– ¿Dónde vas, niña?
Apreté los labios con un reflejo de irritación, y después recordé nuestra tregua. Le llamé al pasillo para decírselo sin que oyera Art. El Sr. Contreras vino rápidamente con la perra a los tobillos, y cabeceó gravemente para demostrarme que recordaba el nombre y la dirección.
– Aquí estaré cuando vuelvas. Esta noche no voy a dejar que nadie me aleje de aquí. Pero si no has vuelto a media noche, voy a llamar al teniente Mallory, niña.
La perra remoloneó detrás de mí hasta la puerta, pero suspiró resignada cuando el Sr. Contreras la llamó. El animal sabía que llevaba las botas, no los zapatos de correr; pero abrigaba esperanzas.
33.- Asunto de familia
Oí los pasos apresurados de la Sra. Djiak cuando toqué el timbre. Abrió la puerta, secándose las manos en el delantal.
– ¡Victoria! -estaba horrorizada-. ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? Te pedí que no volvieras más. El Sr. Djiak se va a poner furioso si se entera de que estás aquí.
El tono nasal de barítono del Sr. Djiak flotó pasillo abajo, preguntando a su mujer quién estaba a la puerta.
– Es sólo… sólo uno de los niños del vecino, Ed -contestó sofocada. A mí me dijo con un siseo apremiante-: Y ahora vete antes de que te vea.
Moví la cabeza. Voy a entrar, Sra. Djiak. Vamos a hablar los tres, sobre el hombre que dejó a Louisa embarazada.
Los ojos se le dilataron en el rostro tenso. Me asió por el brazo implorante, pero yo estaba demasiado indignada para sentir la menor compasión por ella. Me libré de su mano. Sin hacer caso de sus lastimeros ruegos pasé a su lado y empecé a caminar por el pasillo. No me quité las botas: no para añadir un insulto deliberado a su aflicción, sino porque quería poder salir sin tardanza si era necesario.
Ed Djiak estaba sentado en la mesa de la inmaculada cocina, con un pequeño aparato de televisión en blanco y negro delante y una jarra de cerveza en la mano. No levantó la mirada inmediatamente, suponiendo que no era más que su mujer, pero cuando me vio su oscuro rostro alargado adquirió un tono ocre intenso.
– Aquí no tienes nada que hacer, señorita.
– Ojalá pudiera estar de acuerdo con usted -dije, sacando una silla para sentarme frente a él-. Me da asco estar aquí y no voy a prolongar la visita. Sólo quiero hablarle del hermano de la Sra. Djiak.
– No tiene hermanos -dijo ásperamente.
– No pretenda que Art Jurshak no es su hermano. No creo que fuera muy difícil encontrar el nombre de soltera de la Sra. Djiak; tendría que esperar al lunes para ir al Ayuntamiento y comprobar su licencia matrimonial, pero estoy casi segura de que diría Martha Jurshak. Después podría obtener copias de los certificados de nacimiento de Art y de ella y con eso probablemente rematábamos el asunto.
El ocre de su cara se volvió marrón oscuro. Se volvió hacia su esposa.
– ¡Maldita zorra chismosa! ¿A quién le has estado contando nuestra vida privada?
– A nadie, Ed. De verdad. No le he dicho una palabra a nadie. Ni una sola vez en todos estos años. Ni siquiera al padre Stepanek, cuando te pedí…
La interrumpió con un gesto cortante de la mano.
– ¿Con quién has estado hablando, Victoria? ¿Quién ha estado difamando a mi familia?
– La difamación implica datos falsos -respondí con insolencia-. Todo lo que ha dicho desde que he venido a esta casa confirma que es cierto.
– ¿Que es cierto qué? -inquirió, recuperándose con un gran esfuerzo-. ¿Qué el nombre de soltera de mi mujer es Jurshak? ¿Y qué?
– Sólo esto. Que su hermano Art dejó preñada a su hija Louisa. Martha, usted me dijo que no era muy fuerte. ¿Tenía antecedentes de que le gustaran las niñas?
Martha se frotaba las manos incesantemente con el delantal.
– Él me prometió… me prometió no volver a hacerlo más.
