– ¿Comisario Bernal? -dijo-. Queremos darle las gracias por todo lo que ha hecho. Es algo que no olvidaremos. Tengo entendido que su hijo y toda su familia están a salvo. No sabe cuánto nos alegramos.
– Gracias, Majestad.
El Rey bajaba ya por la Gran Escalinata para pasar revista a la guardia de honor formada en la plaza de la Armería, en tanto que la Reina esperaba en el Salón de Alabarderos charlando amistosamente con los invitados. Bernal pudo oír los lejanos compases de la Marcha Real que la banda militar comenzó a tocar cuando el Rey apareció en el lugar del desfile.
Miranda apareció en aquel momento.
– Jefe, ¿qué hay de la guardia de honor? Dice el mayordomo que suele formar en la Gran Escalinata y en el Salón de Alabarderos para presentar armas al Rey cuando éste llega para dar comienzo a la ceremonia.
– Bueno, hoy va sin armas, o, por lo menos, las armas no deben estar cargadas.
– Pero es que no hay tiempo de descargarlas, jefe. Son más de trescientos hombres.
– Es de vital importancia que dejen las armas en la puerta, como todos los demás. Hablaré inmediatamente con el secretario del Rey y el jefe de Seguridad al respecto.
Tras una acalorada discusión, prevaleció la opinión de Bernal y entre él y Miranda comprobaron la entrega de las armas cuando terminó el breve desfile. Cuando la dotación formó en el interior, Bernal advirtió con alarma que la sección que tenía que formar dentro del Salón de Columnas estaba al mando del coronel de artillería de la academia de Ocaña.
– Por favor, diga a sus hombres que dejen los fusiles y pistolas aquí -le dijo Bernal.
El militar empezó a protestar, pero el secretario del Rey salió en apoyo de Bernal.
– Es la costumbre, coronel. En la sala del trono nadie debe llevar armas en presencia del Rey.
Tras mucho murmurar y protestar, los mandos accedieron y todas las armas quedaron a buen recaudo en el recibidor de la planta baja. Cuando todos hubieron subido por la escalera, Bernal llamó aparte a Miranda.
– No va a ser fácil, Carlos, pero hay que comprobar a toda prisa la culata de los fusiles de la gente de Ocaña.
– De acuerdo, jefe. Aunque no tenemos mucho tiempo. Lo que buscamos es rastros de sangre o de pelo en los resquicios de las armas, ¿no?
– Sí. Hay que mirar sobre todo las culatas, a ver si encontramos de una vez el arma con que se provocó la muerte del hermano Nicolás. Hay aquí unos cuantos jefazos que todavía creen que España es un coto de caza privado y que se consideran por encima de la ley, pero no estoy dispuesto a que triunfe la injusticia y se pueda delinquir impunemente. Por lo menos, es deber nuestro el impedirlo.
Habían inspeccionado ya la mitad de los fusiles cuando Bernal lanzó una exclamación y llamó a Miranda.
– Echa un vistazo a éste -dijo con excitación-. ¿Ves esas muescas irregulares en el borde y esas manchas oscuras en la contera? ¿No tendrás una lupa encima?
Miranda sacó del bolsillo una pequeña lupa de relojero y, tras coger el fusil por el cañón, examinó detenidamente la culata.
– Aquí, en esta hendedura, hay tres pelos muy pequeños, jefe. Es posible que sea el arma homicida.
– Sigue sujetándola por el cañón y no la envuelvas con nada para que la fricción no destruya la prueba. Llévala inmediatamente a Varga para que la compruebe en el laboratorio. ¿Se ve claramente el número?
– Sí, jefe.
– Lo buscaremos entonces en el registro correspondiente. Hay que saber quién tiene asignado el fusil.
Mientras llevaban a cabo la rápida inspección, la ceremonia había comenzado en el Salón de Columnas bajo los molestos focos instalados por el personal de televisión. Bernal se colocó en un punto estratégico junto a una pequeña escalera que llevaba al entresuelo y desde donde observó el imponente espectáculo.
El primero en tomar la palabra fue el ministro de Defensa, que pronunció un discurso de una hora, en que hizo recuento del año militar transcurrido y se extendió largamente sobre la futura entrada de España en la OTAN y sobre el nuevo papel que iban a desempeñar las fuerzas armadas en la defensa de Occidente; en términos generales, como es costumbre en los políticos, dijo pocas cosas con muchas palabras. Los generales, jefes y oficiales allí congregados, así como los ministros que estaban presentes, a duras penas podían reprimir su aburrimiento, mientras el Rey y la Reina, en el estrado real, se mantenían atentos e impasibles.
