Mientras se vestía sonó el teléfono.
– Soy yo, Luchi. ¿Puedes hablar?
– Sí, Consuelo, sí puedo. Eugenia se ha ido ya a misa. Aún no sé nada. No quieren dejarme ir a Sevilla para que dirija personalmente la operación de búsqueda.
– Y tienen razón, Luchi. Para eso están tus colegas. A lo mejor los conspiradores lo que quieren es atraerte, para secuestrarte a ti también. Quédate donde estás.
– Ya nos han puesto escolta. A Eugenia no le hace ni pizca de gracia que un policía de paisano la siga a misa y a los demás sitios, aunque es seguro que este trabajo hará de él un hombre nuevo. Y eso que insistí para que los guardaespaldas esperasen abajo. No soportaba la idea de tenerlos aquí en casa.
– Volveré a llamarte, Luchi. Mientras tanto, ánimo, hombre.
Nada más colgar, volvió a sonar el aparato.
– ¿Jefe? Soy Elena -la joven parecía sin aliento-. Hoy he llegado pronto al periódico y he estado curioseando en el correo del director.
– ¡Por el amor de Dios, Elena, ten cuidado! No vayas a caer también tú. ¿Desde dónde me llamas?
– Desde un café que hay en la misma calle. Aún no ha llegado nadie al periódico y la mujer de la limpieza es muy simpática.
– ¿Qué has descubierto?
– Una carta matasellada en Estrella del Marqués, dirigida al director y con el sello «Confidencial» en la haz; lo que ocurre es que no he podido abrirla al vapor.
– Ya. El cortijo del marqués está cerca de allí. Me pregunto si tienen a Diego preso en él. Lástima que no pudieras arriesgarte a abrirla.
– En lugar de correr el riesgo de abrirla y que me localicen, la he birlado. Si usted o Varga se reúnen conmigo, la abren al vapor, la vuelven a cerrar y luego la llevan otra vez a Correos para que la entreguen en el reparto de media mañana. El director no tiene por qué saber que llegó a primera hora. Su secretaria no ha venido.
– Llamaré a Varga inmediatamente para que vaya a tu encuentro. Dime cómo se llama el café -anotó el nombre-. Muchas gracias, Elena, pero has corrido un riesgo de muerte. Quizá sea más seguro que te aparte de esto.
– Pero si no sospechan nada, jefe. Déjeme estar un poco más -suplicó la muchacha.
Bernal sopesó los pros y los contras.
– De acuerdo, pero a la primera señal de sospecha, ponte enferma, ¿quieres?
Luego de llamar a Varga, Bernal se guardó la pistola reglamentaria en la funda de la axila y corrió a ponerse el impermeable tipo comando y un sombrero flexible. Bajó los ocho pisos en la elegante cabina de caoba del viejo ascensor y se reunió con el policía de paisano en la portería.
– Buenos días, comisario, tengo fuera el coche oficial -dijo.
– De acuerdo. Vamos a trabajar -respondió Bernal en seguida; y pocos minutos después, mientras el coche avanzaba muy despacio entre el tráfico creciente, se sintió más expuesto a un balazo que si hubiera tomado el metro de Retiro a Sol.
Cuando llegaron por fin a Gobernación, Varga estaba ya de vuelta tras haber recogido la carta de manos de Elena. Bernal y Navarro fueron con él al laboratorio técnico y Varga se puso a trabajar inmediatamente con el sobre.
– Hace tiempo que dejamos de abrir las cartas al vapor, jefe -explicó- a pesar de lo que se diga. Se nota menos si se utiliza una varilla de acero reforzado y se introduce por la solapa inferior.
Bernal admiró su destreza cuando le vio enrollar la carta en el interior mismo del sobre, sin necesidad de despegar la solapa, y la fue sacando poco a poco. La abrió con unas pinzas.
– Habrá huellas, jefe. Utilizaré el método de autografía electrónica.
