– ¿Cómo llegarán Sus Majestades? -preguntó Bernal.
– En el helicóptero real, desde la Zarzuela. Ya sabe que al Rey le gusta pilotarlo.
– Supongo que le protegerá alguna unidad de la Aviación.
– Sí, desde luego. Normalmente aterriza en los jardines del Campo del Moro.
– ¿Qué hay de la radio y la televisión? ¿Retransmitirán todo lo que ocurra?
– Sí, como siempre. Televisión tendrá cámaras en la plaza de la Armería para retransmitir el momento en que el Rey pase revista a la guardia, en la Gran Escalinata para emitir la llegada de los invitados, y también en el Salón de Columnas. Radio Nacional, la SER y otras emisoras tendrán también algunos locutores para transmitir los actos en directo. Si quiere acompañarme y verlo personalmente, en este instante están instalando los aparatos y probando las conexiones.
Bernal siguió al funcionario por el amplio patio interior que llevaba a la Gran Escalinata, coronada por una espléndida cúpula de piedra de Colmenar decorada con un fino fresco napolitano representando El triunfo de la Religión y la Iglesia.
– Había olvidado que era tan magnífica -murmuró Bernal al secretario-. Fue en esta escalera donde Napoleón dijo a su hermano José: «Vous serez mieux logé que moi» («Vais a estar mejor alojado que yo»), ¿verdad?
– Así fue, comisario. Y, si no me equivoco, cuentan también que se agarró a uno de esos leones de mármol y exclamó: «Je la tiens enfin, cette Espagne si désirée» («Por fin tengo a esta España que yo tanto ambicionaba»).
– Pero no pudo retenerla mucho tiempo, gracias a los madrileños -comentó Bernal.
– Ayudados por el duque de Wellington y los ingleses -agregó el secretario sonriendo-. A cada uno hay que reconocerle lo suyo…
En aquel momento venía hacia ellos un lacayo con esa manera de andar intermedia entre la solemnidad y el ir pisando huevos que Bernal suponía limitada ya a la servidumbre real; quizás inconscientemente tales andares se transmitían de generación en generación.
– ¿Qué ocurre, Fernando? -preguntó el secretario.
– Es una llamada muy urgente para el comisario Bernal, señor. El comisario podrá atenderla en el despacho que hay junto a la puerta de los visitantes.
Bernal cogió el auricular y oyó el jadeo de uno de los policías de escolta al otro lado del hilo.
– Comisario, estoy en un café de la plaza Mayor. Su nuera quiso llevar esta mañana a su nieto de usted al mercadillo navideño que hay aquí, y yo les acompañé, pero ahora los he perdido entre el gentío.
– Voy inmediatamente -dijo Bernal-. ¿Ha pedido refuerzos?
– Sí, comisario. He telefoneado a los compañeros de plaza Castilla para que pidan relevo y vengan aquí, porque ellos conocen a su nuera.
Bernal explicó al secretario del Rey lo que ocurría.
– Será mejor que vaya en seguida, comisario. Téngame al tanto.
Bernal tomó un taxi en Bailén y junto con su guardaespaldas se desplazó por las callejuelas que llevaban a la calle Mayor. Al llegar a la esquina occidental de la plaza despidieron al taxi y echaron a correr por entre el gentío y los puestos donde se vendían acebo, hiedra y muérdago, figurillas de la Sagrada Familia para belenes, y un ruidoso surtido de trompetas y tambores que miles de menudos compradores, o presuntos compradores, probaban con entusiasmo.
Bernal sufrió un ataque de desesperación y dijo al policía de escolta:
– Es imposible con tanta gente. Lo mejor será cubrir las salidas de la plaza. Hay ocho salidas y es zona peatonal, de modo que reúnase con sus compañeros y organice el bloqueo.
Pronto tomaron contacto con el guardaespaldas de Mercedes, el cual se ruborizó al ver a Bernal.
– Fue el niño, jefe, que se nos escurrió como una anguila. Su nuera fue tras él y entonces perdí de vista a los dos.
– Si controlamos a tiempo todas las salidas -dijo Bernal-, seguro que damos con ellos.
Cuando se hubieron tomado todas las medidas indicadas, Bernal resolvió dirigirse al centro de la abarrotada feria, donde se alzaba la célebre estatua ecuestre de Felipe III, que en los últimos años se había convertido en punto de reunión de pasotas, músicos sin trabajo y drogadictos. Pensó que Mercedes habría ido tal vez allí para gozar de una mejor panorámica desde el pedestal.
No se le escapó la posibilidad de que los miembros de la organización Magos hubieran aprovechado la ocasión y se hubieran llevado a su nieto. Eran muy capaces de hacerlo, la verdad sea dicha, pero el motivo de tal acción comenzaba a no entenderlo. Había comunicado ya al Rey toda la información que había reunido y era muy escasa la que quedaba por descubrir. Sin embargo, los conspiradores no parecían haberse percatado plenamente de esta circunstancia. Seguían comportándose como si él constituyera un peligro para sus planes.
No cedió a la natural tentación de buscar por los callejones de los cientos de puestos rodeados de alegres compradores. Habría sido absurdo y sembrado la confusión.
Miró a su alrededor cada vez más desesperado, con los oídos aturdidos por la algarabía de distintos villancicos que surgían de los altavoces y entre los que destacaba la antigua melodía alemana O Tannenbaum con texto castellano.
De pronto apareció una cabecita bajo el toldo del puesto que tenía más cerca, oyó una voz que gritaba: «¡Yayo, yayo!», y una trompeta de juguete le sonó en la cara.
– ¡Enrique! ¿Dónde estabas? ¿Y dónde está mamá?
Cogió al niño en brazos y lo estrechó contra el pecho.
– Cómpramela, yayo -pidió el pequeño, que se puso a besarle afectuosamente.
En aquel momento apareció Mercedes con aspecto de preocupación y empezó a regañar a Enrique, que hizo caso omiso de sus reproches.
– ¿Y por qué no le llevamos esos reyes a la abuelita, para que los ponga en el belén? -el niño se inclinó y señaló tres figurillas policromadas de Melchor, Gaspar y Baltasar.
Festividad de San Silvestre, papa y confesor
Nochebuena y Navidad habían transcurrido sin el menor contratiempo y Bernal y su grupo aguardaban a que La Corneta publicase la orden final que pondría en marcha el plan Magos. Las fiestas entraban en su segunda etapa; la primera había sido Nochebuena, con las celebraciones de rigor precedidas por el sorteo de la Lotería Nacional, cuyo gordo había enriquecido aquel año a casi todos los habitantes del pueblo cacereño de Navalmoral de la Mata, y la reunión de las familias más tradicionales y devotas para asistir a la misa del gallo.
La segunda etapa, la de Nochevieja, la tenían ya encima; los madrileños más animosos se reunirían aquella noche en la Puerta del Sol, cada uno con las doce uvas en la mano, en espera de que el reloj del edificio de Gobernación diese las doce campanadas, momento en que formularían sus deseos para el Año Nuevo. Acto seguido, se apoderaría de todos un renovado espíritu de regocijo y se lanzarían por las calles con sombreritos de colores, narices y bigotes postizos, haciendo ruido con tambores y trompetas de juguete, tirando serpentinas y soplando matasuegras a los viandantes que menos se lo esperaran.
Bernal permanecía en el despacho con Navarro, Miranda y Lista, y entre todos repasaban los planes de protección previstos para la celebración de la Pascua Militar el seis de enero.