Una vez que la atareada dependienta le hubo preparado medios kilogramos de varios turrones que fabricaban en la casa, Bernal volvió al frío viento de la calle y pensó cómo se las apañaría para dar esquinazo al guardaespaldas.
– ¿Le importaría pararme un taxi? Luego se podrá ir a comer. Nos encontraremos en Gobernación a las cinco.
– Tengo que ir con usted, comisario. Son las órdenes.
En aquel momento, uno de los nuevos taxis blancos con diagonal roja en los costados -el cambio más visible acaecido en Madrid desde que la ciudad tenía alcalde socialista- se detuvo a una brusca señal del comisario y éste cerró la portezuela tras meterse en él a toda prisa.
– No se preocupe -dijo al guardaespaldas-, llevo encima la pistola reglamentaria; además, voy sólo a cuatro pasos de aquí.
Al entrar en la calle Barceló, Bernal dijo al taxista que le dejara delante del teatro. Se dirigió entonces al piso secreto, donde encontró a Consuelo, que tenía un aspecto radiante y le recibió con una botella de champaña en la mano.
– Es francés, Luchi, y de los mejores: Krug 1971. Lo guardaba para esta ocasión -dijo, mirando con expectación los paquetes de Casa Mira. Bernal le entregó el más grande de ellos y abrazó a la mujer.
– ¡Con lo que me mola el turrón! Anda, abre la botella. La he tenido en el frigorífico -la joven se precipitó sobre el paquete y desató el envoltorio con avidez-. No vamos a esperar a Navidad. Vamos a celebrarlo por anticipado.
Bernal quitó el papel plateado y el alambre, mientras recordaba el único truco práctico que le había enseñado su suegro en toda su vida y que consistía en abrir las botellas de champán girando la botella, pero no el tapón. Por sorprendente que pareciera siempre daba resultado.
– Me alegro mucho de que todo haya salido bien -dijo Consuelo, que ya se había servido un trozo de praliné de chocolate-. ¿No es asombroso que Diego se escapara sin ayuda de nadie? Y precisamente cuando tus hombres llegaban.
– Bueno, nos evitó el escándalo de una pequeña escaramuza con los conspiradores -dijo Bernal.
– Y yo, por mi parte, puedo contarte por fin nuestro secreto -respondió ella excitada.
Bernal advirtió que Consuelo había usado el adjetivo posesivo con una entonación especial.
– ¿Nuestro secreto?
– Te lo he estado ocultando desde hace más de una semana, pero no podía decírtelo mientras andabas preocupado por tu hijo.
– Pero ¿de qué secreto hablas? -preguntó Bernal, sinceramente intrigado.
– Bueno, ya te dije que había pedido un permiso especial al banco, pero el director, que es un encanto, me ha propuesto una solución mejor. Me ha conseguido un traslado a Canarias, a partir de enero y durante seis meses, que pasaré en la sucursal de Las Palmas. Ya he alquilado un pequeño chalé en una de las lomas que dan a la ciudad, para no pasar tanto calor.
– ¿Te vas?
Bernal se sintió perdido y se preguntó qué haría sin ella. Se dio cuenta de pronto de cuánto debía a la tranquilidad diaria que ella le ofrecía. Y no se trataba tanto de la relación sexual, aunque había sido ésta lo más importante que había habido entre ellos durante sus primeros años juntos, cuanto del amor y compañía compartidos. Ella representaba todo lo que él no había tenido en su propia casa en los últimos cuarenta años.
Consuelo se echó a reír al ver la cara de desánimo, de desesperación incluso, que ponía Bernal.
– No voy a dejarte, bobo; sencillamente, me voy para evitar un escándalo.
– Pero ¿de qué escándalo hablas, demontre?
– Ya verás como no se organiza ninguno. Bueno, es que voy a tener un hijo tuyo -dijo por fin, con la cara resplandeciente de felicidad-. ¿Es que ni siquiera lo sospechabas?
