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– ¿Se puede llamar a este hombre? -preguntó Bernal.

– En Sevilla dicen que va a ser difícil esta noche. Vive allí y volverá en el Talgo de la mañana. Creen que esta noche la pasará en alguna pensión próxima a la estación de Atocha, pero ignoran en cuál.

– ¿Se hicieron las reservas a nombre del jefe de expedición?

– No, por desgracia; se hicieron al parecer a nombre de la Universidad Complutense. Los billetes se compraron aquí en Madrid, en las oficinas de Renfe de la calle Alcalá.

– Entonces es posible que aquí sepan quién los pagó.

– Sí, es posible -replicó Navarro con paciencia-, pero hasta mañana por la mañana no abrirán las oficinas. Los de Sevilla probaron con su terminal del ordenador electrónico, pero no aparece ningún nombre. ¿Llamo a la Policía Nacional de Sevilla?

– Aún no. Esperemos antes a ver si hay aquí más noticias.

A las once de la noche, Bernal había llamado ya varias veces a su mujer, pero Diego seguía sin dar muestras de su paradero. A las once y diez fue ella quien le llamó para decirle que un tal doctor Montalbán había telefoneado. Era el jefe de la expedición geológica y estaba preocupado porque Diego Bernal no se había reunido con los demás estudiantes en la estación de Sevilla para tomar el Talgo a la hora acordada. En consecuencia, había resuelto acompañar a los demás en el viaje de regreso sin él.

– ¿Dejó algún número de teléfono, Geñita?

Eugenia se lo dio.

– Aún tardaré un buen rato en volver a casa. No te preocupes por la cena.

Nada más colgar marcó el número del doctor Montalbán. Bernal se identificó en cuanto el geólogo cogió el auricular.

– ¿Explicó mi hijo por qué no iba a ir con la expedición? ¿Cuándo lo vio usted por última vez?

– Fuimos a Sevilla anoche, comisario, y nos hospedamos en dos hotelitos; no cabíamos tantos en uno solo. Después de cenar, los estudiantes se fueron a dar una vuelta por el barrio de Triana. Les oí volver pasadas las tres de la madrugada. Bueno, ocurre que su hijo se alojaba en el otro hotel, no en el mío. Yo no supe que faltaba hasta que estuvimos todos en la estación, pero sus compañeros me dijeron que les había dicho que se reuniría con ellos allí. La última vez que lo vieron fue después de medianoche, en un bar con tablao flamenco. Según sus compañeros, aquel insulso tipismo para turistas le aburría, y se marchó de allí tras decir que se reuniría con los demás en la estación.

– ¿Y no dio explicaciones a nadie?

– Todos se imaginaron que habría ligado con alguna chica y que se habría ido con ella a alguna discoteca.

– ¿Vio alguien a la chica?

– No, creo que no, pero la primera vez que hicimos noche en Sevilla, hace una semana, conoció a una joven morena. Y a ésta sí que la vi yo.

– ¿Y el equipaje de Diego? ¿Se quedó en el hotel?

– El compañero que compartía la habitación con él le hizo la maleta una hora antes de marcharnos y la dejó en recepción, ya que teníamos que dejar libres las habitaciones a mediodía.

– ¿Cómo se llama ese compañero suyo? -preguntó Bernal.

– Federico Payo. Puedo buscar la dirección si quiere esperar un momento, comisario.

– No cuelgo.

Una vez conseguida la dirección, Bernal telefoneó a su casa, aunque allí le dijeron que el estudiante se había ido después de cenar.

Navarro entró en aquel momento con expresión seria.

– El subinspector de servicio dice que un chaval ha traído esto hace unos minutos, que no dio su nombre cuando se lo preguntó y que se fue corriendo. Va dirigido personalmente a ti, jefe, aunque las señas parece que las han puesto con letraset. Será mejor que te tranquilices un poco antes de leerlo.

El mensaje decía:

Comisario Bernal. Si quiere que su hijo Diego vuelva a casa sano y salvo, deje en paz a MAGOS. De ser así, estará con usted para la Epifanía del Señor. Melchor.

Bernal se dejó caer pesadamente en la silla y encendió un Káiser.

– Tú lo has leído, claro -dijo a Navarro.

– Sí, jefe.

