Era una vieja promesa, aprendida del borracho Tío Stan de mi madre, que la utilizaba para demostrar que estaba sobrio.
– Lo juro por Dios -asentí solemnemente-. Sólo espero que Graham no se sienta tan dolido que decida no pagar su factura.
Encontré los teléfonos públicos cerca de la entrada y perdí unas cuantas monedas de 25 centavos antes de dar con Darrough Graham en el Club Cuarenta y Nueve. No le sentó bien -había hecho reserva en el Filagree-, pero conseguí terminar la conversación con una nota amistosa. Colgándome la bolsa al hombro, me dirigí nuevamente al gimnasio.
2.- El estirón de la niña
Santa Sofía se lo puso duro a las Tigresas, dominando durante gran parte del segundo tiempo. El juego fue intenso, a ritmo mucho más rápido de lo que había sido en mis años baloncestísticos. Dos oportunidades para las Tigresas se malograron cuando sólo quedaban siete minutos, y la cosa tenía mal aspecto. Entonces la base más fuerte del Santa Sofía salió a tres minutos del final. La mejor alero de las Tigresas, que había estado inmovilizada toda la noche, revivió, marcando ocho puntos no contestados. El equipo de casa ganó 54-51.
Me encontré dando gritos de ánimo con la misma vehemencia que los demás. Incluso sentí un cierto afecto nostálgico por mi propio equipo colegial, lo cual me sorprendió: mis recuerdos de adolescencia están tan dominados por la enfermedad y muerte de mi madre, que supongo que había olvidado que también hubo sus buenos momentos.
Nancy Cleghorn se había marchado para asistir a una junta, pero Diane Logan y yo nos unimos al resto del antiguo equipo en los vestuarios para felicitar a nuestras sucesoras y desearles lo mejor en las semifinales regionales. No nos quedamos mucho tiempo: era evidente que nos consideraban excesivamente mayores para poder entender lo que es el baloncesto, no digamos ya para haberlo jugado.
Diane se acercó para despedirse.
– No hay dinero en este mundo para forzarme a revivir mi adolescencia -me dijo, rozando su mejilla con la mía-. Me vuelvo a la Costa Dorada. Y definitivamente me quedo allí. Cuídate, Warshawski.
Me dejó con un temblor fugaz de zorro plateado y Opium.
Caroline revoloteaba con ansiedad en torno a los vestuarios, temiendo que me fuera sin ella. Estaba tan tensa que empecé a sentir una cierta inquietud sobre lo que fuera a encontrarme en su casa. Se comportaba exactamente igual que aquel fin de semana que me arrastró a su casa desde la universidad, en teoría porque Louisa tenía mal la espalda y necesitaba ayuda para cambiar una ventana rota. Una vez estuve allí supe que Louisa esperaba de mí una explicación de por qué Caroline había donado la sortijita de perlas de su madre a la marcha para recoger fondos en la Vigilia de San Wenceslao.
– ¿Es cierto que Louisa está muy mal? -inquirí cuando finalmente salimos de los vestuarios.
Me miró con seriedad.
– Está muy enferma, Vic. No te va a resultar agradable verla.
– ¿Qué más me tienes programado?
Su pronto rubor le inundó las mejillas.
– No sé de qué me hablas.
Salió airadamente abriendo la puerta del colegio. Yo la seguí despacio, a tiempo de verla meterse en un coche muy machacado estacionado con gran parte del motor en mitad de la calle. Bajó la ventanilla cuando pasé por su lado para gritarme que nos veríamos en su casa y arrancó con un chirrido de ruedas. Yo iba algo alicaída cuando abrí la puerta del Chevy y me senté en su interior.
Mi desaliento aumentó cuando giré para tomar la Calle Houston. La última vez que había estado allí había sido en 1976 cuando murió mi padre y yo volví para vender la casa. En aquella ocasión vi a Louisa, y a Caroline, que tenía catorce años y seguía mis pasos con resolución -incluso hizo un intento de jugar al baloncesto, pero con sus cinco pies de estatura ni siquiera su incansable energía consiguió abrirle la entrada al primer nivel.