La carta estaba escrita con una florida letra anticuada y decía:
Distinguido amigo:
El envío ha llegado sin novedad y lo hemos depositado en la bodega. Comuníquenos por el medio de costumbre cuándo estima Melchor oportuno deshacerse de su contenido.
L.
– El sobre se mataselló en Estrella del Marqués ayer a mediodía -dijo Varga-. En el envés no hay ni nombre ni dirección del remitente.
– La carta es seguramente del marqués, ¿no crees, Paco? -observó Bernal-. La «L» corresponde sin duda a Lebrija. Los aristócratas suelen firmar sólo con el apellido familiar, no con el título -Navarro asintió en señal de conformidad-. El envío debe de ser mi hijo -prosiguió Bernal-, o sea que es posible que esté aún vivo y que se encuentre prisionero en la bodega del cortijo del marqués.
– Hay que avisar a Miranda en seguida -dijo Navarro-. La policía de Sevilla le ayudará a organizar una redada en el cortijo si se lo pides al jefe superior.
– Jefe, ¿vas a dejar que se entregue la carta? -preguntó Varga.
– Sí, llévatela. No creo que perjudique a nadie.
– Volveré a meterla en el sobre y nadie sabrá que se ha interceptado -replicó Varga-. La llevaré directamente a Cibeles para que la pongan entre los repartos del mediodía.
– Pienso que deberíamos servirnos de la autorización real para interceptar todo el correo dirigido a La Corneta, a la casa madrileña del marqués, a su cortijo sevillano, y al padre Gaspar y a la Casa Apostólica de Aranjuez. Me gustaría hacer lo mismo con la correspondencia del teniente general Baltasar, pero me parece que esto será más difícil de arreglar.
– ¿Qué me dices de los teléfonos? -preguntó Navarro.
– Sí, hay que conseguir una orden para que Telefónica ponga escuchas que graben las conversaciones de esos caballeros…
De vuelta en el despacho, Bernal y Navarro discutieron la posibilidad de organizar una operación para rescatar a Diego.
– Escucha, Paco: tanto si se le rescata vivo como si no, es una aventura que haría que los acontecimientos se precipitaran inoportunamente.
– Bueno, mejor para todos, jefe. Dará al traste con lo que tengan planeado para el seis de enero.
– No estoy convencido de que sea prudente, Paco. Huirían y no conoceríamos la identidad de todos, y los más se salvarían para planear ulteriores conspiraciones. Consultaré con el secretario del Rey; mientras, llama a Miranda y ve qué posibilidades hay. El que está en el lugar de los hechos suele ser el mejor juez en los casos como éste.
El secretario del Rey, cuando Bernal habló con él mediante el selector, estaba dispuesto a dejar que Bernal y sus compañeros dieran los pasos que creyeran oportunos.
A mediodía les llamó Miranda desde Sevilla.
– He rastreado los movimientos de tu hijo durante la noche del sábado, jefe. Se lo ligó una bailarina que se llama Elisa Moreno; se lo llevó del tablao flamenco en que estaban los demás estudiantes a un bar tranquilo que se llama El Cisne y que está en la misma calle del barrio de Triana. He interrogado al camarero y dice que Elisa tiene diecisiete años, que no la aceptan en ninguna parte de bailarina, que es drogadicta y que hace la calle. Se tomaron unas copas y se fueron a la una y media de la madrugada. El camarero piensa que se fueron a la casa de la chica, a juzgar por los achuchones que se daban.
– Entiendo -dijo Bernal con gesto ceñudo-. ¿Le seguiste la pista a esa zorrita?
– Estuve en una habitación que tiene alquilada en la plaza Miguel de Carvajal, pero la patrona, que tiene toda la pinta de haber hecho también la carrera en su juventud, dijo no haber visto a Elisa desde el sábado por la noche.
– ¿Registraste la habitación?
– Sí, pero está limpia, metafóricamente hablando; en sentido literal da asco verla.
– Supongo que a la Moreno le pagaron suficiente para que le tendiera al chico una trampa y que desapareciera luego durante un par de semanas.