– Más o menos. Dijo que era como una película «B» de Hollywood.
– Mi mujer dirá que ha sido gracias a la eficacia de la oración. ¿Os habéis llevado también a la chica?
– No, jefe. Diego dice que se negó de plano a escapar. Estaba muy mal a causa del mono, pues hacía tiempo que no se chutaba e insistió en quedarse atada y amordazada como los vigilantes del marqués les dejaron anoche. Prefirió hacer como que Diego se había escapado sin ayuda alguna.
– Pero la matarán si sospechan…
– Dijo a Diego que, de todas formas, la encontrarían donde quiera que estuviese y que la torturarían hasta matarla si escapaba con él. Esto es como un sindicato de mafiosos, jefe. Tienen memoria de elefantes.
– ¿A dónde vais ahora?
– Derechos al aeropuerto; Miranda, Lista y yo volaremos con Diego a Barajas en el primer avión que salga. Procuraremos que se afeite, se duche y se cambie de ropa antes de partir.
– Espero que las experiencias de estos días le hayan servido de escarmiento. Lo más seguro es que quiera recoger el equipaje que tiene en el hotel, aunque no tienes que permitírselo de ninguna manera, Ángel. El marqués descubrirá su fuga dentro de nada y alertará a sus contactos sevillanos.
– Tranquilo, jefe, lo protegeremos hasta el aeropuerto.
– No creo prudente que lo traigas aquí a Gobernación -Bernal se concentró con gran esfuerzo hasta que dio con una solución-. Llévalo a casa de su hermano, en plaza Castilla, al menos por el momento. Yo avisaré a Santiago que Diego está en camino y mandaré una escuadra de policías de paisano armados para que velen por su seguridad.
– De acuerdo, jefe.
– No vuelvas al periódico, Ángel. Tu identidad falsa se habrá ido a pique a estas horas. Puedes entregar la furgoneta a la policía de Sevilla. A partir de ahora y hasta el seis de enero, tú te encargarás de la seguridad de Diego.
Navarro entró en el despacho con una botella de coñac.
– ¿Una copa para celebrarlo, jefe?
– En seguida, Paco. Antes pensemos en las medidas de seguridad. Creo que lo mejor es que Eugenia vaya a casa de mi hijo casado, en la plaza de Castilla, y que pase allí la Navidad con Diego. Hay sitio de sobra y el piso está en la décima planta, es un edificio nuevo y será fácil de custodiar.
– Si lo prefieres, podríamos habilitar una de nuestras casas de seguridad de la periferia.
– No, no creo que sea conveniente. Estarán más seguros en Madrid y hemos de tener en cuenta lo próximas que están las Navidades. No querrán quedarse aislados en un lugar apartado. Voy a llamar a mi mujer para darle la buena nueva. Luego llamaré al secretario del Rey. Mientras tanto, sal y cómprame una botella de champán. Hay que celebrarlo a lo grande.
Una vez que Navarro se hubo ido, Bernal marcó el número de su casa.
– Está a salvo, Geñita, Ángel Gallardo lo ha rescatado. Ahora van camino del aeropuerto de Sevilla. Esta misma tarde estarán en Madrid.
– Estaba segura de que María Santísima intercedería por él, Luisito, y más hoy que es el día especial de esperanza en la venida del Señor. ¿Os preparo comida a los dos?
– No va a ir a casa, Eugenia, sería demasiado peligroso -cuando le explicó lo que había planeado, su mujer se negó de plano a cambiar de domicilio.
– Luis, yo no puedo pasar la Navidad en la plaza de Castilla. Está demasiado lejos de la iglesia. Y hago falta para ayudar allí en todos los preparativos.
– Pero ¿no te das cuenta de que te pueden secuestrar a ti en lugar de Diego?
– ¿A mí? ¿De qué les iba a servir yo? -dijo Eugenia con incredulidad-. Pero si tengo a ese policía de paisano que me sigue a todas partes. ¿No sería mucho peor que me quedara encerrada en casa de Santiago? Además, estoy preparándole el belén a nuestro nieto, como todos los años, para cuando venga a cenar con toda la familia en Nochebuena. Y recuerda que tenemos que ir todos juntos a la misa del gallo que oficiará el padre Anselmo. La portera y yo estamos limpiando los ornamentos dorados que se pondrá.
