En aquel momento, el Rey avanzó con solemnidad hacia los micrófonos. Bernal advirtió que la tensión aumentaba. ¿Aprobaría Don Juan Carlos aquel pronunciamiento, el último de una larga serie de tales declaraciones que se remontaba hasta el siglo dieciocho e incluso antes?
Mientras el Rey se situaba ante los micrófonos, Bernal comprobó por la ventana que la multitud de fuera alcanzaba grandes proporciones; ocupaba ya los jardines de la plaza de Oriente y de la plaza de la ópera se acercaban nutridos contingentes.
Don Juan Carlos abrió la carpeta donde tenía el texto del discurso preparado mientras Doña Sofía se situaba a su lado con sencilla dignidad.
– Señores -dijo-, el ministro de Defensa nos ha recordado los progresos del año militar recién transcurrido. Pronto estaréis ante la perspectiva de ingresar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y de participar de manera activa en Europa, en la defensa conjunta de los valores de Occidente. Las Reales Ordenanzas que promulgué dentro del marco de nuestra Constitución han dado hasta ahora excelentes resultados en términos generales, a despecho de algunos pequeños problemas locales en la interpretación de su aplicación -esta velada alusión a la toma temporal del Congreso de los Diputados en febrero de 1981 despertó algunas sonrisas-. España -prosiguió-, como todos los demás países de Europa y del mundo libre, sufre una recesión económica que conlleva muchos problemas sociales. Ninguna de estas dificultades es exclusiva de España; todas ellas se dan en mayor o menor medida en el resto del mundo al que pertenece.
El jefe del grupo de televisión se acercó a Bernal y le susurró:
– No sabemos qué ocurre, pero nos han cortado el fluido eléctrico; hemos empalmado inmediatamente con el generador de emergencia que tenemos en el camión.
– Sigan emitiendo a toda costa. Opónganse a cualquier intento de cortar la transmisión.
El Rey continuó y pasó revista a los cambios políticos acontecidos en el país desde la muerte del general Franco, así como a los incontables sacrificios realizados por las fuerzas armadas y la policía, sobre todo en el País Vasco. Bernal advirtió que la multitud de fuera había alcanzado ya proporciones gigantescas. ¿Serían todos falangistas y extremistas de derecha que habían acudido a instancias de los MAGOS para apoyar el planeado cambio de Gobierno? Tenía ya el aspecto de las conocidas manifestaciones que se celebraban anualmente en aquella misma plaza el 20 de noviembre. ¿Ondearían las banderas nacionales, se gritaría «¡Viva Franco! ¡Arriba España!» y se exigiría que el teniente general Baltasar se asomase a los balcones?
El Rey cerró la carpeta de tafilete y observó a los reunidos.
– Uno de vosotros, hace unos momentos, en esta celebración de la Pascua Militar en que conmemoramos la manifestación de Cristo al mundo pagano y en que ratificamos nuestra confianza en nuestra alta misión constitucional, uno de vosotros, digo, ha solicitado un Gobierno más enérgico, un Gobierno de concentración. Desde esta tribuna, yo quiero recordar a todos que hice solemne juramento de servir al pueblo soberano de España y de respetar su voluntad manifestada en las urnas. Un pueblo que en un referéndum y dos elecciones generales, según prescribe la ley, optó por la Constitución de 1978 y todo lo que de ella ha emanado. Por ello insisto en que la Corona no tolerará que ningún intento de golpe de Estado se escude tras el Rey. Tal intento no se haría con el consentimiento del Rey, sino contra el Rey. Ahora, señores, me permito recordar a todos que nos aguarda la comida en la sala de banquetes.
Por la ventana del primer piso Bernal vio que la multitud, acaso unas cuatrocientas mil personas, había empezado a aplaudir y que en las filas delanteras se había desplegado una gran pancarta con una inscripción que decía: «¡Viva el Rey! ¡Viva la Constitución!»
