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Varga llamó a Bernal en aquel momento.

– Jefe, hemos tenido suerte. Hay huellas bajo esta capa de nieve que la helada de anoche ha endurecido y nos ha conservado. El vehículo a que pertenecen parece que es un jeep o un Land Rover, a juzgar por el dibujo de los neumáticos. Llevaba cadenas en las ruedas de atrás. Haré lo posible por sacar un molde plástico de las huellas de las ruedas de delante.

– ¿Hay rastros de algún conductor eléctrico?

– Ninguno, jefe, pero a lo mejor es que no se utilizó.

Bernal miró con inquietud su reloj y la luz que iba disminuyendo.

– Varga, habrá que irse antes de que se haga completamente de noche.

A las 5.30, mientras sus hombres entraban en calor tomando sendos carajillos en un bar de San Ildefonso, Bernal agradeció a los empleados de la compañía eléctrica la cooperación prestada y les rogó guardasen el más absoluto silencio sobre aquellas operaciones.

Tras saber por el cordial propietario del bar que el alcalde del pueblo vivía a pocos pasos de allí, pero que a aquella hora estaría probablemente en misa, que se celebraba por la tarde en la colegiata, Bernal volvió a salir al gélido exterior con Miranda.

– Será mejor que Peláez, Varga y sus hombres regresen directamente a Madrid. Si ellos se apañan con el jeep, tú y yo nos quedaremos con el coche.

El doctor Peláez, por cierto, prefirió no separarse de su última presa macabra, y los vivos se apretujaron junto al muerto en el pequeño vehículo.

Cuando Bernal y su inspector entraron en la fría iglesia se quedaron asombrados ante la barroca elegancia de los frescos y esculturas a la italiana. Del otro lado del presbiterio divisaron la roja indumentaria del sacerdote que celebraba la misa en el altar mayor, si bien no pudieron ver al principio a ninguno de los fieles en los imponentes bancos, hasta que el celebrante llegó a la paz, momento en el cual tres personas, arrodilladas antes, se incorporaron y permanecieron en pie mientras aquél comenzaba la lectura de la comunión propia del día: «Venite post me: faciam vos fieri piscatores hominum»… (Sin reformar todavía por las disposiciones del Concilio Vaticano II, según advirtió Bernal; Eugenia, su mujer, se habría sentido como en casa allí): «Seguidme y yo haré que seáis pescadores de hombres.» No otra cosa había sido él durante cuarenta años, reflexionó Bernal, un pescador de hombres, que echaba la red y analizaba imparcialmente lo que había cogido, procurando que no le vencieran las náuseas; en realidad, nunca había tenido buen estómago para el trabajo que hacía.

Cuando salieron los feligreses, Bernal y Miranda se acercaron al alcalde del pueblo para entrevistarle. Serrano él de pura cepa, quiso invitarles a tomar algo en su propia casa. Sin revelarle el espeluznante hallazgo que habían hecho en la montaña, Bernal le explicó que estaban haciendo una comprobación de seguridad en los reales sitios.

– ¿Ha notado usted, don Venancio, la presencia de algún extraño en el pueblo?

– No señor. Casi nadie viene por aquí en invierno.

– Su casa de usted está a tiro de piedra de la puerta de palacio; ¿ha observado si entraba o salía algún vehículo extraño, un Land Rover, quizás un jeep?

– Esta mañana vino la camioneta de la compañía eléctrica. El intendente de palacio me dijo que habían estado reparando no sé qué cable en lo alto de la montaña. Hace diez años se organizó un buen jaleo para conseguir que alejaran del pueblo las torres de conducción. La verdad es que hubieran afeado el paisaje.

Los tres estaban incómodamente sentados en sillas castellanas de respaldo recto y asiento de tirante cuero desnudo, mientras paladeaban el vinillo que, amablemente, les había servido el huésped de una pequeña barrica; instalados ante el hogar encendido, el fuego les caldeaba los miembros entumecidos por el frío.

– ¿Suben pastores a la parte de la sierra que da a palacio? -preguntó Bernal.

