– Si no se va ahora mismo, voy a llamar a la policía en cuanto entre en casa.
Me admiró su valor: se necesitan agallas para enfrentarse a una joven desconocida teniendo setenta y tantos años. Pude advertir que el miedo se mezclaba con la determinación en sus ojos pálidos.
– Soy procuradora de tribunales, señora. No tengo ningún inconveniente en explicarle a la policía por qué quiero hablar con su… ¿hermano, no?
Aquello era sólo parcialmente cierto. Cualquier abogado colegiado es procurador de tribunales, pero a ser posible prefiero no hablar nunca con la policía, especialmente suburbana, que detesta a los detectives urbanos por principio. Afortunadamente, la Srta. Chigwell, impresionada (eso esperaba yo) por mi proceder profesional, no me exigió placa ni comprobante. Apretó los labios hasta que casi le desaparecieron en el rostro anguloso y volvió a la casa.
Apenas me hube instalado otra vez en el coche, volvió al camino y me hizo enérgicas señas de que me acercara. Cuando llegué donde se encontraba a un lado de la casa me dijo ásperamente:
– La va a recibir. No ha salido de aquí, claro. No me gusta mentir por él, pero después de tantos años es difícil negarse. Es mi hermano. Gemelo, por eso le he malacostumbrado mucho y desde hace mucho tiempo. Pero no creo que eso le interese demasiado.
Mi admiración por ella iba en aumento, pero no sabía cómo expresárselo sin parecer condescendiente. La seguí en silencio al interior de la casa. Atravesamos un pasillito que se abría al garaje. Había un bote de remos apoyado pulcramente contra la pared al lado de la puerta. Más allá se veía toda una serie de ordenadas herramientas de jardinería.
La Srta. Chigwell me condujo rápidamente hasta el salón. No era grande, pero era gratamente proporcionado, con muebles de chinz colocados frente a una chimenea de mármol sonrosado. Mientras iba a buscar a su hermano estuve merodeando un poco.
En el centro de la repisa había un hermoso reloj antiguo del tipo que tiene esfera de esmalte y péndulo de latón. Tenía figuras de porcelana a ambos lados, pastorcillas, vihuelistas. En los estantes empotrados de una esquina se veían unas pocas fotos viejas de familiares, una de las cuales mostraba a una pequeña vestida con un almidonado traje marinero muy orgullosa junto a su padre ante un barco de vela.
Cuando volvió la Srta. Chigwell con su hermano, era evidente que habían estado discutiendo. Las mejillas de éste, de contorno más suave que el rostro anguloso de su hermana, estaban acaloradas y tenía los labios comprimidos. Ella empezó a hacer las presentaciones, pero él la interrumpió bruscamente:
– No me hace falta que fiscalices mis asuntos, Clio. Soy perfectamente capaz de arreglármelas solo.
– Pues a ver cuándo empiezas -dijo ella con encono-. Si tienes alguna cuestión con la ley quiero saber lo que es ahora, no el mes que viene o cuando te sientas lo bastante valiente para contármelo.
– Lo siento -dije-. Al parecer he causado algún conflicto del modo más involuntario. No hay cuestión ninguna con la ley que yo sepa, Srta. Chigwell. Sencillamente necesito cierta información sobre unas personas que trabajaron en la fábrica Xerxes de Chicago Sur.
Miré a su hermano.
– Me llamo V. I. Warshawski, Dr. Chigwell. Soy abogada e investigadora privada. Y he sido contratada a consecuencia de un pleito cuya resolución adjudica cierta cantidad de dinero a la testamentaría de Joey Pankowski.
Cuando él optó por hacer caso omiso de mi mano extendida miré a mi alrededor y elegí una butaca cómoda para sentarme. El Dr. Chigwell permaneció en pie. En aquella postura tiesa se parecía a su hermana.
– Joey Pankowski trabajó en la fábrica Xerxes -proseguí-, pero murió en 1985. Pues bien, existe alguna posibilidad de que Louisa Djiak, que también trabajaba allí, tuviera una hija cuyo padre fuera Pankowski. Esta hija tiene también derecho a una parte del dinero, pero la Sra. Djiak está muy enferma y no coordina bien; no hemos conseguido que nos diga claramente quién es el padre.