Los invitados advirtieron el griterío de la multitud congregada en la plaza y fueron a las ventanas para ver qué ocurría.
Bernal se acercó a la pareja real.
– Majestades, sería muy oportuno que os asomaseis. El pueblo reclama vuestra presencia.
– Saldremos con el presidente del Gobierno -dijo el Rey- y con los jefes de. Estado Mayor.
– Yo creo que sería mejor que primero aparecieseis solos, Majestades -sugirió Bernal.
– Sí, tiene usted razón. Pero diga a sus colegas que no quiero que se detenga aquí hoy a nadie, ¿entendido? A nadie. Ya verá usted qué pronto se tranquilizan todos.
Bernal observó la erecta y gallarda figura de Don Juan Carlos mientras avanzaba hada el balcón principal abierto. Éste daba a la plaza llena hasta los topes de ciudadanos que atraídos por la emisión radiofónica y televisiva en directo de la ceremonia, deseaban hacer patente su soberana voluntad ante su soberano. Cuando el monarca apareció, los aplausos atronaron el aire e hicieron vibrar hasta los cristales de las grandes ventanas, mientras los gritos de entusiasmo democrático llegaban a los disgustados oídos de los generales más derechistas reunidos dentro del palacio.
Una vez comenzado el almuerzo oficial y cuando la multitud comenzaba a dispersarse, Bernal se puso en contacto con el jefe de Seguridad y con el secretario del Rey, que estimaron que el peligro había pasado y que la JUJEM se reuniría más tarde para considerar qué medidas se tomarían contra los conspiradores MAGOS. Bernal se reunió luego con Lista y juntos volvieron al despacho de la calle Carretas, donde encontraron a Elena Fernández, que les esperaba con excitación.
– El director de La Corneta ha ordenado quemar toda la edición del número especial que tenía que salir hoy a mediodía -dijo a Bernal de un tirón-. Pero pude hacerme con tres ejemplares.
Desplegó el periódico para que los demás viesen los titulares. «¡El teniente general Baltasar toma el mando!», decían. «¡El Rey aprueba la formación de un Gobierno de concentración nacional!» Debajo podía verse una foto en que aparecía el Rey prendiendo una medalla en la anchurosa pechera del teniente general, junto con otras más pequeñas de generales decimonónicos que habían asumido el poder mediante pronunciamientos y una de buen tamaño del general Franco.
– Mandaremos un ejemplar al secretario del Rey, como recuerdo -dijo Bernal-. ¿Dónde está el director del periódico ahora?
– Se fue corriendo tras decir a su secretaria que destruyese sus ficheros privados. El marqués de la Estrella pasó a recogerle a eso de las dos con su Mercedes y se largaron a todo correr.
– ¿Se sabe algo de Hermann Malthius, Paco? -preguntó Bernal.
– Su avión particular salió de Barajas hace media hora -informó Navarro-. Según la jefatura del aeropuerto, iba rumbo a París.
– ¿Y del padre Gaspar? ¿Se sabe algo?
– Tomó el Europa Express en Chamartín; el policía de paisano que le siguió hasta las taquillas dice que sacó un billete de primera a Colonia, vía París.
– Así pues, todo está desmantelado; el Rey los conocía mejor de lo que nos figurábamos.
Varga entró en aquel momento con un informe provisional sobre el fusil que Bernal y Miranda habían encontrado en el palacio de Oriente.
– Es sangre humana, jefe, sin lugar a dudas; he hecho la prueba de la leucomalaquita a modo de comprobación preliminar. El hematólogo hará otras más precisas para ver si hay coincidencia con las muestras de sangre del hermano Nicolás. Los cabellos enganchados en la culata son semejantes, probablemente idénticos, a los de aquél, y pertenecen a la cabeza; pero, claro, este tipo de pruebas no es tan definitivo como la de las muestras de sangre, de sobra lo sabemos. Por lo demás, no hay sino unas cuantas huellas borrosas de guantes, al margen de las de Miranda en el cañón, por supuesto.