Me miraron de reojo cuando entré pero no dijeron nada: era mujer y desconocida. Si venía de la alcaldía, no me vendría mal bajarme los humos. Si era cualquier otra persona, no podía prestarles ningún servicio.
Los dos que hablaban estaban repasando las virtudes de sus respectivas camionetas, Chevy frente a Ford. Por estos lares nadie compra marcas extranjeras; es de mal gusto estando en paro tres cuartas partes de la industria siderúrgica.
– Buenas -dije en voz alta.
Levantaron la vista con desgana. El lector del periódico no se movió, pero le vi enderezar las páginas expectante.
Cogí una silla con ruedas.
– Soy abogada -dije, sacando una tarjeta del bolso-. Busco a dos hombres que vivían por aquí, hará unos veinte años.
– Pues ve a la policía, hija; ésta no es la oficina de objetos perdidos -dijo el calvo.
El periódico vibró con aprecio.
Me golpeé la frente.
– ¡Maldita sea! Cuánta razón lleva. Cuando yo vivía aquí a Art le gustaba ayudar a la comunidad. Digo yo que eso demuestra cuánto han cambiado las cosas.
– Pues sí, nada es como antes -el Calvete parecía ser el portavoz designado.
– ¡Menos el dinero que cuesta una campaña electoral -dije lúgubremente-. Eso sigue costando mucho, según dicen.
El Calvete y el Canoso intercambiaron una mirada precavida: ¿iba yo a hacer algo honorable largándoles un poco de dinero, o formaba parte de la última camada de artistas federales de la trampa buscando sorprender a Jurshak en el acto de apretarle las clavijas al ciudadano? El Canoso habló.
– ¿Por qué buscas a esos tipos?
Me encogí de hombros.
– Lo de siempre. Un antiguo accidente de coche en que estuvieron implicados en el 80. Por fin se ha dirimido. No es mucho dinero, dos mil quinientos cada uno. No merece grandes esfuerzos para rastrearlos, y si están jubilados tendrán sus retiros en cualquier caso.
Me puse en pie, pero percibí sus pequeñas calculadoras resonándoles en el cerebro; el lector del periódico había dejado caer sobre las rodillas las hazañas de Michael Jordan para unirse al ejercicio telepático. Si gestionaban un encuentro, ¿de cuánto sería el pellizco razonable? Digamos unos seiscientos, serían doscientos por cabeza.
Los otros dos cabecearon y el Calvete volvió a hablar.
– ¿Cómo dijiste que se llamaban?
– No lo he dicho. Y probablemente tenga razón; tendría que haber acudido a la policía para empezar -me dirigí lentamente hacia la puerta.
– Eh, hermana, espera un momento. ¿No ves que era una broma?
Me volví con aspecto vacilante.
– Bueno, si creen ustedes… Son Joey Pankowski y Steve Ferraro
El Canoso se levantó y deambuló hacia una fila de archivadores metálicos. Me pidió que le deletreara los nombres, laboriosamente, letra a letra. Iba moviendo los labios mientras leía los nombres de los antiguos registros de votantes; finalmente se animó.
– Aquí está: 1985 fue el último año en que se inscribió Pankowski, y el 83 Ferraro ¿Por qué no nos traes la orden de pago? Podemos cobrarlo por medio de la gestoría de Art y ocuparnos de que estos señores reciban el dinero. Les pedimos que vuelvan a inscribirse y así te ahorras otro viaje aquí.
– Ah, muy agradecida -dije con seriedad-. El problema es que me tienen que firmar un finiquito personalmente -pensé unos instantes y sonreí-. Lo mejor será que me den sus direcciones y me paso a verlos esta tarde, para comprobar que efectivamente siguen viviendo aquí. El mes que viene, cuando entreguen la libranza simplemente se la envío por correo a ustedes.
Lo consideraron con parsimonia. Finalmente coincidieron, nuevamente sin una palabra, en que nada había de mal en la idea. El Canoso apuntó las direcciones con letra grande y redonda. Le di las gracias amablemente y volví otra vez hacia la salida.