– No puedo ayudarla, jovencita. No recuerdo ninguno de esos nombres.
– En fin, tengo entendido que usted hizo análisis de sangre e historiales médicos a todos los empleados al llegar la primavera durante una serie de años. Si fuera tan amable de volver y buscar en sus archivos, quizá encontrara…
Me interrumpió con una violencia que me sorprendió.
– No sé con quién ha estado hablando, pero eso es absolutamente falso. No tolero que me molesten y me sermoneen en mi propia casa. Ahora haga el favor de salir de aquí o llamo a la policía. Y si es usted procuradora de tribunales, se lo cuenta desde la cárcel. Me volvió la espalda sin esperar respuesta y salió de la habitación.
Clío Chigwell le observó al salir, con el ceño más fruncido que nunca.
– Va a tener que marcharse.
– Hizo esos análisis -dije-. ¿Por qué se descompone de esa manera?
– No sé nada del asunto. Pero no le puede pedir que viole la confianza de sus pacientes. Ahora váyase, por favor, a menos que desee hablar con la policía.
Me puse en pie todo lo imperturbablemente que pude dadas las circunstancias.
– Tiene mi tarjeta -le dije en la puerta-. Si se le ocurre algo, llámeme.
9.- Estilos de vida de los ricos y famosos
Había empezado a caer una fina llovizna. Permanecí en el coche con los ojos fijos en el parabrisas, mirando cómo se estrellaba la lluvia contra el cristal grasiento. Pasado un rato lo puse en marcha, esperando robar un poquito de calor al ruidoso motor.
¿Qué había en el nombre de Pankowski para descomponer a Chigwell de tal modo? ¿O era yo? ¿Le habría llamado Joiner diciéndole que se cuidara de detectives polacas y de las preguntas que hacían? No, no podía ser eso. De ser así, Chigwell no habría accedido nunca a recibirme. Y, además, Joiner no debía conocer a Chigwell. El médico tenía casi ochenta años; habría pasado mucho tiempo desde su jubilación cuando Joiner entró en la fábrica hace dos años. Es decir que tuvo que haber sido la mención o bien de Pankowski o de Louisa. Pero ¿por qué?
Me pregunté con creciente inquietud qué sería lo que sabía Caroline y no se había molestado en decirme. Recordaba con todo detalle aquel invierno en que me había pedido que pleiteara contra una orden de desalojo presentada a Louisa. Tras una semana de correr entre los tribunales y el propietario, vi un artículo en el Sun-Times titulado «Otra clase de adolescentes». En él se veía a una radiante Caroline de dieciséis años en el comedor de beneficencia que había montado con el dinero del alquiler. Aquél fue el último grito de auxilio de Caroline al que respondí durante diez años, y estaba empezando a pensar que quizá debiera haberlo ampliado a veinte.
Rebusqué en el asiento trasero para coger un «Kleenex» y encontré la toalla que había llevado a la playa el verano pasado. Una vez hube limpiado un agujerito en el parabrisas puse el coche en marcha al fin y me dirigí hacia la autovía. Me atormentaba la indecisión entre llamar a Caroline y decirle que no había trato y mi insaciable curiosidad de niña elefante por enterarme qué era lo que había alterado tan terriblemente a Chigwell.
Al fin no hice absolutamente nada. Después de haber batallado entre el tráfico de medio día del Loop llegué a mi oficina, donde me esperaban mensajes de varios clientes; pesquisas que había dejado a un lado mientras removía la escoria del problema de Caroline. Uno era de un antiguo cliente que requería mi ayuda en medidas de seguridad para computadores. Le remití a un amigo mío que es experto en la materia y acometí otros dos asuntos. Se trataba de investigaciones financieras de rutina, mi pan de cada día. Resultaba grato trabajar en algo donde sabía localizar tanto el problema como la solución, y pasé la tarde fisgando en los archivos del Edificio del Estado de Illinois.