Aquello era una despedida. Me deslicé hasta el borde de mi asiento para poder levantarme sin tener que impulsarme apoyándome a ambos lados y me complació comprobar que me movía con agilidad, sin que me hubiera afectado el brandy. Si conseguía llegar hasta la puerta de entrada sin chocar con algún valiosísimo objeto de arte, podría manejarme sin dificultad con el coche para volver a casa.
Agradecí a Humboldt el coñac y la ayuda. Le quitó importancia con otra risita franca.
– Ha sido un placer para mí, Srta. Warshawski, hablar con una joven atractiva, lo bastante valiente además para mantenerse firme ante un viejo león. No deje de venir a verme si vuelve por este barrio.
Anton rondaba junto a la puerta de la biblioteca para escoltarme hasta la salida.
– Lo siento -le dije cuando llegamos a la entrada-. He prometido no contarlo.
Pretendió con altivez no haberme oído y llamó al ascensor con gélida indiferencia. No estaba muy segura de qué debía hacer en cuanto al portero y mi coche, pero cuando tentativamente saqué un billete de cinco dólares lo hizo desaparecer mientras me ayudaba tiernamente a subir al Chevy.
Dediqué el trayecto hasta casa a pensar en razones por las que era mejor para mí ser investigadora privada que químico billonario. La lista fue mucho más breve que la carrera.
10.- Dispara cuando puedas
Me ahogaba en un mar de xerxina densa y gris. Yo me asfixiaba mientras Gustav Humboldt y Caroline permanecían en la orilla absortos en su charla sin escuchar mis gritos de auxilio. Me desperté a las cuatro y media, sudorosa y jadeante, demasiado alterada por mi sueño para volverme a dormir.
Al fin salí de la cama cuando empezaba a clarear. Mi habitación no estaba fría, pero yo tiritaba. Saqué una sudadera de la pila de ropa que había junto a mi cama y vagué por el piso, intentando encontrar algo en lo que fijar mi atención. Toqué una escala en el piano, pero lo dejé en seguida: no sería justo para los vecinos que ejercitara mi voz enmohecida a estas horas de la mañana. Me trasladé a la cocina para preparar un café, pero perdí todo interés tras haber fregado la cafetera.
Mis cuatro habitaciones me parecen por regla general despejadas y espaciosas, pero hoy se me hacían estrechas. El revoltijo de libros, papeles y ropa, que normalmente me resulta hogareño, empezó a parecerme vergonzante y mísero.
No me digas que estás infectada de Djiakismo, me reprendí irritada. Antes de darte cuenta vas a estar de rodillas en el recibidor restregando los suelos todas las mañanas.
Finalmente me puse vaqueros y zapatillas de correr y salí. La perra reconoció mi paso al otro lado de la puerta cerrada del primer piso y emitió un ladrido lastimero. Me hubiera gustado su compañía, pero no tenía llave de la casa del Sr. Contreras. Caminé sola hasta el lago, incapaz de encontrar energías para correr.
Era otro día gris. Sabía que estaba saliendo el sol por el cambio de intensidad de la luz tras las nubes que cubrían el horizonte por el este. Bajo aquel cielo hosco el lago parecía hecho del espeso líquido gris de mi pesadilla. Lo miré con fijeza, intentando disipar mi persistente inquietud racionalizándola, intentando perderme en las cambiantes formas y colores del agua.
No obstante ser tan temprano, había ya corredores en el camino del lago, haciendo sus millas antes de vestirse el traje mil rayas o las medias para el día. Parecían los hombres huecos, envuelto cada uno en la urna sonora de su propia radio, los rostros inexpresivos, su aislamiento helador. Hundí las manos hasta el fondo de mis bolsillos, temblando, y me dirigí hacia mi casa.
Me detuve de camino para desayunar en el Hotel Chesterton. Es un hotel residencial para viudas bien provistas. El pequeño restaurante húngaro donde sirven capuccinos y croissants funciona atendiendo al ritmo pausado y los buenos modales de estas señoras.
