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Sara Paretsky

Golpe de Sangre

Nº 5 Warshawski

Para Dominick

Agradecimientos

El escritor que trabaja en un proyecto en el que figura gran cantidad de material técnico contrae muchas deudas. Como en la Declaración de Derechos de la Constitución americana, la enumeración de algunas de ellas no implica que las restantes no se consideren igualmente importantes.

Judy Freeman y Rennie Heath, especialistas en medio ambiente de la Junta de Desarrollo de Chicago Sur (South Chicago Development Commission), me prestaron generosamente su tiempo y sus conocimientos tanto con respecto a la geografía como a las cuestiones económicas que aquejan al sur de Chicago. Jeffrey S. Brown, Director de Medio Ambiente de la Velsicol Corporation, y John Thompson, Director Ejecutivo del Centro de Educación de los Estados Centrales, me proporcionaron valiosas nociones sobre los problemas corporativos y técnicos que podrían surgir en una situación como la que yo había imaginado. Las doctoras Sarah Neely y Susan S. Riter me fueron de gran utilidad a la hora de diagnosticar los problemas que habrían acosado a Louisa Djiak. Y el sargento Michael Black, del Departamento de Policía de Matteson, me ha sido invariablemente de gran ayuda con respecto al trabajo de V. L, gracias a sus observaciones sobre procedimientos policiales, el uso de armas de fuego y otras cuestiones.

Dado que ésta es una obra de ficción, todas las compañías, personas, ingredientes químicos, procesos de fabricación, efectos secundarios clínicos y organizaciones políticas o vecinales son totalmente obra de mi única -y desatada- imaginación. Cuando se hace mención de alguna gran empresa por su nombre, se debe solamente a que sus fábricas constituyen una parte muy conocida del paisaje de Chicago, y omitirlo habría supuesto una excesiva manipulación de la geografía. Por el mismo motivo, se han empleado los distritos verdaderos de la ciudad, sin referencia alguna a los políticos reales que sirven los intereses de los ciudadanos de dichos distritos.

Para los aficionados al pormenor geográfico, hay que decir que se han alterado deliberadamente algunos detalles menores para facilitar el relato. Sin embargo, el sur de Chicago contiene en efecto algunas de las últimas tierras pantanosas para aves migratorias del Estado de Illinois, y parte de este marjal se conoce realmente con el nombre de Laguna del Palo Muerto (Dead Stick Pond).

1.- Retorno a la autopista 41

Había olvidado el olor. Aun estando en huelga la Factoría del Sur y cerrados con candados y pudriéndose de herrumbre los Aceros de Wisconsin, por los ventiladores del motor se filtró una penetrante mezcla de vapores químicos. Cerré la calefacción del coche, pero el hedor -no podía llamarse aire- se deslizó por las diminutas rendijas de las ventanas del Chevy, abrasándome los ojos y las mucosas.

Seguía la Ruta 41 hacia el sur. Dos millas atrás había sido la Carretera del Lago, donde el Lago Michigan vomita espuma contra las rocas a la izquierda, y hay lujosas torres de viviendas que miran desdeñosas, a la derecha. A la altura de la Calle Setenta y Nueve el lago había desaparecido bruscamente. Los patios traseros sofocados de hierbajos que rodeaban la gigantesca Fábrica USX del Sur se extendían hacia el este, ocupando alrededor de una milla de terreno entre la carretera y el agua. En el horizonte flotaban pilones, grúas y torres industriales en el aire humoso de febrero. Éste no era ya territorio de viviendas de lujo y playas, sino de vertederos nivelados y fábricas agotadas.

Unas cuantas casitas destartaladas miraban hacia la Factoría del Sur desde el lado derecho de la calle. En algunas faltaban pedazos del revestimiento de madera, o mostraban con vergüenza desconchones en la pintura. En otras, el cemento de los escalones de entrada estaba agrietado y desprendido. Pero las ventanas estaban todas enteras, herméticamente cerradas, y en los patios no había ni una brizna de desperdicio. Puede que la pobreza se hubiera enseñoreado de la zona, pero mi vieja barriada se negaba valientemente a rendirse.