Aquélla había sido la última vez que había hablado con alguno de los vecinos que habían conocido a mis padres. Mi padre, apacible y jovial, había suscitado auténtica pena. Gabriella, fallecida hacía diez años por entonces, un respeto remiso. A fin de cuentas, las demás mujeres de su manzana habían tenido que rascar, ahorrar y dividir por cinco cada centavo para alimentar y cobijar a sus familias igual que ella.
Ahora que estaba muerta, glosaban las excentricidades que les habían inducido a mover la cabeza con desaprobación: llevar a la niña a la ópera con diez dólares extra en lugar de comprarle un abrigo nuevo para el invierno. No bautizarla ni llevarla a las hermanas de San Wenceslao para su instrucción. Aquello les había alterado lo bastante para enviarle a la directora, Madre María José Nosecuántos, un día y provocar una confrontación memorable.
Quizá la insensatez mayor para ellas fuera el empeño de mi madre en que yo asistiera a la universidad, y su exigencia de que fuera la Universidad de Chicago. Gabriella sólo se conformaba con lo mejor, y había decidido cuando yo tenía dos años que aquélla era la mejor de Chicago. Posiblemente, a su parecer, no pudiera compararse con la Universidad de Pisa. Igual que los zapatos que se compraba en Callabrano de la Calle Morgan no tenían comparación con los de Milán. Pero se hacía lo que se podía. Así pues, a los dos años de morir mi madre me fui con una beca a lo que mis vecinos llamaban la Universidad Roja, una parte de mí asustada y la otra ansiosa por conocer sus demonios. Después de aquello, realmente no había vuelto nunca a casa.
Louisa Djiak era la única mujer de la calle que siempre defendió a Gabriella, muerta o viva. Pero es que ella era dueña de Gabriella. Y mía también, pensé con una ráfaga de resquemor que me sorprendió. Comprendí que aún me picaba la rabia por todos aquellos gloriosos días de verano que tuve que pasar cuidando a la niña, o haciendo mis tareas con la criatura berreando a mi espalda.
En fin, la criatura había crecido, pero seguía berreando sus exigencias en mi oído. Paré el coche detrás de su Capri y apagué el motor.
La casa era más pequeña de lo que yo recordaba, y más cochambrosa. Louisa no tenía ánimos para lavar y almidonar los visillos cada seis meses y Caroline pertenecía a una generación que evitaba enfáticamente semejantes labores. Si lo sabría yo, que formaba parte de ella.
Caroline me esperaba a la puerta, aún inquieta. Sonrió brevemente, tensa.
– Mamá está contentísima de que estés aquí, Vic. Ha esperado todo el día sin probar el café para tomárselo contigo.
Me condujo a través del comedor, reducido y atestado, hasta la cocina diciendo por encima del hombro:
– No debería ya tomar café. Pero le resultaba muy difícil dejarlo -además de tantas cosas como han cambiado-. Así que llegamos al acuerdo de una taza al día.
Empezó a atarearse en el fogón, acometiendo la preparación del café con enérgica ineficiencia. Pese al rastro de agua vertida y al café molido esparcido sobre el fogón, dispuso con esmero una bandeja con servicio de porcelana, servilleta de tela y la flor del geranio de una lata colocada en la ventana. Finalmente sacó un platito de helado adornado con una hoja de geranio. Cuando cogió la bandeja bajé de la banqueta de la cocina donde me había encaramado, para seguirla.
La alcoba de Louisa estaba a la derecha del comedor. En cuanto Caroline abrió la puerta el olor a enfermedad me sacudió como una fuerza física, trayéndome a la memoria el hedor a medicamentos y a carne en decadencia que había flotado en torno a Gabriella en el último año de su vida. Me clavé las uñas en la palma de la mano derecha y me forcé a entrar en la habitación.
Mi primera reacción fue de shock, pese a creer que me había preparado. Louisa estaba sentada y recostada en la cama, tenía el rostro macilento y teñido de un extraño gris verdoso bajo el cabello ralo. Sus manos deformes salían por las mangas flojas de un gastado jersey rosa. Pero cuando las levantó para saludarme con una sonrisa, capté un destello de aquella mujer joven y hermosa que había alquilado la casa de al lado cuando estaba encinta de Caroline.