Mientras removía la espuma de mi segundo capuccino me preguntaba con insistencia por qué me habría llamado Gustav Humboldt a su presencia. Sí, no quería que anduviera husmeando en su fábrica. No hay presidente de consejo al que le haga gracia eso. Y sí, tenía aquel asuntillo interno con Pankowski y Ferraro ¿Pero era aquello para que el presidente de la junta directiva llamara a la humilde detective para comunicárselo en persona? Pese a todo lo que dijo de Gordon Firth, yo no había visto nunca al presidente de Ajax en el curso de mis tres investigaciones relacionadas con los seguros de la compañía. Los jefes de las corporaciones multinacionales, aun si tienen ochenta y cuatro años y se les cae la baba con sus nietos, tienen capas y capas de subalternos encargados de hacerles esa clase de trabajos.
La noche anterior mi vanidad se había visto halagada. Sólo la invitación era ya excitante, no digamos el entorno refinado y el increíble brandy. No me había parado a pensar sobre el fraternal caudal de información ofrecido por Humboldt, pero quizá debiera hacerlo.
¿Y la pequeña Caroline? ¿Qué sabía ella que no me hubiera dicho? ¿Qué habían puesto en la calle a los dos amigos de Louisa? ¿O acaso que la propia Louisa estuvo implicada en los intentos de sabotaje de la fábrica? Podría ser que Gustav Humboldt hubiera sido su amante hace mucho tiempo y ahora se hubiera aprestado a defenderla. Ello explicaría su intervención personal. Quizá fuera él el padre de Caroline y a ésta le esperaba una herencia gigantesca, de la cual sería eminentemente viable extraer una modesta remuneración para mí.
Según iba en aumento la extravagancia mis especulaciones, me iba animando. Volví hacia casa mucho más rápidamente de lo que había salido, saludando a los inquilinos del segundo que marchaban a trabajar con un «buenos días» casi bastante alegre para ser digno de una azafata.
Estaba realmente harta de las medias y los tacones, pero tenía que volver a ponérmelos para causar una impresión favorable en el Departamento de Trabajo. Un amigo mío de la facultad de derecho trabajaba en su delegación de Chicago; es posible que él pudiera informarme sobre el sabotaje y si era verdad que aquellos hombres habían demandado a Humboldt por despido improcedente. Los zapatos rojos seguían en el recibidor junto a mi traje sastre azul. A la larga tendría que arreglarlos, pero a la larga. Los recogí y salí.
Cuando al fin encontré donde aparcar cerca del Edificio Federal eran ya las diez pasadas. En los últimos años, el Loop es objeto de un fervor urbanístico que ha convertido el distrito comercial en una copia atascada y ruidosa de Nueva York. Muchos de los garajes públicos han sido sustituidos por rascacielos más altos de lo permitido por las leyes municipales, de modo que tenemos cuatro veces más tráfico y nos disputamos la mitad de espacio para estacionar.
Cuando llegué al piso dieciséis del Edificio Dirksen no estaba del mejor humor posible. Y a ello no contribuyó la actitud de la recepcionista, que miró brevemente hacia mí antes de volver a su mecanografía con el lacónico anuncio de que no podía ver a Jonathan Michaels.
– ¿Se ha muerto? -repliqué insolente-. ¿No está en la ciudad? ¿Está procesado?
Me miró fríamente.
– Le he dicho que no puede verle y no necesita saber más.
Las puertas que llevaban a los despachos estaban siempre cerradas. O la recepcionista o alguien del interior podían apretar el botón para abrirlas, pero era evidente que esta mujer no me iba a permitir recorrer los cubículos para encontrar a Jonathan. Me senté en una de las sillas de plástico de respaldo recto y le informé de que esperaría.
– Como quiera -respondió bruscamente, apretando las teclas con furia.
Al entrar un hombre negro con traje de calle montó todo un número de amabilidad, cloqueando a su alrededor y hasta coqueteando un poco. Le lanzó una sonrisa almibarada y le deseó un buen día mientras abría el resorte de la puerta. Cuando me introduje detrás de él se quedó tan sorprendida que no pudo ni graznar.