En aquel momento entró una serie de carrozas sobre chasis de tracción moderna, entre las que destacaban una con una jaula de pavos reales vivos, que había cedido el Parque Zoológico, y que, a juicio de Bernal, tenían que estar muertos de frío, y otra con una portería futbolística y un sujeto disfrazado de naranja -el Naranjito que simbolizaba los Mundiales de fútbol que se celebrarían en España al año siguiente- y haciendo exhibiciones con un balón.
Aparecieron a continuación un grupo de muchachas tocando la flauta, tres camellos de verdad cargados de regalos y por fin las tres carrozas de los Reyes Magos. La primera la de Melchor, que iba sentado bajo un baldaquino de oro y portaba un cofrecillo engastado en piedras preciosas; iba arrojando al pasar monedas y caramelos a los niños de la multitud, que lo acogieron con aplausos. Bernal advirtió que el que hacía de Melchor era un hombre muy entrado en años. Estaba al tanto de las disputas que se organizaban entre los concejales veteranos por tener el honor de representar aquellos venerables papeles.
Se puso al habla por radio con los hombres que había colocado alrededor de la plaza y todos le informaron que no había novedad. Busco entonces la frecuencia de la Zarzuela y el secretario del Rey le comunicó que los grupos de vigilancia sitos en los accesos a la capital habían informado otro tanto, al margen de las actividades normales de las fiestas.
En aquel momento hizo su aparición la segunda carroza y Bernal vio que era la de Gaspar, sentado bajo un baldaquino de plata y con un incensario; saludaba al gentío amablemente de vez en cuando. A los costados de las dos primeras carrozas de los Reyes desfilaban sendas hileras de soldados ataviados con uniforme azul. Cuando la carroza del segundo Rey Mago llegó a la altura de la estatua en que se encontraba Bernal, vio éste de cerca las facciones del concejal encargado de representar aquel papel. ¡Santo Dios, era el padre Gaspar! ¿Qué diantres hacía aquel hombre vestido de aquella manera y dónde estaba el concejal a quien le correspondía estar allí?
Bernal se preguntó de pronto quién sería el primer Rey Mago. ¿No se trataría de Hermann Malthius, disfrazado de Melchor? Estableció contacto con la Zarzuela para comunicar sus sospechas al secretario del Rey y pedirle hiciese averiguaciones en el punto de salida de la cabalgata para ver dónde se había efectuado la substitución. Acto seguido, cambió la frecuencia del transmisor portátil para hablar con sus hombres apostados en la plaza y les advirtió vigilasen cualquier actividad sospechosa en las carrozas de los Reyes Magos. Pese a todo, la de Gaspar, según pudo ver, siguió adelante, el prior disfrazado saludó a la Reina y sus hijos de la manera más benigna y salió por fin de la plaza por la calle que conducía a la plaza de la Villa, donde estaba el Ayuntamiento.
La tercera y última carroza entraba ya en el campo visual del comisario: Baltasar, con la cara tiznada y corona de rubíes, alzaba un recipiente de mirra con las manos enguantadas y sonreía a la multitud. ¿Sería posible? ¿Cabía pensar siquiera que la organización MAGOS llevase las cosas hasta un extremo tan increíble? Bernal estiró el cuello para verle mejor la cara. Sí, estaba seguro, era el teniente general Baltasar, disfrazado de quien su nombre indicaba. También él arrojaba regalos a los niños de la plaza y saludó a la familia real, que miraba desde el balcón engalanado con el escudo monárquico.