Yo aún recordaba los tiempos en que dieciocho mil hombres se derramaban todos los días desde aquellas casitas aseadas hacia la Factoría del Sur, Aceros de Wisconsin, la planta de ensamblaje de la Ford, o la fábrica de disolventes Xerxes. Recordaba cuando hasta el último detalle de la fachada recibía una capa de pintura primavera sí, primavera no, y los Buicks y Oldsmobiles nuevos eran una característica común del otoño. Pero todo aquello pertenecía a otra vida, tanto para mí como para Chicago Sur.

En la Calle Ochenta y Nueve giré hacia el oeste, bajando el parasol del coche para protegerme los ojos de la declinante luz de invierno. Más allá de la maraña de cachivaches inservibles, coches mohosos y casas derrumbadas de mi izquierda, estaba el Río Calumet. Mis amigos y yo solíamos burlar a nuestros padres para bañarnos en él; ahora, se me revolvía el estómago con la sola idea de meter la cara en aquel agua asquerosa.

La escuela secundaria estaba al otro lado del río. Era una estructura enorme que ocupaba varios acres de suelo, pero su ladrillo rojo oscuro tenía un cierto aspecto hogareño, como un colegio de señoritas decimonónico. La luz que salía por las ventanas y el flujo de jóvenes que atravesaba las inmensas puertas de doble hoja de su extremo oeste aumentaban este efecto acogedor. Apagué el motor, cogí mi bolsa de deportes y me uní a la multitud.

Los techos, altos y abovedados, se habían construido cuando la calefacción era barata y la educación lo bastante respetada para que los ciudadanos desearan escuelas con aspecto de catedrales. Los corredores cavernosos servían a la perfección como cámaras de resonancia de las risas y gritos de aquella tropa. El ruido rebotaba en el techo, las paredes y los armarios metálicos. Me pregunté por qué nunca me habría percatado de aquel alboroto cuando era estudiante.

Dicen que las cosas que se aprenden de pequeño no se olvidan. Habían pasado veinte años desde la última vez que había estado allí, pero en la entrada del gimnasio giré a la izquierda sin pensarlo para seguir el pasillo hasta los vestidores de chicas. Caroline Djiak me esperaba a la puerta, carpeta en mano.

– ¡Vic! Creí que quizá te hubieras echado atrás. Todas las demás llevan aquí media hora. Están ya preparadas, por lo menos las que aún caben en los uniformes. Te has traído el tuyo, ¿no? Está aquí Joan Lacey, del Herald-Star, y le gustaría charlar contigo. A fin de cuentas, tú fuiste la Mejor Jugadora del Año del campeonato.

Caroline no había cambiado. Las trenzas cobrizas habían sido sustituidas por un halo rizado que rodeaba su rostro pecoso, pero ésa parecía ser la única diferencia. Seguía siendo pequeña, vigorosa e imprudente.

Entré tras ella en los vestuarios. El alboroto reinante competía con el nivel de ruido de los pasillos. Diez muchachas en diversas etapas de desnudez hablaban entre sí a gritos, pidiendo limas o tampones, o preguntando quién se había llevado el jodido desodorante. En bragas y sostén tenían un aspecto musculoso y compacto, en mucha mejor forma de la que habíamos estado mis amigas y yo a su edad. Y desde luego mucho mejor que nuestra forma actual.

En un rincón del vestuario, organizando casi igual revuelo, había siete de las diez Tigresas con las que había ganado el campeonato de Categoría AA del Estado de Illinois hacía veinte años. Cinco de las siete vestían los antiguos uniformes negro y oro. En algunas, la camiseta se ceñía en la parte del pecho y el pantalón corto parecía ir a rajarse al primer intento de quiebro rápido de su portadora.

La que más prieto llevaba el uniforme podía ser Lily Goldring, nuestra primera encestadora de tiro libre, pero debido a la permanente y la papada no podía asegurarlo. Me pareció que Alma Lowell debía ser la mujer negra que desbordaba la capacidad de su uniforme y llevaba la cazadora de letra tímidamente colgada sobre sus hombros macizos.