– Ya lo sé, papi, pero lo van a hacer en Itálica, que está al lado. Incluso han tenido la jeta de pedirnos la documentación cuando han entrado en el bar.
– ¿Les enseñaste la tuya?
– Sí. Por suerte la llevaba encima.
Bernal pensó que más bien por desgracia, ya que habrían visto el nombre del padre de Diego.
– Hijo, yo te aconsejaría que vinieses a casa inmediatamente. ¿No puedes dar un pretexto y volver en el primer avión que salga de Jerez mañana por la mañana?
– Pero ¿por qué, papi? ¿Ocurre algo malo? Piensa que sería dejar plantados a los otros que participan en esta investigación de campo y, además, me perjudicaría en las notas del curso de geología.
– Está bien -dijo Bernal a regañadientes-, pero no te separes de tus compañeros en ningún momento y no hables de la profesión de tu padre; bajo ningún concepto, ¿me oyes?
Nada más colgar el auricular, el teléfono sonó otra vez. Era Elena Fernández.
– Le vengo llamando desde hace rato, jefe, desde una cabina -dijo la muchacha con tono un poco acusador.
– Lo siento, Elena, pero hablaba con mi hijo el trotamundos, que me llamaba desde Santiponce.
– ¿Santiponce? ¡Esto sí que es casualidad! He podido entrar en el despacho del director de La Corneta y en la correspondencia que tiene sobre la mesa he visto que se va el sábado a Sevilla para asistir a una reunión en Santiponce el domingo. Se instalará en el cortijo del marqués de la Estrella.
– Pues para casualidades está el patio, Elena, porque resulta que mi hijo Diego está por allí participando en una investigación de campo geológica. He procurado convencerle de que regrese en el acto, pero insiste en quedarse hasta que termine el trabajo. Volverán el domingo por la mañana. ¿Has visto si hay algún otro mensaje Magos que tenga que aparecer en la sección de anuncios?
– Aún no, jefe, pero estoy con el ojo alerta.
– Vigila la posible publicación de tres anuncios, lo más seguro para los días 15, 21 y 22 de diciembre.
Cuando colgó, se dijo que lo primero que haría a la mañana siguiente sería ir al palacio de la Zarzuela para contar sus últimas averiguaciones al secretario del Rey.
Eugenia le interrumpió en sus cavilaciones, gritando desde la cocina:
– Pon el hule, Luis, ¡y saca el vino de Cebreros de la alacena! Yo voy a calentar los calamares que sobraron de la comida. Estaban deliciosos de verdad y te vendrán bien para el estómago.
El órgano aludido lanzó una queja ante aquel anuncio mientras el propietario del mismo volvía al comedor, tambaleándose un poco, por el pasillo de heladas baldosas.
Domingo Tercero de Adviento
– ¡Luis! ¡Luis! ¡Despierta! Son casi las siete y media.