¿Qué objetivo tenía aquello?, se preguntó. Nada amenazador para la familia real había en aquella absurda pantomima, pues de esto sin duda se trataba. De pronto, una idea le relampagueó en el interior de la cabeza y se puso a mirar atentamente a los trescientos o cuatrocientos hombres que escoltaban las carrozas de los Reyes Magos. Según el programa, estaban ataviados con los diversos uniformes históricos de la policía, muchos de ellos desconocidos para la multitud allí reunida. Antes, en la primera parte de la cabalgata, había advertido la serie de uniformes de la Guardia Civil, desde el siglo dieciocho hasta el presente, a los que habían seguido los de los restantes cuerpos de seguridad pública: los guindillas del conde de Romanones, la Guardia de Asalto de la Segunda República, la Policía Armada del franquismo y la actual Policía Nacional. Al principio había creído que los hombres que llevaban el uniforme azul eran la guardia personal de los Reyes Magos, pero en aquel momento se percató de que iban vestidos con el uniforme azul de insignia roja en forma de puñal que era el símbolo de la Casa Apostólica. ¡Naturalmente! Aquél era el objeto de tan complicada substitución: introducir a las tropas rebeldes en la ciudad sin que las autoridades se dieran cuenta. ¡Qué necio había sido!
Se puso al habla inmediatamente con el palacio de la Zarzuela:
– Los que se hacen llamar MAGOS están aquí. Las tropas rebeldes están en la ciudad. En este momento se dirigen a la Casa de la Villa y los cuarteles cercanos. Estarán bien situados para asaltar mañana el palacio de Oriente.
Horas después, cuando Bernal y sus hombres volvieron agotados al despacho de Gobernación, Navarro les comunicó que los tres concejales que habían creído que disfrutarían del honor de representar a los Reyes Magos de Oriente, habían sido descubiertos atados y amordazados en paños menores en una jaula vacía del viejo zoológico del Retiro. Por suerte, sólo su dignidad municipal había sufrido daños.
Epifanía del Señor
Día de la Manifestación de Nuestro Señor Jesucristo a los Reyes Magos y los gentiles, pensó Bernaclass="underline" esto era lo que significaba. Paseaba arriba y abajo por el pasillo de la parte oriental del palacio de Oriente, esperando que todas las demás precauciones que él y el secretario del Rey habían convenido con la JUJEM evitaran el golpe. Sabía que una sección especial de cincuenta miembros de los GEO y un destacamento de trescientos números de la Policía Nacional estaban ocultos en la planta de entresuelo inmediatamente superior a las salas oficiales en que se iba a celebrar la Pascua Militar.
El secretario le había dicho que el Rey había decidido proceder como de costumbre, y en aquellos momentos, a las nueve en punto de la mañana, se encontraba ya con la Reina en la capilla real, oyendo misa.
Bernal, desde el pasillo, podía oír al capellán, que recitaba las palabras del introito del día: «Ecce advenit dominator Dominus: et regnum in manu ejus, et potestas et imperium» («ved que llegó ya soberano el Señor; en su mano están los reinos y los imperios»). Muy nefasto, pensó Bernal, si se aplicaba sólo al contexto temporal.
Se aseguró una vez más de que sus hombres estaban apostados en la Gran Escalinata y el Salón de Columnas, y advirtió que los invitados comenzaban a subir. Había insistido ante el secretario del Rey que a todos los militares, que eran mayoría entre los invitados, se les pidiese que dejaran las armas en el vestíbulo con el pretexto de que la antigua costumbre hispana no permitía que nadie estuviese armado en presencia del Rey. Había hecho instalar asimismo un detector de objetos metálicos junto a la puerta, y a todos los civiles que, al pasar, provocaban el pitido de alarma de la máquina, Miranda y Lista los conducían aparte y les rogaban vaciasen los bolsillos.
Sus Majestades salieron de la capilla en aquel momento. La Reina llevaba un vestido de gala blanco con un hermoso collar de grandes esmeraldas engastadas con diamantes blancos, mientras que el Rey llevaba el uniforme de capitán general, adornado con el collar del Toisón de Oro y la faja y estrella de comendador de la Orden de Carlos III.
Bernal inclinó la cabeza cuando pasaron. Doña Sofía se detuvo al llegar a su altura y se le acercó.