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Me serví un dedo de whisky y caminé pesadamente hasta el cuarto de baño. Mientras yacía medio sumergida en la anticuada bañera, se me ocurrió que acaso estuviera en las listas telefónicas de médicos. Salí del agua con impulso y entré en la alcoba para llamar a Lotty Herschel. Ésta se disponía a marcharse de la clínica que dirige cerca de la esquina de Irving Park y Damen.

– ¿No puede esperar hasta mañana por la mañana, Victoria?

– Sí, claro, puede esperar. Pero es que quiero quitarme este monstruo de encima lo antes posible -le esbocé la historia de Caroline y Louisa todo lo concisamente que pude-. Si consigo localizar a ese Chigwell, no me queda más que otra pista que investigar y después puedo volver al mundo real.

– Sea eso lo que sea -dijo secamente-. No sabes el nombre de pila de ese hombre o su especialidad, ¿verdad? No, claro. Probablemente medicina industrial, ¿hmm?

Oí el susurro de las páginas de la guía al pasar.

– Chan, Chessick, Childress. Ningún Chigwell. Pero mi guía no es completa. Probablemente Max la tenga. ¿Por qué no le das un telefonazo? ¿Y por qué aguantas que esa Caroline te lleve por la calle de la amargura? La gente te avasalla sólo si te dejas, querida.

Con ese comentario alentador colgó el teléfono. Intenté llamar a Max Loewenthal, que era director ejecutivo del Hospital Beth Israel, pero ya se había ido a casa. Como habría hecho cualquier persona sensata. Sólo Lotty permanecía en su clínica hasta las seis, y es evidente que el trabajo del detective no acaba nunca. Aun si no haces más que responder voluntariamente a las manipulaciones de una antigua vecina.

Vertí el resto del whisky por la pila y me puse la ropa de deporte. Cuando estoy de talante febril lo mejor es hacer ejercicio. Recogí a Peppy en casa del Sr. Contreras -tanto él como la perra son incapaces de rencores-. Para cuando Peppy y yo volvimos a casa, jadeantes, me había sacado el malestar del cuerpo. El viejo me frió unas chuletas de cerdo y estuvimos sentados bebiendo su repugnante grappa y charlando hasta las once.

Por la mañana localicé a Max sin dificultades. Escuchó mi saga con su habitual urbanidad educada, me pidió que esperara cinco minutos y volvió con las nuevas de que Chigwell estaba jubilado pero vivía en la zona suburbana de Hindsdale. Max me dio incluso su dirección y su nombre de pila, que era Curtis.

– Tiene setenta y nueve años, V. I. Si no tiene ganas de hablar, no le aprietes -concluyó, sólo medio en broma.

– Muchísimas gracias, Max. Intentaré contener mis impulsos animales, pero los viejos y los niños suelen despertar mis peores instintos.

Rió y colgó el teléfono.

Hindsdale es un antiguo pueblo unas veinte millas al oeste del Loop, cuyos altos robles y airosas residencias iban paulatinamente siendo absorbidos por la extensión urbana. No es el paradero más elegante de Chicago y alrededores, pero es un lugar que conserva una cierta aureola de tradicional compostura. Esperando no desentonar con esta atmósfera de buen tono, me puse un vestido negro de falda amplia y botones dorados. Completaba el conjunto una cartera de piel. Eché un vistazo al traje azul marino en el suelo del recibidor al salir, pero decidí que podía aguantar un día más.

Cuando se va desde la ciudad a las zonas periféricas del norte o el oeste, lo primero que se advierte es su discreta pulcritud. Después del día pasado en Chicago Sur tuve la sensación de haber entrado en el paraíso. Pese a estar los árboles desnudos de hojas y la hierba apelmazada y parda, todo estaba barrido y aseado en espera de la primavera. No tenía una fe absoluta en que la esterilla parda se volvería verde, pero no podía siquiera imaginar qué habría que hacer para crear algo de vida en el cenagal que rodeaba la fábrica Xerxes.