– ¡Por todos los santos, Geñita! ¿No te das cuenta de que este año las cosas no pueden hacerse como de costumbre? ¿Que estamos amenazados por todas partes?
– Paparruchas -replicó la mujer-. Pase lo que pase, yo haré lo que todos los años. Y si Dios quiere que me secuestren, hágase su voluntad; no podemos eludir lo que Él nos tenga destinado.
Bernal comprendió que su mujer estaba resuelta a no entender el problema, y que incluso adoptaba una actitud totalmente fatalista.
– Pero, Geñita, la mínima prudencia aconseja…
– ¡La cobardía querrás decir! -le espetó ella-. Y no quiero oír más insensateces. Voy a seguir haciendo lo que tengo por costumbre -manifestó con gran firmeza de intenciones-. Pero si prefieres que Diego se quede en casa de su hermano estos días -concedió empero-, por mí, de acuerdo; de todos modos yo me quedaré aquí como siempre.
Bernal se rindió y comprendió que tendría que organizar un sistema de seguridad más complejo para proteger a su familia en dos casas distintas hasta que hubiera pasado el seis de enero. En el caso de que el éxito coronase el intento golpista Magos, puesto que él estaba en la lista negra de los conspiradores, haría que sus hijos salieran del país.
Recordó entonces que tenía que llamar a Consuelo para contarle lo del rescate, y le dijo que procuraría dar esquinazo a su guardaespaldas a las tres de la tarde y que se reuniría con ella en el piso clandestino.
En el momento en que iba a utilizar el teléfono rojo con selector para llamar al secretario del Rey, sonó el otro teléfono, lo descolgó y comprobó que se trataba del inspector Ibáñez.
– ¿Nos vemos para comer, Luis?
– Va a ser difícil, Esteban, tenemos aquí un lío impresionante. Pero podemos tomar un aperitivo a eso de la una.
– Está bien. En Lhardy, abajo, en la parte de atrás.
Cuando volvió Navarro con una botella de Codorníu Etiqueta Negra y dos copas, Bernal le contó el problema creado con los detalles de seguridad.
– O sea, que a la señora Bernal no la mueven de allí.
– Ni con un tractor. Pienso por tanto que lo mejor será que me quede con ella mientras que mis dos hijos, mi nuera y mi nieto se quedarán bajo custodia en plaza Castilla. Esto es la caraba.
– ¿Por qué no damos un golpe de mano anti-MAGOS ahora mismo, detenemos al marqués y sus esbirros, los acusamos de secuestro y retenemos al padre Gaspar bajo arresto domiciliario en su convento por cómplice?
– ¿Y qué ocurrirá con el teniente general Baltasar? -preguntó Bernal-. ¿Quién se atreve a detenerle? ¿Y al director de La Corneta? La extrema derecha pondría el grito en el cielo. Sin embargo, consultaré con el secretario del Rey. No nos vendría mal detener a alguno de ellos en calidad de rehén.
Un poco alegre a causa del champán de la celebración, Bernal salió del despacho por Carretas, seguido de su guardaespaldas armado. Cuando se mezclaron con la multitud de transeúntes en Sol y pasaron ante la librería San Martín, Bernal no pudo por menos de recordar que había sido ante aquella misma librería donde el presidente de gobierno José Canalejas había muerto a manos de un anarquista en 1912, mientras contemplaba desprevenido los libros del escaparate. Tales son los riesgos de la curiosidad literaria, se dijo.
Las aceras de la Carrera de San Jerónimo estaban atestadas de gente que iba de compras y el guardaespaldas se pegó cuanto pudo al costado de Bernal. El gentío fue disminuyendo a medida que se acercaban a los notables y antiguos faroles destacados ante el célebre restaurante suizo. El guardaespaldas armado optó por quedarse vigilando en la puerta mientras Bernal buscaba al inspector Ibáñez en la parte trasera del establecimiento.
Una vez que se hubieron servido sendas tazas de consomé de un gran receptáculo caliente, más parecido a una urna que a una sopera, llamaron al anciano camarero, que tenía el aspecto de un mayordomo de otros tiempos, y le pidieron unas barquillas de riñones picantes, especialidad de la casa, que regaron con oporto.