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– ¡Esperemos que no nos corten la línea! -bromeó Bernal al despedirse.

Repantigado en el asiento del taxi que le habían pedido para que le recogiera en la Puerta de Somontes, Bernal se preguntaba cuántas molestias e inconvenientes iba a depararle aquel servicio real. En los seis años de existencia de la restaurada monarquía borbónica se habían hecho muchas y rápidas reformas en el Gobierno, la Administración y las instituciones, pero casi ninguna en lo relativo a los individuos. Reflexionó, con cierta sorpresa, a propósito de que el período de transición que los españoles vivían era ya mucho más largo que el iniciado con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931 y abortado por la rebelión franquista del 18 de julio de 1936, en el cual se habían intentado grandes reformas -demasiado grandes, pensó- que la guerra civil había reducido a escombros. La mayor parte de los últimos cambios sociales habían tenido lugar en los años postreros de la dictadura de Franco, aunque habían tenido poco que ver con ella directamente: el llamado boom de los años comprendidos entre el cincuenta y tantos y el final de la década de los sesenta, testigos del rápido proceso de industrialización y secularización de la sociedad española. ¿Permitirían los poderes fácticos, como la prensa llamaba al Ejército, la Iglesia, los banqueros y empresarios, que se llevasen a cabo las reformas inherentes a la nueva Constitución de 1978? No, desde luego, si se tocaba alguno de sus intereses básicos. La intranquila tregua que se vivía a la sazón atribuíala él a un conflicto de intereses entre los distintos elementos constitutivos de los poderes tácticos, cuyas fuerzas unidas podrían derrotar fácilmente, pensó Bernal, a los partidos políticos que parecían haberse convertido en castrados tigres de papel desde la intentona golpista de 23 de febrero de 1981, del «23-F», como la apodó la prensa.

Festividad de San Andrés, apóstol

(30 noviembre)

El lunes por la mañana, el comisario Bernal tomó su acostumbrado segundo desayuno diario en el bar de Félix Pérez, tras haber mordisqueado apenas el rancio pan frito con aceite casero (del que su mujer era proveedora), y haber sorbido un poco del sucedáneo de café que Eugenia preparaba moliendo bellotas tostadas. Cada vez que entraba en el bar, se quedaba más consternado al ver las reformas, ostentosas y un tanto chabacanas, que se habían hecho en el interior, invadido ahora por dos relucientes máquinas electrónicas, la una bautizada Crash Road, la otra Hell Drivers; lamentaba que de la pared del fondo se hubieran quitado los recuerdos futbolísticos del Real Madrid, así como la desaparición de las banderitas blancas con el escudo de Castilla que los habían coronado. ¿Irían a cambiarse todos los antiguos rincones por plástico y acero inoxidable para que su nieto no llegara a ver jamás aquel Madrid que incluso en días de grave penuria había sabido conservar de su pasado tantas cosas pequeñas pero dignas de ser apreciadas? En fin, en vista de lo urgente que era explicar el encargo del Rey a los miembros de su grupo, decidió no demorarse más ni con meditaciones ni con la lectura de La Hoja del Lunes.

A las ocho y veinte llegó Bernal a su viejo y algo destartalado despacho del edificio de la Puerta del Sol, que en el curso de unos meses abandonarían definitivamente para instalarse entre los vidrios ahumados y el aluminio, brillantes pero impersonales, del nuevo edificio del barrio de Chamberí. La antigua Dirección General de Seguridad, reestructurada en la primera época de la dictadura de Franco, se había rebautizado con el nombre de Dirección de la Seguridad del Estado y sus partes constitutivas habían sido objeto de una reorganización. Como casi siempre que se emprendían reformas en la Administración, se ascendió a buena parte de la plantilla, se contrató personal nuevo y hubo que construir más edificios. Hasta la antigua Policía Armada, con sus uniformes grises, había cambiado el nombre por Policía Nacional y había adoptado una indumentaria de color pardo con boina marrón oscuro. Bernal no era ajeno a la tradición madrileña y española en general de poner pintorescos apodos a los guardias, desde los «guindillas», cuando era niño, pasando por los «grises» de Franco, hasta llegar a los «marrones», de hoy, si bien en un bar de trabajadores de su nativo barrio de Lavapiés les había oído llamar al principio, con donoso juego de palabras (aunque un poco largo) los «cafés con porras».