– Maldita sea, no le digas nada a ésta -rugió Djiak, levantándose de un salto. Pasó a mi lado empujándome groseramente dirigiéndose hacia la Sra. Djiak para darle una bofetada.
Me puse en pie y le aplasté el puño contra la cara antes de darme cuenta de lo que hacía. Él me llevaba treinta años, pero seguía estando muy fuerte. Solamente por haberle cogido de forma totalmente inesperada conseguí pegarle con todas mis fuerzas. Reculó cayendo contra la nevera y quedó allí un momento, agitando la cabeza para recuperarse del puñetazo. Después volvió su furia ciega y vino hacia mí.
Yo estaba lista. Al abalanzarse hacia mí metí una silla a su paso. Chocó con ella y el impulso le hizo caer contra la mesa junto a la silla. Con el impacto cayeron televisión y cerveza al suelo en un revoltijo de vidrio y líquido. Quedó tumbado bajo la mesa, con la silla encima.
Martha Djiak emitió un pequeño gemido de horror, no sé si por la perspectiva de su marido o por haberse ensuciado el suelo. Yo permanecí en pie a su lado, jadeando su furia, con la pistola en la mano cogida por el cañón, dispuesta a estampársela si empezaba a levantarse. Él tenía la expresión vidriosa: ninguna de las mujeres de su familia se había atrevido a contestarle un golpe.
La Sra. Djiak chilló súbitamente. Me volví para mirarla. No pudo hablar, sólo señalar, pero vi unas chispas en la parte trasera del televisor donde algo había entrado en contacto con los cables al aire. Quizá un frasco de disolvente que estaba siempre a mano por si alguna mancha de grasa amenazaba la cocina. Me metí la pistola otra vez en la cinturilla del pantalón y le arranqué el paño de secar del bolsillo del delantal. Evitando con cuidado el charco de cerveza me escurrí debajo de la mesa y desenchufé el aparato.
– Bicarbonato -le grité fuertemente a la Sra. Djiak.
La petición de un ingrediente doméstico común contribuyó a devolverle la presencia de ánimo. Vi sus pies avanzar hacia un armario. Se agachó y me alargó el envase por encima del cuerpo de su marido. Yo vacié el contenido sobre las llamas azuladas que ardían alrededor del televisor y el fuego se extinguió.
El Sr. Djiak se liberó lentamente del revoltijo de silla y cristales rotos. Durante unos momentos contempló el desastre del suelo, las manchas húmedas de sus pantalones. Después, sin decir nada, salió de la habitación. Oí sus pesados pasos recorrer el pasillo. Martha Djiak y yo esperamos el portazo de la puerta de entrada.
La Sra. Djiak estaba temblando. La senté en una de las sillas tapizadas de plástico y puse agua a calentar en la tetera. Ella me observaba aturdida mientras yo revolvía en los armarios buscando el té. Cuando encontré las bolsitas de Lipton muy metidas en una lata, le preparé una taza, mezclándolo bien con leche y azúcar. Se lo bebió obediente a tragos abrasadores.
– ¿Cree que puede hablarme de Louisa ahora? -pregunté cuando rechazó una segunda taza.
– ¿Cómo te enteraste? -tenía la mirada sin vida, la voz era poco más que un hilo agotado.
– El hijo de su hermano vino a verme esta tarde. Cada vez que le veía me resultaba familiar, pero lo achacaba a tantos años de ver a Art en carteles y en televisión. Pero hoy Caroline estaba conmigo. Estábamos a mitad de una discusión. El joven Art entró con la cara turbada, muy agitado, y de pronto comprendí cuánto se parecía a Caroline. Casi podrían ser gemelos; simplemente, antes no había hecho la conexión porque no me lo esperaba. Desde luego él tiene una especie de perfección sobrehumana y ella va siempre tan desaliñada que hasta que no ves a los dos alterados al mismo tiempo no te das cuenta.
Escuchó mis explicaciones con la cara dolorosamente contraída, como si le estuviera hablando en latín y ella quisiera hacerme creer que me seguía. Al no responderme nada la pinché un poco más.
– ¿Por qué echaron a Louisa de casa cuando se quedó embarazada?