Bernal se quedó de piedra y se derrumbó en un sillón.
– No te creo -murmuró.
– No pongas esa cara de susto, cariño. Estas cosas ocurren todos los días. Es de lo más normal.
– Pero tengo sesenta y dos años, ¿cómo voy a ser padre a estas alturas? -dijo, aturdido aún por la noticia.
– Pero yo no tengo más que treinta y tres. Ya verás como no hay peligro alguno. Vamos, Luchi, ¡era lo que yo siempre había deseado! Además, ya lo he preparado todo. Mi hermano y su mujer cuidarán de mamá, que ya sabes que anda muy delicada últimamente, y cuando yo vuelva con el niño, me traeré a una canaria para que haga de niñera y así podré volver a trabajar. Siempre puedo decir que el niño es adoptado, ¿no te parece? O que es un sobrino que estoy cuidando. En cualquier caso, hoy en día hay muchas madres que viven sin más compañía que su hijito, y habrá más aún con la nueva ley del divorcio.
La joven estaba tan eufórica que Luis ni siquiera se atrevió a preguntarle qué había fallado en aquellas «precauciones de costumbre» que ella le había dicho que tomaba, por no hablar ya de si había considerado la posibilidad de un aborto, aunque posiblemente se habría ofendido ante tal sugerencia. Y no por escrúpulos religiosos, puesto que Bernal sabía que Consuelo no era creyente, sino porque manifestaba todos los signos de querer ser madre. ¿Radicaba aquí la causa subyacente de su alegría, a pesar de todos los inconvenientes sociales con que tropezaría? Se dijo que tenía que divorciarse; la nueva legislación se había promulgado en verano, si bien la gente decía que los trámites eran muy engorrosos y lentos. Sin embargo, tenía que proponérselo.
– Le pediré a Eugenia el divorcio para que podamos casarnos.
Consuelo le dio un beso.
– Es una idea maravillosa, pero no lo conseguirías antes del dieciocho de julio.
– ¿Es esa la fecha prevista por el médico?
– Sí, y ahora se calcula con gran exactitud. Aunque me parece una fecha detestable para que nazca el hijo de una madre socialista. Ojalá sea prematuro, aunque sea de cuatro días.
Domingo Cuarto de Adviento
Bernal había dormido muy mal toda la noche: la cena de lentejas con chorizo que Eugenia le había recalentado y servido con un poco de vinagre aún se le quejaba en el duodeno sin haberla digerido. Además, le ponía nervioso el guardaespaldas que dormitaba en el recibidor en una tumbona y el saber que aún había otro, instalado abajo en el portal.
A las 6.30 puntual como un reloj, Eugenia se incorporó y apoyó los pies en el frío suelo de baldosas. Luis fingió dormir, mientras el viejo colchón de matrimonio, al que hacía ya muchos años le había crecido una incómoda y alargada joroba en el centro, subía y bajaba como un barco a merced de la marejadilla mientras Eugenia buscaba sus pantuflas. No tardó Bernal en oírle abrir la portezuela del armario del comedor para encender las luces de colores que decoraban la capillita de Nuestra Señora de los Dolores. Sabía él que Eugenia se pasaría allí rezando por lo menos veinte minutos, de modo que optó por levantarse y hacer una visita sorpresa a la casa de su hijo mayor para saber cómo andaba allí la seguridad.
Procuró no hacer ruido en la cocina, al encender el cochambroso calentador de gas, pero el policía de seguridad le oyó y dijo:
– ¿Es usted, comisario?
– Sí, voy a vestirme y dentro de media hora saldré para la plaza de Castilla.
– Pediré el coche, señor comisario. A las siete y media cambiamos el turno.
– En tal caso esperaremos a que llegue el relevo y de paso dejaremos a mi mujer en la iglesia. Desayunaremos en el bar de al lado, si está abierto.