Cuando terminó el ministro, hubo un momentáneo movimiento de pies y tosecillas y el teniente general Baltasar se acercó a los micrófonos. Como jefe de la primera región militar le correspondía hacer una manifestación de lealtad. Bernal advirtió que la atmósfera se condensaba mientras el general sacaba del bolsillo un grueso fajo de notas.
– Majestades -comenzó solemnemente-, señor presidente del Gobierno, señores miembros del Estado Mayor y compañeros todos: en los últimos años hemos visto que la patria se acercaba al borde del abismo. El territorio español se ha fragmentado en regiones, la delincuencia crece sin que se le ponga freno, la economía se viene abajo de manera catastrófica. Estamos en una situación que no puede continuar. Necesitamos un Gobierno de salvación nacional, en que participen todos los partidos políticos y con un hombre enérgico en cabeza.
Un estremecimiento de expectación recorrió la sala. ¿Iba a haber un pronunciamiento militar? El Rey y la Reina seguían impasibles. El jefe del grupo de televisión se acercó a Bernal y le susurró:
– ¿Seguimos emitiendo?
– Sí, nada de censuras. Pero recuerde que también hay que emitir el discurso del Rey. Es posible que se intente cortar la emisión cuando termine de hablar el teniente general.
– Con profundo dolor, Majestades -prosiguió Baltasar-, me veo en la necesidad de comunicaros que algunos de nosotros nos hemos sentido en la obligación de impedir el derrumbe total de España; un derrumbe que no es cuestión de meses, ni de días, sino de horas -los presentes volvieron a removerse con inquietud y el presidente del Gobierno se puso a cuchichear con el ministro de Defensa-. Permitid que os asegure a todos que no es nuestra intención dar ningún golpe de Estado, ni instaurar una dictadura castrense, que, a fin de cuentas, constituiría un delito sin previo consentimiento de la Corona, sino exigir la inmediata formación de ese Gobierno de concentración que casi todos los partidos políticos, incluido el comunista, han pedido más de una vez. Sólo de este modo podremos atajar la creciente ola de vergüenza e incertidumbre que asola a la patria, que nos hunde en el fango de la inmoralidad y nos hace morder el polvo del deshonor.
Los militares presentes, todavía inmóviles, fueron otra vez presa de un nuevo estremecimiento.
– Emplazo aquí a todos para que apoyen cuanto decida hoy el Rey y para que, si quiere concederme tal honor, se me reconozca, no como un dictador militar, no como un nuevo caudillo, sino como presidente de un enérgico consejo de ministros civiles, elegidos por sus cualidades de entre todos los partidos con representación parlamentaria: un nuevo y auténtico Gobierno de hombres de talento.
Cuando terminó la arenga se impuso un silencio de muerte y Bernal miró por la ventana lo que ocurría en la plaza de Oriente. La gente comenzaba a concentrarse en las puertas de palacio que daban a la calle Bailén. Se preguntó si serían contingentes de MAGOS que acudían para presenciar el golpe.
El general rebelde volvió a su puesto, en la primera fila de los militares presentes, algunos de los cuales le felicitaron por sus palabras y le estrecharon la mano.
Qué casta tan singularmente selecta, pensó Bernal. Vivían y trabajaban totalmente aislados del resto de los ciudadanos en sus propios cuarteles y campos de entrenamiento, con barrios y pueblos construidos especialmente para sus mujeres e hijos, y que contaban incluso con colegios y academias propios. Eran toda una élite, y no precisamente reducida: con más de 1.300 generales y 25.000 jefes y oficiales al mando de cientos de miles de reclutas que prestaban servicio en los tres ejércitos, la cúpula de mando española era más numerosa que la de todos los países de la OTAN juntos. Esta flor y nata de la sociedad española disponía de sus propios economatos, tenía sus propios lugares de descanso en la playa y en el monte y contaba con medios de transporte exclusivos. Y todo se lo pagaba el Estado, es decir, el resto de los ciudadanos, a cambio de defender a esa sociedad con unas armas que ésta había costeado.