Chigwell vivía en una de las calles antiguas cercana al centro del pueblo. Era una casa de dos pisos y estructura neo-georgiana cuyo revestimiento de planchas de madera relucía de blancura a la luz opaca del día. Sus contraventanas, amarillas y bien cuidadas, y unos cuantos árboles añosos y arbustos creaban un aire de señorial armonía. Un porche cerrado con tela metálica miraba hacia la calle. Seguí el camino de losas entre los arbustos hasta la puerta del costado y toqué el timbre.

Pasados unos minutos se abrió la puerta. Ésa es la segunda cosa que se percibe en la periferia: cuando llamas al timbre la gente abre las puertas, no te observa por mirillas ni descorre cerrojos.

Una mujer mayor con un severo traje azul oscuro apareció en la puerta con el entrecejo fruncido. Era un ceño que parecía habitual en su expresión, no dirigido a mí personalmente. Le ofrecí una sonrisa viva y eficiente.

– ¿Sra. Chigwell?

– Señorita Chigwell. ¿La conozco a usted?

– No, señora. Soy investigadora profesional y me gustaría hablar con el Dr. Chigwell.

– No me ha dicho que esperara a nadie.

– Bueno, señora, es que nos gusta hacer nuestras indagaciones sin avisar. Si le dejamos a la persona mucho tiempo para pensarlo, sus respuestas tienden a parecemos forzadas.

Saqué una tarjeta del bolso y se la entregué, avanzando unos pocos pasos.

– V. I. Warshawski. Servicios de investigaciones financieras. Si hiciera el favor de decirle que estoy aquí, no le entretendré más de media hora.

No me invitó a entrar, sino que tomó la tarjeta con desgana y volvió hacia el interior de la casa. Eché un vistazo a las casas de ventanas cerradas que había a un lado y otro de la calle. Lo tercero que se advierte en la periferia es que podrías estar en la luna. En un barrio de ciudad o de pueblo, aletearían los visillos cuando los vecinos intentaran ver a aquella desconocida que venía a ver a los Chigwell. A continuación vendrían las llamadas telefónicas y los comentarios en la lavandería. «Sí, su sobrina. Ya sabes, la que se mudó a vivir a Arizona hace un montón de años.» Aquí, ni una sola cortina se estremeció. Ninguna voz chillona anunció la presencia de críos pequeños recreando guerra y paz. Tuve la incómoda sensación de que con todo su ruido y su mugre, prefería la ciudad.

La Srta. Chigwell volvió a materializarse en la puerta.

– El Dr. Chigwell ha salido.

– ¿Ha sido un tanto repentino, no? ¿Cuándo cree usted que volverá?

– No… no me lo ha dicho. Será un buen rato.

– Entonces esperaré un buen rato -dije apaciblemente-. ¿Va a invitarme a pasar o prefiere que espere en el coche?

– Será mejor que se vaya -dijo intensificando el ceño-. No desea hablar con usted.

– ¿Cómo lo sabe, señora? Si no está, no le ha podido decir nada de mí.

– Yo sé con quién desea y no desea hablar mi hermano. Y si quisiera verla me lo habría dicho -cerró la puerta con toda la fuerza que pudo, dada la edad de ambas y la gruesa moqueta del suelo.

Volví al coche y lo trasladé a un lugar donde fuera claramente visible desde la puerta. La emisora WNIV estaba radiando un ciclo de canciones de Hugo Wolf. Me recosté en el asiento, con los ojos entornados, escuchando la voz aterciopelada de Kathleen Battle, preguntándome qué sería lo que ponía tan nervioso a Curtís Chigwell de hablar con una investigadora.

En la media hora que estuve esperando vi una persona pasar por la calle. Empezaba a tener la impresión de hallarme en un decorado cinematográfico y no formar parte en modo alguno de la comunidad humana, cuando la Srta. Chigwell apareció en el camino de losas. Avanzó resuelta hacia el coche, su cuerpo delgado rígido como el armazón de un paraguas e igualmente huesudo. Me bajé cortésmente.

– Tengo que pedirle que se vaya, joven.

Sacudí la cabeza.

– Estoy en propiedad pública, señora. No hay ley que me prohíba estar aquí. No tengo la música a todo volumen ni estoy vendiendo droga ni haciendo nada que la ley pueda considerar una molestia.