Bernal encontró ya trabajando a su inspector más antiguo, Francisco Navarro, en el despacho exterior, como siempre se lo había encontrado desde hacía cinco lustros.

– Buenos días, jefe. Estoy terminando el informe sobre ese homicidio que ha habido en un piso de Vallecas. Te lo pasaré a media mañana para que lo revises.

– Me alegro de que hayas venido tan pronto, Paco. Tendremos que limpiar los escritorios y hacer sitio a un caso de importancia que nos ha llovido de pronto. Pero antes ven al despacho interior y cierra la puerta.

Bernal estaba bastante seguro de que Navarro no pondría la menor objeción al encargo real. Hombre imperturbable y discreto, era básicamente un oficinista nato que apenas si dejaba el despacho, donde sobresalía en la ordenación de los detalles de cualquier caso en ficheros y expedientes. Frisaba ya en la cincuentena y había servido a Bernal con fidelidad canina mientras sostenía una familia de diez hijos que estaba bajo la firme custodia de Remedios, su animosa cónyuge.

– Tenemos un trabajo de lo más insólito, Paco, pero en el que la participación va a ser del todo voluntaria. En este sentido quiero insistir en que nadie del grupo está obligado a colaborar.

Navarro pareció sorprenderse un poco, pero no reveló ninguna otra emoción mientras Bernal le bosquejaba la petición que le había hecho el secretario del Rey. Bernal no había cavilado mucho acerca de la filiación política de los miembros de su grupo y, desde luego, jamás había hecho preguntas al respecto, pero estaba bastante seguro de poder confiar en la lealtad profesional de Navarro.

– Creo que hay que aceptar, jefe. En realidad es un gran honor que se haya pedido nuestra colaboración.

– Paco, es un alivio oírtelo decir. No me importa confesar que la petición me ha causado un buen dolor de cabeza. Yo me temo que la principal responsabilidad afecta al futuro profesional, pero al vuestro, no al mío, dada mi edad. En última instancia, si la investigación no sale bien…

– ¿Cuándo no ha salido bien? -exclamó Navarro en son de broma-. Lo único que tendremos que hacer es andar con cautela. En cualquier caso no se espera que obremos en consecuencia una vez que descubramos algo, sólo que sirvamos de «segundo canal» de información.

– Así lo deseo de veras -dijo Bernal-. ¿Cómo crees que reaccionarán los demás? ¿Tenemos alrededor algún extremista de izquierda o de derecha?

– Estoy seguro de que no -Navarro titubeó un poco-. Bueno, claro, está el padre de Elena Fernández. Es muy de derechas. Pero ella es una muchacha sensata, entregada a su profesión.

Bernal había estado preocupado a causa de la inspectora Fernández incluso mientras se encontraba en el palacio de la Zarzuela el día anterior, pero, tras reflexionar un rato, se inclinó también por el punto de vista de Paco.

A través del vidrio de partición que les aislaba del despacho externo, Bernal vio que acababan de llegar a Gobernación otros dos miembros del grupo: el inspector Juan Lista, inconfundible por su alta estatura y su cara de aldeano, y el inspector Carlos Miranda, cuyo aspecto era más bien corriente y moliente.

– Paco, dile a Lista que pase. Prefiero darles las explicaciones uno por uno. Mientras tanto, ahí tienes la autorización real que se te tenía preparada; quisiera que echaras una ojeada al expediente que me entregó el secretario del Rey.