– Me lo decía el corazón. Todo iba demasiado bien -dio una chupada al cigarrillo-. Tenemos que rescatarle en seguida. Esta misma noche cojo un avión y me voy a Sevilla.

– ¿Crees que sería prudente, jefe? ¿No sería mejor que se encargase de esto una persona menos implicada emocionalmente? Ya tenemos allí a tres inspectores, Carlos, Juan y Ángel, y son hombres con mucha experiencia. ¿Por qué no los utilizamos? Es casi seguro que los conspiradores no se han dado cuenta de que les hemos seguido a Andalucía, y que hemos asistido a su mitin de Itálica; y tampoco han descubierto a Ángel. Pero a ti, que no te has movido de Madrid, te vigilan y te seguirán vigilando.

– Ángel no debiera volver a los talleres de La Corneta. Terminarán por recordar que trabajaba en la DSE. Quizá deberíamos sacar también a Elena de allí.

– No hagas nada precipitado, jefe. Estoy de acuerdo en que habría que mantener a Ángel en Sevilla. La furgoneta en que va puede ser muy útil. Pero permíteme que movilice a Miranda y a Lista inmediatamente. Comenzarán rastreando los movimientos que Diego hizo anoche en el barrio de Triana. ¿Avisamos a la policía de Sevilla?

– Conozco al jefe superior de allí, Paco. Solíamos trabajar juntos. Pero no podemos emprender una búsqueda en toda regla. Se darían cuenta y liquidarían a Diego. Recuerda que pueden tener infiltrados en la policía local. Hablaré con el jefe superior y le pediré una ayuda discreta.

– Yo creo que es preciso que informes al secretario del Rey, ¿no te parece?

– Aún no. Esperaremos a mañana. Podría apartarme del caso.

Miércoles de las Témporas de Adviento

(16 diciembre)

El trasteo de Eugenia en la cocina despertó a Bernal antes del amanecer. Se incorporó para escuchar y al cabo de un momento dijo en voz alta a su mujer:

– ¿Por qué te has levantado tan pronto? ¿Es que se sabe algo de Diego?

Eugenia apareció en la puerta del dormitorio cargada con un brazado de velones de iglesia.

– No, aún no se sabe nada. Pero es que tengo que salir pronto. Prometí al padre Anselmo que le llevaría estos cirios. Hoy es miércoles de las Cuatro Témporas de Adviento y a primera hora hay misa Rorate, coeli. Las velas se encienden para decir que el mundo está en tinieblas antes de la venida de Cristo.

Bernal se preguntó si su mujer experimentaría algún sentimiento natural por el rapto del hijo, pero prefirió no hacer ningún comentario.

– Parece que llueve intensamente, Geñita -Bernal podía oír el chapaleteo de la lluvia sobre las macetas de la terraza-. Espero que no haya goteras otra vez en el pasillo. El presidente de la comunidad debe realmente llamar al contratista, a ver si arregla el tejado de una vez.

– Es muy apropiada esta lluvia, ¿verdad, Luis? El introito de hoy dice: «Destilad, cielos, vuestro rocío; lloved, nubes, al Justo…»

– Ni más ni menos que lo que ocurre. No te olvides de llevarte un paraguas, ¿eh?

– No te preocupes por Diego. El Señor vela por él. El padre Anselmo elevará una plegaria especial pidiendo protección para él.

Mientras se afeitaba, Bernal tuvo que hacer piruetas para verse en el espejo, ya que le faltaban fragmentos de azogue que se habían desprendido del dorso. ¿Qué había dicho Eugenia? Que comenzaban las Témporas de Adviento, es decir, período de penitencia. En verdad, les había tocado una mala racha. Desde que se había enterado del secuestro de Diego el domingo anterior, su sensibilidad había ido adoptando la grisácea fragilidad de la escoria.

Es posible que Paco tuviera razón: debería retirarse del caso. Ningún policía trabajaba bien cuando en medio de la investigación andaba complicado un miembro de su familia. Sin embargo, quedarse en casa era peor que el infierno, sin estar seguro nunca de que los colegas iban a hacer cuanto estuviese en su mano por liberar a su hijo. Si iba al despacho, por lo menos podía mirar los informes y los archivos, a ver si averiguaba quién era aquel abominable Melchor que quería apoderarse del país y que había comenzado por apoderarse del hijo de Bernal.