– Pero ¿se sabe de quién es el fusil? -preguntó Bernal a Navarro-. Me encantaría sentar en el banquillo de los acusados al asesino del pobre monje.
– En la academia de artillería nos han dicho que hace tiempo se le asignó al capitán Lebrija Russell para las clases prácticas de la instrucción.
– Pero Lebrija murió, al parecer por accidente, cuando trataba de dinamitar la torre de conducción eléctrica casi una semana antes de que el hermano Nicolás fuera asesinado -exclamó Bernal-. En consecuencia, el fusil tuvo que manejarlo otro. Probablemente el soldado que lo cogió para la ceremonia palaciega de esta mañana. Alguien sin duda que había estado a las órdenes de Lebrija, quizá quien le acompañó a aquella fatídica misión en San Ildefonso. Nuestro último recurso es averiguar en palacio quién se ha quedado sin fusil hoy al efectuarse el relevo de la guardia a la hora de comer. Aunque si ese soldado es el culpable, se las habrá apañado para jugárnosla a última hora.
Volvía Bernal a casa, molesto porque se había enterado, tras las oportunas diligencias, de que ningún soldado había pedido el fusil que le faltaba al salir de palacio, e intranquilo porque no podría aplacar el alma del hermano Nicolás entregando a la justicia al autor de un crimen que el misal catalogaba entre los que clamaban al cielo pidiendo venganza. Ya dentro de la casa, quedó sorprendido al ver que toda su familia se había reunido allí y que reinaba un clima de fiesta.
Eugenia y su nuera estaban en la cocina, preparando la paella de cangrejitos, mientras sus dos hijos descorchaban botellas de Codorníu Etiqueta Negra.
– Al final -dijo Eugenia a su marido- me pareció justo que celebrásemos la Navidad el día de Reyes, ya que no pudimos celebrarla aquí a su debido tiempo. Y, para bien de todos, procura no fastidiarnos la comida con tus indigestiones.
– ¡Yayo, yayo! -exclamó el nieto con animación-. Ven y ayuda a Quique a poner el belén. ¿Dónde pongo a los Reyes Magos? ¿Con los animales?
– Pues no es mala idea, Quique. Ahí estarán pero que muy bien.
Mientras se dejaba arrastrar por el contentísimo niño hacia el comedor, vio en el televisor en blanco y negro que comenzaba el telediario. La pantalla mostraba a la multitud congregada en la plaza de Oriente tres horas antes y a Don Juan Carlos de Borbón saludando a sus fieles súbditos desde el balcón principal. Como antiguo republicano que era, Bernal no pudo por menos de recordar las palabras atribuidas a Talleyrand a propósito de los Borbones: «Ils n’ont rien appris, ni rien oublié» («No han aprendido ni olvidado nada»). En el presente, sin embargo, tenía que admitir que el único Borbón reinante del mundo actual había aprendido algo importante en muy poco tiempo: que ninguna facción interna, civil o militar, derrotaría fácilmente una alianza sólida entre una monarquía constitucional y el pueblo.
David Serafín