– Ya no. Hace años subían nuestras ovejas en verano, pero en los últimos tiempos han decaído los pastos. El clima se opone y los jóvenes se han ido a la ciudad.

– Hablemos, si no es molestia, de las puertas de palacio. ¿Suelen cerrarse al anochecer?

– Sí, así es. El intendente de palacio se lo confirmará. Vuelven a abrirse a las nueve de la mañana.

– ¿Y no hay ninguna otra vía de acceso al parque?

– Sólo la puerta de servicio, detrás de la iglesia. El callejón que conduce a ella parte de la fachada trasera de mi casa. Esta puerta no suele cerrarse hasta las once de la noche. Y ahora que caigo… ayer por la mañana, al levantarme, me pareció oír que pasaba un coche con cadenas por el callejón. Sería al poco de amanecer, aunque no tuve oportunidad de echar un vistazo.

– Preguntaremos al servicio de palacio -dijo Bernal con afabilidad-. ¿Recuerda alguna otra cosa?

– Bueno, ayer me despertó un ruido, una especie de vibración sorda que se sentía en la casa. Pensé que era un trueno; luego hubo tormenta, cuando la nieve comenzó a caer. Se lo comenté a mi mujer, aunque es imposible que ella oyera nada. De un tiempo a esta parte se ha vuelto sorda como una tapia.

Mientras volvían al bar con cuidado de no resbalar en la crujiente nieve, Bernal mencionó a Miranda una hipótesis sobre cálculos cronométricos.

– Parece que un vehículo con cadenas subió ayer a el Mar antes de que amaneciera para colocar la carga explosiva. Pero es posible que las cosas salieran mal y un hombre resultase muerto, fulminado por una descarga eléctrica. El cómplice o cómplices habían huido a continuación, antes de que comenzara la actividad del pueblo.

– ¿Tal vez porque el vehículo habría sido reconocido a esa hora?

– Es posible. Miranda, me gustaría que pasaras aquí la noche. Estoy seguro de que encontrarás habitación en la fonda. Mézclate con los lugareños y averigua lo que puedas. Tantea y capta el ambiente del pueblo, sus ideas políticas, cualquier resentimiento particular, todo eso. Puedes hacerte pasar por inspector de edificios del Estado que ha venido por ciertas reformas solicitadas en palacio.

– De acuerdo, jefe. ¿Cree usted que el alcalde o el intendente de palacio hablarán de nuestra visita?

– Creo que no; parecen personas discretas. Infórmanos mañana antes de comer. Nuestro chófer me llevará ahora a la ciudad para ver qué ha descubierto Varga.

Festividad de Santa Bibiana

(2 diciembre)

Sin aliento, Bernal se sacudía el agua del impermeable tipo comando en la sacristía de su iglesia parroquial minutos después de que su mujer le obligase a trasladar otra canasta llena de indumentos religiosos.

– Pero Luis, si es que había que traer las vestimentas blancas, que el padre Anselmo va a necesitar para mañana jueves, que es San Francisco Javier. Menos mal que la portera me ayudó a limpiarlas ayer por la tarde, antes de que se pusiera a llover. No es que no nos haga falta esta dichosa lluvia; no voy a decirte ahora que la mitad del ganado se muere por falta de agua. Y hemos rezado tanto para que lloviera durante el otoño. En fin, ya ves que se nos ha atendido.

Quizá con demasiado entusiasmo, pensó Luis, ocupado en planear una rápida retirada. En cuanto comenzó la misa y el sacerdote llegó al Gradual -«Fluminis impetus laetificat civitatem Dei» («Un río caudaloso regocija la ciudad de Dios»)-, Bernal se deslizó hasta la calle, cuyo clima no era para regocijarse de nada. A toda prisa buscó cobijo en el bar de Félix Pérez, donde pidió un café con leche y un croasán, para desayunarse, y, apretujado con otros fugitivos de la tormenta en medio de aquel olor particular y malsano a polvo húmedo e impermeables que chorreaban, contempló el agua que corría sobre el asfalto de la calle de Alcalá.