En el momento que abría la puerta entró un joven con ademán vacilante, como si no estuviera seguro de ser bien acogido. Tenía el cabello rizado y cobrizo y llevaba un traje azul marino de lana que acrecentaba la asombrosa belleza de su rostro. No recordaba haber visto nunca a un hombre de facciones tan perfectas; podría haber servido de modelo para el David de Miguel Ángel. Cuando sonrió tímidamente su aspecto me resultó vagamente familiar.
– ¿Qué hay, Art? -dijo el Calvete-. Tu padre está en el centro.
El joven Art Jurshak. Art el viejo no había sido nunca tan atractivo, pero al sonreír el muchacho debió recordarme los carteles propagandísticos de su padre.
Se sonrojó.
– No importa. Sólo quería mirar algunos archivos del distrito. ¿No os importa, verdad?
El Calvete encogió un hombro con impaciencia.
– Eres socio de la compañía del viejo. Puedes hacer lo que quieras, Art. De todos modos creo que me voy a tomar algo. ¿Vienes, Fred?
El hombre canoso y el lector de periódicos se levantaron. Lo de comer me pareció una idea excelente. Hasta un detective con un mísero estipendio a la vista tiene que comer alguna vez. Los cuatro salimos, dejando al joven Art solo en medio de la habitación.
El Restaurante de Fratesi seguía donde yo lo recordaba, en la esquina de la Noventa y Siete y Ewing. A Gabriella le eran antipáticos porque servían cocina de Italia meridional en lugar de los platos del Piamonte a que estaba acostumbrada, pero la comida era buena y solía ser un lugar donde ir en ocasiones especiales.
Hoy no había lo que se dice un gentío para la comida. Los adornos que rodeaban la fuente en el centro del salón, que solían encantarme de pequeña, habían caído en el abandono. Reconocí a la envejecida Sra. Fratesi tras el mostrador, pero sentí que el lugar se había vuelto triste para mí y no quise identificarme. Comí una ensalada compuesta de lechuga tierna y un tomate rancio y una frittata que era sorprendentemente ligera y estaba delicadamente sazonada.
En el pequeño servicio de señoras del fondo quité de la falda los pedazos de barro más visibles. No tenía un aspecto fabuloso, pero acaso ello encajara mejor con la barriada. Pagué la cuenta, unos humiles cuatro dólares, y me fui. No sabía que todavía te dieran pan y mantequilla en Chicago por menos de cuatro dólares.
Mientras duró la comida consideré mentalmente varias formas de aproximación a Pankowski y Ferraro. Si estuvieran casados, las mujeres en casa, niños, no querrían saber nada de Louisa Djiak. O quizá sí. Quizá les devolviera a los felices días de antaño. Finalmente decidí que tendría que guiarme por el olfato.
La casa de Steve Ferraro era la más cercana al restaurante, de modo que me dirigí allí en primer lugar. Era una más de las interminables formaciones de casitas individuales del Sector Este, pero algo más destartalada que la mayoría de sus vecinos. Mi ojo crítico de ama de casa advirtió que el porche no se había barrido recientemente, y a la contrapuerta de cristal no le habría venido mal un fregado.
Pasó un intervalo de tiempo largo después que hube llamado al timbre. Volví a apretarlo y estaba a punto de marcharme cuando oí la cerradura de la puerta interior. En ella apareció una mujer mayor, de poca estatura, de cabello ralo y aspecto amenazador.
– Sí -dijo con una sola sílaba brusca y con fuerte acento.
– Scusi -dije yo-. Cerco il signor Ferraro.
Su rostro se iluminó marginalmente y me contestó en italiano. ¿Para qué lo quería? ¿Un pleito antiguo por el que al fin iban a pagarle? ¿A él o a sus herederos?
– Sólo a él -dije firmemente en italiano, pero se me cayó el alma a los pies. Sus siguientes palabras confirmaron mis temores: il signor Ferraro era su hijo, su único hijo, y había muerto en 1984. No, no se había casado. En una ocasión habló de una chica compañera de trabajo, pero madre de dio, la muchacha tenía un hijo; fue un alivio que aquello no prosperara.